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"Tener un lugar para ir, es un hogar. Tener alguien a quien amar, es una familia"

La fuerza de la familia

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Es una realidad tangible que en las últimas décadas Occidente ha obtenido un alto grado de desarrollo y con él, de bienestar material.

Dos factores, por sí mismos, altamente positivos, son los que han originado el cambio del modelo social tradicional que nos ha traído hasta el siglo XXI. El vertiginoso e imparable avance experimentado por del mundo del conocimiento, proceso al que felizmente, por fin, se ha incorporado la mujer como elemento llamado a aportar sus facultades intelectuales en relación proporcionada con su carácter y su destino, hasta no hace tanto oprimida y degradada, generalmente postergada o abandonada en su educación por el varón, que hasta ahora se ha atribuido una superioridad exclusiva.

Pero no es menos cierto, que en general, esta evolución ha producido un gran debilitamiento de la familia como institución sobre la que secularmente se ha sustentado un modelo de sociedad portador de los más altos valores que distinguen al ser humano del animal irracional que solo obedece al estímulo de sus instintos. El árbol ha dado nuevas ramas pero se han debilitado sus raíces y ello ha tenido la consecuencia de que la continuidad y la preservación de la humanidad, dependen hoy en un mayor grado que antes, de las instituciones públicas de enseñanza.

Puede parecer un tópico, pero como la mayoría de éstos, contiene una buena parte de verdad, y es que la importancia que tiene la familia para la humanidad, es decisiva en todas las culturas. Sin embargo, la realidad actual, es que la familia ha dejado de ser una fuente generadora de valores para convertirse en un instrumento obsesivo de consumo.

Es cierto que los hábitos de nuestra sociedad han cambiado y con ellos el modelo tradicional de la familia que ha delegado en el Estado las funciones inherentes a la propia razón de su existencia.

La familia, esencialmente, es la más alta expresión del amor, mientras que el Estado es un ente anónimo, frio, distante, incapaz de proporcionar en momentos de necesidad el calor de un hogar, el consejo de un padre, el amor de una madre o la ayuda de un hermano. El Estado jamás podrá proporcionar la cálida protección del claustro familiar.

Ante el grave deterioro sufrido en las últimas décadas por la más importante institución universal, la Iglesia ha alzado su voz celebrando un sínodo extraordinario, que analizando las dificultades que hoy afrontan las familias, sus causas y sus consecuencias, trata de restituir el vigor y la fortaleza a ese frondoso árbol, que en los momentos más duros del estío, nos cobija bajo su sombra protectora. Una sombra —lo apreciamos a diario— cada vez más débil, porque a las raíces del árbol le falta el alimento vivificante del amor. Un amor que en vez de proyectarlo sobre nuestros semejantes, lo hemos cifrado en la posesión de bienes materiales, muchos de ellos absolutamente innecesarios, sin saber que ninguno de esos artilugios que tanto nos afanamos por poseer, nos proporcionará esa ilusoria y quimérica felicidad que tanto anhelamos.

Lamentablemente hoy todo lo relativizamos y lo sometemos a la efímera vida que constituye el presente. Las nuevas generaciones no afrontan ni se plantean un proyecto de futuro. Simplemente se limitan a vivir el hoy. Me pregunto si en ese esquema tiene cabida el amor verdadero, ese que es entrega y no pone condiciones. Ese que no contempla el yo y el tú, sino el nosotros. Porque es precisamente la inexistencia de ese amor, que es todo generosidad y darse a tu otro yo, la causa originaria de que se estén secando las raíces del árbol de la familia y muchas veces se agoste apenas plantado. Su débil arraigamiento es la causa por la que apenas es agitado por la más leve tormenta, pierde su estabilidad y cae, sin tener en cuenta el destrozo que produce en el fruto de sus ramas.

La familia, debe ser la roca sólida sobre la cual, todos sus miembros puedan sentirse protegidos, seguros y amados. Pero una familia unida solo es posible si las personas que la integran anteponen el amor, la generosidad y la entrega, al egoísmo de los intereses personales y el respeto es el puerto en el que quedan atracadas las intemperancias de nuestras emociones.

Hemos sustituido la tolerancia de la paciencia, el puente del diálogo sincero, la generosidad del perdón recíproco, la voluntad de la reconciliación y la fortaleza del sacrificio, por el empobrecimiento de la fe y de los valores y por un individualismo feroz, causa del debilitamiento de las relaciones familiares.

Sin embargo, solo las dramáticas circunstancias por las que desafortunadamente han atravesado muchas familias durante esta última crisis, nos han permitido valorar la fuerza y la importancia de la familia para mantener la esperanza de renacer a la vida, mientras atravesamos la galerna. Porque una familia, es allí donde te esperan.

