No quiero creer que los políticos de bien no pisan la calle. Me refiero a los políticos profesionales que tienen plaza gracias a que pertenecen a un partido nacionalista -versión separatista o regionalista, lo dejo a gusto del lector-. Quiero pensar que estos funcionarios temporales -en teoría, vitalicios en la práctica- pasean por las calles de sus poblaciones, y de las colindantes a estas, y de otras muchas por toda su provincia y del resto de su Comunidad Autónoma. Quizás sigo siendo algo ingenuo pero quiero creer que estas personas ven, observan, y aprenden de la realidad que existe en la calle.
Pese a este optimismo por la función pública temporal, que llevo en las venas casi convertidas en varices por esta humana confianza, sospecho que alguno de los usufructuarios de los sillones de todos -y no de nadie, como algunos creen- se escaquean de esta maravillosa tarea que es la de observar y analizar lo que le rodea a uno. Tenemos representantes políticos, sindicales y de muchas asociaciones -que viven directa o indirectamente de la subvención- que en lugar de arreglar los problemas y buscarles solución, pretenden constantemente cambiar la parte de la realidad que no les interesa.
Desde hace un tiempo vengo recogiendo los ejemplos que destacados diputados nacionalistas plantean al Gobierno central -y repiten en la prensa- como modelos a seguir: “A mí me gustaría que esto se hiciera como en Escocia” o “Baviera tiene esta competencia”, por ejemplo. Imagino una charla entre políticos de diferentes partidos nacionalistas hablando de su país ideal: “Yo me quedo con la educación de Quebec”, dirá uno. “Pues yo prefiero la de los landers alemanes”, le responderá el otro. Como si fueran cromos. Como si fueran niños. ¡Son como niños!
Lo que les pasa es que tienen problemas de personalidad. Justamente lo contrario de lo que preconizan a todas horas. No saben a qué huele la calle, qué color tiene, qué se oye, los problemas de los ciudadanos. Se encierran en su país ilusorio, en un lugar que no existe. Pero lo peor de todo es que pretenden que el resto, los que vivimos en el mundo real, pasemos a formar parte de esa burbuja negra que no existe.
La afirmación constantemente de que los lugares, el suelo que se pisa, tiene derechos es lo más aberrante que se ha heredado del siglo XX. Utilizar las palabras “hecho diferencial” para distinguir a una persona, y los derechos de esta, sobre otra cuando se pisa el mismo suelo es lo más decimonónico que se puede escuchar y argumentar (?) hoy día. Legislar en términos de “discriminación positiva” -el peor de los oxímoron posibles- en materia lingüística es cualquier cosa menos apelable a los derechos de las personas. Del nacionalismo rancio español -dejado atrás, por suerte, en 1978- han nacido otros más rancios si cabe, al menos por eso de que estamos ya en el siglo XXI, y escondidos en banderas al grito de democracia y país. Buscar, y preconizar, el exclusivismo empieza a ser sinónimo de falta de personalidad, además de pretender vivir y soñar en el siglo XIX.
Mirarse en el espejo cada mañana está bien, sin duda, pero un representante político no debería tener la función de ponérnoslo -el espejo- siempre delante nuestro vayamos por donde vayamos. Por cierto, me pido a los políticos de...