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Un amable recuerdo de Miguel Ángel Oliver

Sapos cancioneros y partes meteorológicos

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Al final de las sesudas intervenciones “castristas” de Pedro Sánchez (por ahora anda por los 60 minutos y aumentando) aparece un señor con barbita canosa, algo fondón, cara inexpresiva y gafas de concha, que, según me cuentan, ostenta el impresionante cargo de Secretario de Estado de Comunicación. Su principal cometido en esas particulares ruedas de prensa, en las que no hay prensa ni rueda ni nadie excepto “ellos”, consiste en “filtrar” las supuestas preguntas formuladas por los diversos medios de comunicación sobre la triste crisis del coronavirus, quienes se han de conformar con las migajas que ese señor de mirada de tiburón y barbita rala decide arrojarles, como si de extraviadas palomas se tratasen.

Por cierto, ahora que recuerdo… ¡Yo conozco a ese señor! Creo que se llama Miguel Ángel Oliver o algo parecido y pertenece a esa generación de periodistas que, a falta de haber escrito más allá de unos pocos párrafos en su vida, les encanta escuchar su voz impostada o verse en el monitor que les devuelve, cual Narciso en la fuente, su imagen televisada. Son “los muñecos” o “cabezas parlantes” de la tele, a los que rara vez se los ve de cuerpo entero. Los teleñecos de carne y hueso.

Rebuscando en mi memoria, recuerdo que paraba el señorín en la misión arqueológica con la que yo, allá por 2011, andaba colaborando. Vino invitado con su hijo adolescente y yo les cedí mi habitación para que no tuvieran que desplazarse a una segunda e incómoda casa, no lejos del embarcadero de la orilla occidental del Nilo, en Luxor. Durante las comidas y cenas que compartimos durante unos pocos días (siendo los anfitriones los propios directores de la misión, un matrimonio cuyo nombre omitiré de manera caritativa, y en compañía de un egiptólogo amigo del que tampoco daré el nombre por respeto) Oliver se comportó como aquel divertido personaje de José Mota: el meteorólogo que te encuentras en el ascensor y… ¡Ay de ti como se te ocurra preguntarle por el tiempo que se prevé para mañana, porque estarás perdido! No sólo improvisará el parte del día entre piso y piso, sino que te detallará el estado de la mar, las precipitaciones de nieve en las pistas de esquí y hasta el estado de las cosechas de cereales o de la vendimia. Dará al botón de subir y después al de bajar cuantas veces haga falta, hasta dejarte exhausto y con las isobaras saliéndote por las entretelas.

Pertenece, pues, el caballero a la cofradía de los “pelmas con renombre”. Le padecimos cuatro o cinco días en los que fuimos víctimas de sus largas peroratas, trufadas de “socialismo trascendente”. Sólo cuando dormía o se hallaba entregado a la tarea de tomar fotos y videos de la excavación (material que luego colocaría en su programa de La Cuatro) nos daba un respiro que agradecíamos. Una noche, en la cena, decidió que los allí presentes pertenecíamos a la clase media baja y nada le debíamos a la Corona. “En fin -pensé yo- Menos mal que mañana os vais, que si no iba a ser yo el que te diera el parte meteorológico”

La segunda y breve ocasión en la que tuve contacto – esta vez epistolar- con el personajín fue poco tiempo después, cuando, a raíz de la publicación de artículo mío en el que denunciaba las deplorables condiciones de seguridad de los trabajadores de la excavación, Oliver, que no había vuelto a hablar conmigo, publicó una carta abierta en la que me afeaba la conducta y me acusaba de deslealtad. Así, sin más; sin tan siquiera preguntarme qué había sucedido y cuáles eran mis razones para escribir lo que escribí.

Desde ese momento tuve claro al individuo (hasta entonces sólo le había considerado un pelmazo) ya que cualquier profesional que se precie sabe que siempre se debe escuchar a la otra parte. Me puso a parir y se quedó tan ancho.

El ahora flamante Secretario de Estado quedaba, en mi opinión, bien definido: no sólo era capaz (y muy capaz) de aburrir a las marmotas, sino que era un mal periodista. Jamás contestó a mi réplica; actitud de silencio que es bastante habitual entre los que tiran la piedra y esconden la mano.

Ahora me hace gracia verlo en esas pseudo ruedas de prensa, ejerciendo de demiurgo o, mejor, de sapo cancionero de los que tratan que comulguemos con ruedas de molino y asintamos contentos.

