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Tierra de olivares

Francisco Arias Solís
Redacción
martes, 7 de noviembre de 2006, 23:12 h (CET)
“Venga Dios a los hogares
y a las almas de este tierra
de olivares y olivares.”


Antonio Machado.

El olivo es un antiquísimo acompañante del hombre andaluz omnipresente en su cultura y formas de vida, sujeto a prescripciones mágicas y lleno de referencias simbólicas (sus ramas son el símbolo de la paz, de la abundancia y de la sabiduría). Los fenicios fueron los introductores del olivo en Andalucía y en el siglo I el poeta Marcial ya podía calificar a la Bética como una región olivarera (“Betis olivifera”).

Desde el punto de vista botánico el Olea europeae L., está ampliamente difundido en Andalucía en sus dos variedades, la variedad sativa, que es el olivo cultivado y la variedad oleaster, que se presenta silvestre en los montes andaluces, y es conocido con el nombre de “acebuche”. Con el lentisco el acebuche forma el llamado “Oleolentiscetum”, asociación clásica de las tierras rojas andaluzas, hoy dedicadas en gran parte al cultivo del olivo.

El olivar se ha situado preferentemente sobre suelos ocupados por encinas. De hecho, el cultivo tradicional del olivar se asemejaba en gran medida a la dehesa y tenía muchas de las virtudes ecológicas de ese sistema, es decir, funcionaba a modo de un monte aclarado, un ecosistema modificado pero estable. Así, los antiguos olivares adehesados podían acoger una fauna tan variada y valiosa como la del propio monte, incluyendo mamíferos carnívoros como la jineta o el lince. Pero esta perspectiva del olivar es cada vez menos frecuente. En los cultivos tecnificados muchas de las funciones ecológicas del olivar tradicional se han perdido, en aras de una elevación de los rendimientos aparentes.

El fruto del olivo ha sido un elemento tradicional de la dieta alimenticia de la población andaluza y la madera del olivo ha tenido un gran aprovechamiento como leña o carbón vegetal. Pero, sobre todo, el olivar ha sido, desde un principio, un cultivo comercial, volcado hacia el exterior. Ese papel jugó la Bética respecto al Imperio de Roma, la Andalucía de los siglos XVI y XVII con relación a América, o más tarde respecto a la Europa industrial del norte (a la que se exporta principalmente aceite para uso industrial).

El olivo es la especie cultivada a la que mayor superficie se le dedica en Andalucía con algo más de 1.200.000 hectáreas.

Durante los años 60, emerge en Andalucía la crisis del olivar y del aceite de oliva. Sus términos son bien conocidos: aumento de los costes de producción; sustitución de las grasas de semilla; envejecimiento de las plantaciones del siglo XIX y comienzos del XX; competencia de otras zonas olivareras mediterráneas en el mercado europeo...

Se desvela, así, una doble marginalidad, económica y ecológica. La primera de ellas tiene su origen en la baja productividad de las masas cultivadas. Se considera que el olivar con rendimiento inferiores a 1.000 kg/Ha. es absolutamente inviable. La marginalidad ecológica, muy ligada a la anterior, se deriva dela implantación de la especie en muchos terrenos claramente inadecuados.

Andalucía es la región de la Unión Europea con mayor producción de aceitunas y el aceite de oliva aporta, como media en los últimos diez años, el 16 por ciento de la producción final agraria andaluza. Pero no se debe olvidar la necesidad de profundos cambios estructurales en el sentido de racionalizar el espacio productivo según criterios tanto ambientales como agronómicos y de mejorar esencialmente los rendimientos y la calidad de los productos finales.

La riqueza olivarera andaluza es, pues, una realidad llena de contradicciones. Y es que, como dice una copla de esta viaja tierra del Sur: “Cogedor de aceitunas / y de pesares. / Oh cáliz de amargura / entre olivares”.

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