La sentencia de muerte al tirano Sadam Hussein ha sido la gran noticia internacional del fin de semana. Para añadirle más dosis de morbo a la noticia, el tipo de ejecución –la horca– presenta el hecho más escabroso y sensacionalista, si cabe.
El tirano iraquí ha sido condenado a la pena capital por hechos anteriores a su última etapa al frente del Gobierno iraquí, concretamente, por la matanza de 148 chiíes en la aldea de Duyail en 1982, acusados de haber participado en un atentado fallido contra Sadam. Durante la cruenta guerra de 8 años que mantuvo con Irán en la década de los 80, las tropelías y asesinatos del personaje fueron numerosos e indistintos: a soldados o civiles, hombres, niños o mujeres. Ahora bien, que nadie olvide que su régimen fue apoyado, directa o indirectamente, por potencias occidentales, incluido EEUU, en plena guerra fría entonces contra el régimen comunista de URSS y China, que apoyaba a los iraníes. Ironías de la vida.
De poco le ha servido al tirano abrazar la fé del Corán en los últimos años, tras constituirse inicialmente como una dictadura laica entre países islámicos. La metedura de pata de pretender convertir a Kuwait en su 19ª provincia provocó el enfrentamiento directo con sus hasta entonces aliados occidentales y con una buena parte de países árabes, hasta hoy.
La pena de muerte en sí misma es la derrota de la razón, el fracaso del humanismo, del hombre como ser racional. Si a ello se le añade que este tipo de penas se impongan sin garantías jurídicas ni procesales mínimas, pues el panorama no puede ser más desolador. El ojo por ojo, diente por diente... la ley de la selva.
Era dantesco, aun siendo en cierto modo comprensible, ver las celebraciones de los machacados chiíes y kurdos tras oír el veredicto por televisión. Los radicales suníes en cambio prometían venganza: lo más primitivo del ser humano en pleno Siglo XXI.
Y uno no puede sino recordar las irregularidades del juicio de Nuremberg tras la II Guerra Mundial, por mucho que se juzgara y ejecutara a autores de crímenes contra la Humanidad. Las leyes ad hoc, creadas específicamente para juzgar los crímenes nazis, inexistentes en el momento de producirse los hechos, suponen una ignominia que vulnera el principio general y fundamental de irretroactividad de las leyes.
Bien, pues la sentencia dictada por el Tribunal Supremo iraquí se asemeja en alguna medida a lo que pasó hace 60 años en la ciudad alemana; hasta la institución americana “Human rights watch” está estudiando detenidamente las condiciones del proceso.
En todo caso, de lo que no cabe ninguna duda es que la pena de muerte debe ser erradicada ipso facto de cualquier Código Penal de todo país que se tilde de civilizado.
La vida de las personas es un valor supremo y debe preservarse hasta en el caso de los peores canallas. Es lo que distingue la civilización de la barbarie.