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Sin justicia, la indulgencia sólo es humillación

Trece rosas, ningún perdón

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Porque no serían trece los olvidos sino la desmemoria de miles.

Porque además de trece rosas, de trece nombres, de trece vidas, fueron docenas de noches de terror, de rabia e impotencia, de llantos, de soledad acompañada, de compañías lejanas que también lloraban idéntico dolor más allá de los barrotes, de esperanzas renacidas y de esperanzas machacadas, una y otra vez, de sonrisas en la boca -que no en los ojos- dedicadas a aquellas otras rosas a las que la tristeza también marchitaba.

Docenas de noches y un alba, una sola, con la madrugada adelantada. Una amanecida de pasos, de despedidas, de portazos, de camiones, de filas, de última respiración, de quién sabe qué postrer pensamiento, de detonaciones, de un “Viva la…” mutilado atravesando al aire al mismo tiempo que una bala traspasaba el pecho que lo gritaba. Una aurora de corolas desangrándose en la tapia de un cementerio hacia charcos de valentía y dignidad. Nueve gotas eran menores de edad. Todas eran inocentes.

El perdón son flores que sólo pueden brotar sobre la lápida de la justicia. Sin ésta, la clemencia es escupir encima de los muertos. No nos lo pidáis porque no perdonaremos, no mientras nos exijáis los pétalos pero nos entreguéis las espinas.

La espina de la omisión en los libros de texto.

La espina de la burla en los nombres de las calles y en los muros de las iglesias.

La espina de los mausoleos para los criminales y las cunetas para las víctimas.

La espina de no haber devuelto lo robado, de no haber reconocido y honrado al perseguido y asesinado, de no haber juzgado y condenado a los ladrones y asesinos. La espina de haberles entregado sueldos y cargos vitalicios, la de guardar su guerrera de fascistas en el armario de la amnesia y la de vestirlos con el traje de políticos sacado del ropero de la democracia.

La espina, miserable y repugnante como pocas, de escuchar decir a Joaquín Leguina, socialista al igual que las trece muertas, que “hay viejos que creen rejuvenecer casándose con jovencitas y otros yendo a manifestaciones republicanas”.

No, no pensamos pronunciar trece indulgencias porque nos negamos a tener que sostener la mirada de decepción de veintiséis mil cuencas vacías, y a que nos acusen de vendidos y cobardes trece mil voces desde trece mil gargantas descarnadas, o trece veces trece mil, o trece por trece veces trece mil... Quién sabe cuántas: las suyas, las de sus hijos y las de sus nietos, las de sus hermanos. Ni tan siquiera podemos contar a nuestros muertos, son tantos los que están perdidos todavía, pero a cambio llevamos décadas contemplando los rostros sonrientes de los que los asesinaron.

Y escuchando su voz desde los estrados.

Y viéndolos pasar escoltados en coches oficiales.

Y aguantando sus funerales de estado con honores.

Y oyendo discursos hagiográficos sobre su figura.

Y leyendo sobre sus servicios a la patria en los libros de historia.

Y soportando que sus hijos hereden ideas, poder y disfraz.

Julia, Carmen, Pilar, Blanca, Adelina, Elena, Virtudes, Ana, Joaquina, Dionisia, Victoria, Luisa y Martina, es verdad que juntas no sumáis todo el sufrimiento padecido, ni toda la iniquidad derrochada, ni toda la brutalidad demostrada, ni todo el horror experimentado, ni todas las lágrimas derramadas, ni todos los fusilados… Pero porque de las últimas palabras de la mayoría de ellos sólo nos queda el eco de un desconocimiento desgarrador, sí que se resume en dos frases vuestras el deseo, el último consuelo, la única compensación para cada rosa arrancada en tantos años de vergüenza, crimen y miseria -sobre todo moral, la peor-, frases que en nosotros son promesa al igual que en otros significan vuestra segunda, vuestra decimotercera, vuestra septuagésimoquinta ejecución.

“Que mi nombre no se borre en la historia” (Julia Conesa)

“No nos olvidéis nunca” (Adelina García)

No lo permitiremos, Julia. No lo haremos, Adelina.

Os lo juramos, Trece Rosas.

(Pasadas por las armas el 5 de agosto de 1939 junto a un muro del cementerio de la Almudena, en Madrid).

