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Ciegos para lo sublime

Josefa Romo Garlito (Valladolid)
Redacción
jueves, 2 de noviembre de 2006, 06:43 h (CET)
¿Nos extraña el argumento de los que dicen que no creen porque no han visto nunca a Dios? Yo no veo el aire que me rodea, pero percibo sus efectos; tampoco percibo la luz del mediodía cuando cierro mis ojos. ¿Por qué unos refuerzan su fe y otros la pierden? Sencillamente, porque unos notan en su corazón la presencia divina y otros no quieren saber de Dios o lo buscan fuera, como si no estuviera dentro, que diría San Agustín sobrado de experiencia. Ver a Dios es la bienaventuranza reservada para los limpios de corazón (“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”). Ser limpios de corazón es no tenerle adherido al barro del egoísmo o del dinero, de la codicia o la doblez; es estar adornados de la sencillez del niño, revestidos de la castidad del alma pura.

Dios no es materia, y sólo lo captan los que saben elevarse sobre ella. Cuando el barro deje de tapar nuestros ojos, le veremos cara a cara, más claro que nuestro rostro frente a un espejo. Ni en esta vida ni en la otra puede nadie contemplar a Dios en figura, que es espíritu puro; mas la percepción de su divina esencia amorosa y sublime, arroba el alma de los bienaventurados. Los místicos que la contemplan, morirían de asombro y de amor si Dios no lo impidiera. “ Amor, ¡qué corta es la eternidad para amarte!” prorrumpió André Frosard, periodista y escritor, al abrirse sus ojos al misterio tras larga noche de indiferencia y ateismo. Algunos le perciben, aunque velado, que Dios se manifiesta en el desierto de la oración sosegada (“ Dios habla en silencio cuando, silenciada, el alma le escucha en la soledad”). Los limpios de corazón pueden cantar con Trinidad Sánchez Moreno, andaluza de alma mística: “¡ Oh portones de los Cielos!/ con sus cortinas triunfales / que ocultan , tras su misterio,/ el “ Sanctorum” que es velado / por ráfagas candentes de sus fuegos,/ y al Inmenso que se oculta / con su gloria tras el velo.../ Oh, portones suntuosos!, / cuando corráis las cortinas y yo entre tras mi vuelo...! ”. ¿ Qué es lo que nos impide notar la presencia divina y a muchos perder la fe? ¿ No es, acaso, la lujuria, la soberbia, el rencor, el ruido interno o la codicia? Quien tiene unos ojos limpios como de infantes, con espacio interior para la oración, llega a percibir al Eterno, como habrían percibido las llamadas de socorro del Titanic, aquellos marineros del barco vecino si no hubieran apagado las luces y desconectado los radares.

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