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“Aprendamos a sentir que nos necesitamos”

Asistir, no inhibirse

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Creo que han aumentado los ciudadanos trepas, movidos únicamente por el dinero. Lo más palpable proviene de algunos liderazgos políticos, que en vez de practicar el servicio social, se sirven de las instituciones y de la ciudadanía, haciendo negocio para sí y los suyos. Sin duda, cada día prolifera más esa doble vida, esa gente sin escrúpulos dispuesta al engaño permanente. Qué pocos servidores auténticos nos encontramos. Cuánta hipocresía en la entrega. Son muy escasos los que se olvidan de sí mismo y se donan en cuerpo y alma por el análogo. Prolifera siempre un interés mundano que contradice lo que se hace con lo que se dice. Multitud de individuos buscan refugio y no lo encuentran, alimentos y agua potable y no localizan ninguno de los bienes que les pertenecen, atención médica y hallan puertas cerradas a cal y canto. Ya está bien de inhibirse con la no acción. Toda la humanidad, en su conjunto, tiene la responsabilidad de detener contiendas inútiles, de ponerse a servir buenas tazas de cariño y un montón de platos condimentados con amor, antes que el desamparo nos globalice y nos apedree nuestras propias entrañas. Ante estas situaciones bochornosas no podemos encogernos de hombros, empezando por los Parlamentos de todo el mundo que han de representar un papel clave para garantizar que se asignan los recursos financieros adecuados para poder subsistir cualquier ser humano y acabando por nuestro propio yo, que ha de estar siempre dispuesto a colaborar y a cooperar por hacer familia, con lo que esto conlleva de auxilio y donación.


El mensaje último de los sirios a la ONU: “Tenemos miedo; por favor, ayúdennos”, cuando menos debe hacernos reflexionar. La asistencia no se le puede negar a nadie y menos a los más vulnerables y necesitados. Por desgracia, el recelo y la desesperación se apoderan de las entretelas de numerosas personas. Tampoco me gusta esta economía excluyente, que margina y no asiste al necesitado. Mientras a muchas personas el afán de poder y de tener no conoce límites, otras gentes se hallan indefensas y hundidas en la más despreciable ignorancia. En ocasiones, llama la atención la debilidad de la reacción política internacional, así como la degradación moral que nos acompaña, terminando con el enfrentamiento de unos con otros. Desde luego, hay que tomar otra actitud. Aprendamos a sentir que nos necesitamos. Ese espíritu solidario verdadero es la clave de un auténtico desarrollo humanístico. Sería bueno, por tanto, revalorizar la asistencia en esas dinámicas sociales en las que nos movemos, máxime en un tiempo en el que ningún país del mundo ofrece bienestar seguro, en parte porque la salud del planeta y la robustez de las personas están muy interrelacionadas. Si las naciones más pobres son las que menos pueden garantizar la supervivencia y bienestar de los menores, las más ricas, al ser las más contaminantes, nos dejan además sin aire limpio para poder respirar.


Está muy bien lo de detener a la mayor urgencia las emisiones de CO2, endureciendo las normativas, pero lo transcendente quizás sea un cambio en nuestra forma de vivir y sentir. En todos los continentes hace falta una asistencia humanitaria, en un momento en el que el cambio climático y las actividades humanas están alterando los ecosistemas, mermando la biodiversidad y creando condiciones en las que las diversas plagas pueden globalizarnos y prosperar por doquier. Sea como fuere, Europa necesita despertar, poblarse de entusiasmo, repoblar sus campos de ilusión, hacer revisión ética de su gobernanza económica, ya no sólo para promover una Europa verde, también para suscitar una integración entre sus moradores. Las crecientes desigualdades son verdaderamente preocupantes. No podemos dejar de mejorar la vida de las personas. Reducir fondos para hospitales y escuelas, transporte, medio ambiente, universidades, es un fracaso total y una estupidez mayúscula. Adormecerse nos conduce a un futuro incierto. África, también está sedienta de espíritus conciliadores, deseosa de gentes que les tienda la mano. Sin duda, el cambio climático exacerba el desplazamiento persistente en esta porción de tierra situada entre los océanos Atlántico y el Índico. Ojalá se refuercen los lazos en materia de paz, seguridad y desarrollo. América también está poco saciada y necesita redescubrir las raíces de una identidad. Por cierto, uno de cada cinco jóvenes en América Latina y el Caribe está desempleado, según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo que califica esta cifra como alarmante. También Asia y Oceanía, necesitan reconocerse en sus culturas ancestrales y comenzar por impulsar la cultura de la concordia.


De la misma manera, los océanos del mundo requieren de nuestro apoyo, sobre todo para hacer valer otras atmósferas más adecuadas para la vida marina, pues están en peligro ciertas especies. El ambiente cada vez más ácido, dificulta la salud humana, la de los vegetales y animales. A propósito, nos alegra y, en cierto modo nos injerta esperanza, que este año, la ONU haya puesto en la cúspide de la agenda mundial la importancia de proteger nuestro hábitat, celebrando el Año Internacional de la Sanidad Vegetal, precisamente, para concienciar a nivel mundial sobre cómo la protección de la salud de las plantas puede ayudar a erradicar el hambre, reducir la pobreza, proteger el medio ambiente e impulsar el desarrollo económico. Desde luego, este logro global es clave, y merece el mayor de los aplausos, pues una acción que parece que no va a tener un impacto puede ser el comienzo de un brote de enfermedad devastador. Lo culminante es que los gobiernos y sus instituciones protejan algo tan esencial como sus propios territorios y también la agricultura. No olvidemos que las plantas son la base fundamental para la vida en el planeta y, por ende, el sostén más significativo de la nutrición humana.