Trece rosas, ningún perdón

Sin justicia, la indulgencia sólo es humillación
Julio Ortega Fraile
viernes, 8 de agosto de 2014, 07:04 h (CET)
Porque no serían trece los olvidos sino la desmemoria de miles.

Porque además de trece rosas, de trece nombres, de trece vidas, fueron docenas de noches de terror, de rabia e impotencia, de llantos, de soledad acompañada, de compañías lejanas que también lloraban idéntico dolor más allá de los barrotes, de esperanzas renacidas y de esperanzas machacadas, una y otra vez, de sonrisas en la boca -que no en los ojos- dedicadas a aquellas otras rosas a las que la tristeza también marchitaba.

Docenas de noches y un alba, una sola, con la madrugada adelantada. Una amanecida de pasos, de despedidas, de portazos, de camiones, de filas, de última respiración, de quién sabe qué postrer pensamiento, de detonaciones, de un “Viva la…” mutilado atravesando al aire al mismo tiempo que una bala traspasaba el pecho que lo gritaba. Una aurora de corolas desangrándose en la tapia de un cementerio hacia charcos de valentía y dignidad. Nueve gotas eran menores de edad. Todas eran inocentes.

El perdón son flores que sólo pueden brotar sobre la lápida de la justicia. Sin ésta, la clemencia es escupir encima de los muertos. No nos lo pidáis porque no perdonaremos, no mientras nos exijáis los pétalos pero nos entreguéis las espinas.

La espina de la omisión en los libros de texto.

La espina de la burla en los nombres de las calles y en los muros de las iglesias.

La espina de los mausoleos para los criminales y las cunetas para las víctimas.

La espina de no haber devuelto lo robado, de no haber reconocido y honrado al perseguido y asesinado, de no haber juzgado y condenado a los ladrones y asesinos. La espina de haberles entregado sueldos y cargos vitalicios, la de guardar su guerrera de fascistas en el armario de la amnesia y la de vestirlos con el traje de políticos sacado del ropero de la democracia.

La espina, miserable y repugnante como pocas, de escuchar decir a Joaquín Leguina, socialista al igual que las trece muertas, que “hay viejos que creen rejuvenecer casándose con jovencitas y otros yendo a manifestaciones republicanas”.

No, no pensamos pronunciar trece indulgencias porque nos negamos a tener que sostener la mirada de decepción de veintiséis mil cuencas vacías, y a que nos acusen de vendidos y cobardes trece mil voces desde trece mil gargantas descarnadas, o trece veces trece mil, o trece por trece veces trece mil... Quién sabe cuántas: las suyas, las de sus hijos y las de sus nietos, las de sus hermanos. Ni tan siquiera podemos contar a nuestros muertos, son tantos los que están perdidos todavía, pero a cambio llevamos décadas contemplando los rostros sonrientes de los que los asesinaron.

Y escuchando su voz desde los estrados.

Y viéndolos pasar escoltados en coches oficiales.

Y aguantando sus funerales de estado con honores.

Y oyendo discursos hagiográficos sobre su figura.

Y leyendo sobre sus servicios a la patria en los libros de historia.

Y soportando que sus hijos hereden ideas, poder y disfraz.

Julia, Carmen, Pilar, Blanca, Adelina, Elena, Virtudes, Ana, Joaquina, Dionisia, Victoria, Luisa y Martina, es verdad que juntas no sumáis todo el sufrimiento padecido, ni toda la iniquidad derrochada, ni toda la brutalidad demostrada, ni todo el horror experimentado, ni todas las lágrimas derramadas, ni todos los fusilados… Pero porque de las últimas palabras de la mayoría de ellos sólo nos queda el eco de un desconocimiento desgarrador, sí que se resume en dos frases vuestras el deseo, el último consuelo, la única compensación para cada rosa arrancada en tantos años de vergüenza, crimen y miseria -sobre todo moral, la peor-, frases que en nosotros son promesa al igual que en otros significan vuestra segunda, vuestra decimotercera, vuestra septuagésimoquinta ejecución.

“Que mi nombre no se borre en la historia” (Julia Conesa)

“No nos olvidéis nunca” (Adelina García)

No lo permitiremos, Julia. No lo haremos, Adelina.

Os lo juramos, Trece Rosas.

(Pasadas por las armas el 5 de agosto de 1939 junto a un muro del cementerio de la Almudena, en Madrid).

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