Sapos cancioneros y partes meteorológicos

Un amable recuerdo de Miguel Ángel Oliver
Luis del Palacio
jueves, 26 de marzo de 2020, 15:52 h (CET)

Al final de las sesudas intervenciones “castristas” de Pedro Sánchez (por ahora anda por los 60 minutos y aumentando) aparece un señor con barbita canosa, algo fondón, cara inexpresiva y gafas de concha, que, según me cuentan, ostenta el impresionante cargo de Secretario de Estado de Comunicación. Su principal cometido en esas particulares ruedas de prensa, en las que no hay prensa ni rueda ni nadie excepto “ellos”, consiste en “filtrar” las supuestas preguntas formuladas por los diversos medios de comunicación sobre la triste crisis del coronavirus, quienes se han de conformar con las migajas que ese señor de mirada de tiburón y barbita rala decide arrojarles, como si de extraviadas palomas se tratasen.

Por cierto, ahora que recuerdo… ¡Yo conozco a ese señor! Creo que se llama Miguel Ángel Oliver o algo parecido y pertenece a esa generación de periodistas que, a falta de haber escrito más allá de unos pocos párrafos en su vida, les encanta escuchar su voz impostada o verse en el monitor que les devuelve, cual Narciso en la fuente, su imagen televisada. Son “los muñecos” o “cabezas parlantes” de la tele, a los que rara vez se los ve de cuerpo entero. Los teleñecos de carne y hueso.

Rebuscando en mi memoria, recuerdo que paraba el señorín en la misión arqueológica con la que yo, allá por 2011, andaba colaborando. Vino invitado con su hijo adolescente y yo les cedí mi habitación para que no tuvieran que desplazarse a una segunda e incómoda casa, no lejos del embarcadero de la orilla occidental del Nilo, en Luxor. Durante las comidas y cenas que compartimos durante unos pocos días (siendo los anfitriones los propios directores de la misión, un matrimonio cuyo nombre omitiré de manera caritativa, y en compañía de un egiptólogo amigo del que tampoco daré el nombre por respeto) Oliver se comportó como aquel divertido personaje de José Mota: el meteorólogo que te encuentras en el ascensor y… ¡Ay de ti como se te ocurra preguntarle por el tiempo que se prevé para mañana, porque estarás perdido! No sólo improvisará el parte del día entre piso y piso, sino que te detallará el estado de la mar, las precipitaciones de nieve en las pistas de esquí y hasta el estado de las cosechas de cereales o de la vendimia. Dará al botón de subir y después al de bajar cuantas veces haga falta, hasta dejarte exhausto y con las isobaras saliéndote por las entretelas.

Pertenece, pues, el caballero a la cofradía de los “pelmas con renombre”. Le padecimos cuatro o cinco días en los que fuimos víctimas de sus largas peroratas, trufadas de “socialismo trascendente”. Sólo cuando dormía o se hallaba entregado a la tarea de tomar fotos y videos de la excavación (material que luego colocaría en su programa de La Cuatro) nos daba un respiro que agradecíamos. Una noche, en la cena, decidió que los allí presentes pertenecíamos a la clase media baja y nada le debíamos a la Corona. “En fin -pensé yo- Menos mal que mañana os vais, que si no iba a ser yo el que te diera el parte meteorológico”

La segunda y breve ocasión en la que tuve contacto – esta vez epistolar- con el personajín fue poco tiempo después, cuando, a raíz de la publicación de artículo mío en el que denunciaba las deplorables condiciones de seguridad de los trabajadores de la excavación, Oliver, que no había vuelto a hablar conmigo, publicó una carta abierta en la que me afeaba la conducta y me acusaba de deslealtad. Así, sin más; sin tan siquiera preguntarme qué había sucedido y cuáles eran mis razones para escribir lo que escribí.

Desde ese momento tuve claro al individuo (hasta entonces sólo le había considerado un pelmazo) ya que cualquier profesional que se precie sabe que siempre se debe escuchar a la otra parte. Me puso a parir y se quedó tan ancho.

El ahora flamante Secretario de Estado quedaba, en mi opinión, bien definido: no sólo era capaz (y muy capaz) de aburrir a las marmotas, sino que era un mal periodista. Jamás contestó a mi réplica; actitud de silencio que es bastante habitual entre los que tiran la piedra y esconden la mano.

Ahora me hace gracia verlo en esas pseudo ruedas de prensa, ejerciendo de demiurgo o, mejor, de sapo cancionero de los que tratan que comulguemos con ruedas de molino y asintamos contentos.

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