Asistir, no inhibirse

“Aprendamos a sentir que nos necesitamos”
Víctor Corcoba
jueves, 20 de febrero de 2020, 09:47 h (CET)

Creo que han aumentado los ciudadanos trepas, movidos únicamente por el dinero. Lo más palpable proviene de algunos liderazgos políticos, que en vez de practicar el servicio social, se sirven de las instituciones y de la ciudadanía, haciendo negocio para sí y los suyos. Sin duda, cada día prolifera más esa doble vida, esa gente sin escrúpulos dispuesta al engaño permanente. Qué pocos servidores auténticos nos encontramos. Cuánta hipocresía en la entrega. Son muy escasos los que se olvidan de sí mismo y se donan en cuerpo y alma por el análogo. Prolifera siempre un interés mundano que contradice lo que se hace con lo que se dice. Multitud de individuos buscan refugio y no lo encuentran, alimentos y agua potable y no localizan ninguno de los bienes que les pertenecen, atención médica y hallan puertas cerradas a cal y canto. Ya está bien de inhibirse con la no acción. Toda la humanidad, en su conjunto, tiene la responsabilidad de detener contiendas inútiles, de ponerse a servir buenas tazas de cariño y un montón de platos condimentados con amor, antes que el desamparo nos globalice y nos apedree nuestras propias entrañas. Ante estas situaciones bochornosas no podemos encogernos de hombros, empezando por los Parlamentos de todo el mundo que han de representar un papel clave para garantizar que se asignan los recursos financieros adecuados para poder subsistir cualquier ser humano y acabando por nuestro propio yo, que ha de estar siempre dispuesto a colaborar y a cooperar por hacer familia, con lo que esto conlleva de auxilio y donación.


El mensaje último de los sirios a la ONU: “Tenemos miedo; por favor, ayúdennos”, cuando menos debe hacernos reflexionar. La asistencia no se le puede negar a nadie y menos a los más vulnerables y necesitados. Por desgracia, el recelo y la desesperación se apoderan de las entretelas de numerosas personas. Tampoco me gusta esta economía excluyente, que margina y no asiste al necesitado. Mientras a muchas personas el afán de poder y de tener no conoce límites, otras gentes se hallan indefensas y hundidas en la más despreciable ignorancia. En ocasiones, llama la atención la debilidad de la reacción política internacional, así como la degradación moral que nos acompaña, terminando con el enfrentamiento de unos con otros. Desde luego, hay que tomar otra actitud. Aprendamos a sentir que nos necesitamos. Ese espíritu solidario verdadero es la clave de un auténtico desarrollo humanístico. Sería bueno, por tanto, revalorizar la asistencia en esas dinámicas sociales en las que nos movemos, máxime en un tiempo en el que ningún país del mundo ofrece bienestar seguro, en parte porque la salud del planeta y la robustez de las personas están muy interrelacionadas. Si las naciones más pobres son las que menos pueden garantizar la supervivencia y bienestar de los menores, las más ricas, al ser las más contaminantes, nos dejan además sin aire limpio para poder respirar.


Está muy bien lo de detener a la mayor urgencia las emisiones de CO2, endureciendo las normativas, pero lo transcendente quizás sea un cambio en nuestra forma de vivir y sentir. En todos los continentes hace falta una asistencia humanitaria, en un momento en el que el cambio climático y las actividades humanas están alterando los ecosistemas, mermando la biodiversidad y creando condiciones en las que las diversas plagas pueden globalizarnos y prosperar por doquier. Sea como fuere, Europa necesita despertar, poblarse de entusiasmo, repoblar sus campos de ilusión, hacer revisión ética de su gobernanza económica, ya no sólo para promover una Europa verde, también para suscitar una integración entre sus moradores. Las crecientes desigualdades son verdaderamente preocupantes. No podemos dejar de mejorar la vida de las personas. Reducir fondos para hospitales y escuelas, transporte, medio ambiente, universidades, es un fracaso total y una estupidez mayúscula. Adormecerse nos conduce a un futuro incierto. África, también está sedienta de espíritus conciliadores, deseosa de gentes que les tienda la mano. Sin duda, el cambio climático exacerba el desplazamiento persistente en esta porción de tierra situada entre los océanos Atlántico y el Índico. Ojalá se refuercen los lazos en materia de paz, seguridad y desarrollo. América también está poco saciada y necesita redescubrir las raíces de una identidad. Por cierto, uno de cada cinco jóvenes en América Latina y el Caribe está desempleado, según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo que califica esta cifra como alarmante. También Asia y Oceanía, necesitan reconocerse en sus culturas ancestrales y comenzar por impulsar la cultura de la concordia.


De la misma manera, los océanos del mundo requieren de nuestro apoyo, sobre todo para hacer valer otras atmósferas más adecuadas para la vida marina, pues están en peligro ciertas especies. El ambiente cada vez más ácido, dificulta la salud humana, la de los vegetales y animales. A propósito, nos alegra y, en cierto modo nos injerta esperanza, que este año, la ONU haya puesto en la cúspide de la agenda mundial la importancia de proteger nuestro hábitat, celebrando el Año Internacional de la Sanidad Vegetal, precisamente, para concienciar a nivel mundial sobre cómo la protección de la salud de las plantas puede ayudar a erradicar el hambre, reducir la pobreza, proteger el medio ambiente e impulsar el desarrollo económico. Desde luego, este logro global es clave, y merece el mayor de los aplausos, pues una acción que parece que no va a tener un impacto puede ser el comienzo de un brote de enfermedad devastador. Lo culminante es que los gobiernos y sus instituciones protejan algo tan esencial como sus propios territorios y también la agricultura. No olvidemos que las plantas son la base fundamental para la vida en el planeta y, por ende, el sostén más significativo de la nutrición humana.

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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