La fuerza de la familia

"Tener un lugar para ir, es un hogar. Tener alguien a quien amar, es una familia"
César Valdeolmillos
martes, 28 de octubre de 2014, 08:16 h (CET)
Es una realidad tangible que en las últimas décadas Occidente ha obtenido un alto grado de desarrollo y con él, de bienestar material.

Dos factores, por sí mismos, altamente positivos, son los que han originado el cambio del modelo social tradicional que nos ha traído hasta el siglo XXI. El vertiginoso e imparable avance experimentado por del mundo del conocimiento, proceso al que felizmente, por fin, se ha incorporado la mujer como elemento llamado a aportar sus facultades intelectuales en relación proporcionada con su carácter y su destino, hasta no hace tanto oprimida y degradada, generalmente postergada o abandonada en su educación por el varón, que hasta ahora se ha atribuido una superioridad exclusiva.

Pero no es menos cierto, que en general, esta evolución ha producido un gran debilitamiento de la familia como institución sobre la que secularmente se ha sustentado un modelo de sociedad portador de los más altos valores que distinguen al ser humano del animal irracional que solo obedece al estímulo de sus instintos. El árbol ha dado nuevas ramas pero se han debilitado sus raíces y ello ha tenido la consecuencia de que la continuidad y la preservación de la humanidad, dependen hoy en un mayor grado que antes, de las instituciones públicas de enseñanza.

Puede parecer un tópico, pero como la mayoría de éstos, contiene una buena parte de verdad, y es que la importancia que tiene la familia para la humanidad, es decisiva en todas las culturas. Sin embargo, la realidad actual, es que la familia ha dejado de ser una fuente generadora de valores para convertirse en un instrumento obsesivo de consumo.

Es cierto que los hábitos de nuestra sociedad han cambiado y con ellos el modelo tradicional de la familia que ha delegado en el Estado las funciones inherentes a la propia razón de su existencia.

La familia, esencialmente, es la más alta expresión del amor, mientras que el Estado es un ente anónimo, frio, distante, incapaz de proporcionar en momentos de necesidad el calor de un hogar, el consejo de un padre, el amor de una madre o la ayuda de un hermano. El Estado jamás podrá proporcionar la cálida protección del claustro familiar.

Ante el grave deterioro sufrido en las últimas décadas por la más importante institución universal, la Iglesia ha alzado su voz celebrando un sínodo extraordinario, que analizando las dificultades que hoy afrontan las familias, sus causas y sus consecuencias, trata de restituir el vigor y la fortaleza a ese frondoso árbol, que en los momentos más duros del estío, nos cobija bajo su sombra protectora. Una sombra —lo apreciamos a diario— cada vez más débil, porque a las raíces del árbol le falta el alimento vivificante del amor. Un amor que en vez de proyectarlo sobre nuestros semejantes, lo hemos cifrado en la posesión de bienes materiales, muchos de ellos absolutamente innecesarios, sin saber que ninguno de esos artilugios que tanto nos afanamos por poseer, nos proporcionará esa ilusoria y quimérica felicidad que tanto anhelamos.

Lamentablemente hoy todo lo relativizamos y lo sometemos a la efímera vida que constituye el presente. Las nuevas generaciones no afrontan ni se plantean un proyecto de futuro. Simplemente se limitan a vivir el hoy. Me pregunto si en ese esquema tiene cabida el amor verdadero, ese que es entrega y no pone condiciones. Ese que no contempla el yo y el tú, sino el nosotros. Porque es precisamente la inexistencia de ese amor, que es todo generosidad y darse a tu otro yo, la causa originaria de que se estén secando las raíces del árbol de la familia y muchas veces se agoste apenas plantado. Su débil arraigamiento es la causa por la que apenas es agitado por la más leve tormenta, pierde su estabilidad y cae, sin tener en cuenta el destrozo que produce en el fruto de sus ramas.

La familia, debe ser la roca sólida sobre la cual, todos sus miembros puedan sentirse protegidos, seguros y amados. Pero una familia unida solo es posible si las personas que la integran anteponen el amor, la generosidad y la entrega, al egoísmo de los intereses personales y el respeto es el puerto en el que quedan atracadas las intemperancias de nuestras emociones.

Hemos sustituido la tolerancia de la paciencia, el puente del diálogo sincero, la generosidad del perdón recíproco, la voluntad de la reconciliación y la fortaleza del sacrificio, por el empobrecimiento de la fe y de los valores y por un individualismo feroz, causa del debilitamiento de las relaciones familiares.

Sin embargo, solo las dramáticas circunstancias por las que desafortunadamente han atravesado muchas familias durante esta última crisis, nos han permitido valorar la fuerza y la importancia de la familia para mantener la esperanza de renacer a la vida, mientras atravesamos la galerna. Porque una familia, es allí donde te esperan.

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