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El valor de la vida

Francisco Arias Solís
Redacción
martes, 31 de octubre de 2006, 06:25 h (CET)
“Todo necio
confunde valor y precio.”


Antonio Machado

Aunque la muerte, por ser inevitable para todos y la terminación de la vida, parecería un elemento constante e invariable, sucede todo lo contrario: es difícil hallar una realidad respecto a la cual varíen más hondamente las interpretaciones y que condicione con mayor medida las perspectiva en que se presentan las demás. Son varias las razones de que la muerte sea previvida de diferentes maneras. Una de ellas su frecuencia, es decir, aquella con que aparece en torno nuestro. En ciertas formas de vida, siempre es inminente, se cuenta con la muerte como algo que puede sobrevenir en cualquier instante, que nos puede alcanzar cuando menos lo pensemos, a nosotros o a las personas que nos importan; en otras situaciones, a la inversa, la muerte parece más lejana; podríamos decir que es segura, pero en cada caso y en cada momento improbable, cierta e inevitable, pero en concreto inverosímil. La determinación del grado de probabilidad con que es la muerte en cada sociedad es un requisito imprescindible para entender esa forma de vida y toda una serie de comportamientos humanos.

La elevada mortalidad infantil, la desaparición de millares de personas por hambre, epidemias, guerras, inundaciones y cualquier género de desastres; la facilidad del fallecimiento “inexplicado”, por vagas enfermedades que no se localizan, son factores que llevan a una fácil aceptación colectiva de la muerte como algo que pertenece a la condición misma de la vida en su detalle, por tanto, dentro de su trama cotidiana, no como un telón de fondo que la limita en el futuro.

En otras formas de vida, en cambio, la muerte está más o menos “localizada”; se la contiene dentro de ciertas fronteras; las grandes calamidades parecen descartadas; se cuenta con que no habrá nunca hambre, ni peste, ni terremoto, ni –en algunas fases de la historia-guerra. La muerte se racionaliza, se reduce a medida; las compañías de seguro la prevén y calculan estadísticamente; y hasta para cada individuo aforan su probabilidad: una estipulación de su edad y un reconocimiento médico fijan el importe de la póliza que hay que pagar, es decir, la verosimilitud de la muerte. Cada defunción se explica, se sabe –o se pretende saber, al menos- por qué ha muerto cada hombre; del vago “dolor del costado” que acababa con tantas vidas hace medio milenio. Cada vida es defendida increíblemente más, se lucha con la muerte como si en principio fuese posible vencerla; donde antes se dejaba operar la guadaña, ahora se intentan remedios extraordinarios: operaciones, transfusiones, trasplante de órganos; los médicos vuelan en aviones hasta remotos pacientes; estos acuden de continente a continente en busca de hospitales famosos; los “pulmones de acero” van y vienen aceleradamente, compitiendo en velocidad con la muerte. Y a consecuencia de ello parece siempre, cada ve más, accidental y violenta, en vez de ser inevitable y natural. Todavía no podemos medir la transformación que esto va a producir en la sensibilidad vital, en el modo de sentirse instalado en la vida. Los hombres que vivimos hoy, al menos los que ya somos adultos, no nos sentimos demasiado afectados, porque estamos sometidos a las vigencias anteriores; dentro de pocos decenios, si otros factores no alteran esta situación, se verá la enorme transformación operada. Y hago esta restricción porque la amenaza de guerra y, sobre todo, de las armas atómicas está introduciendo en las mentes la noción de la probabilidad de muerte con una fuerza desconocida en Occidente desde hace siglos.

Un tema muy próximo, pero que habría que tomar independientemente y no en estricto paralelismo, es el valor que tiene la vida humana en cada sociedad, por tanto, la resistencia que ella provoca la acción violenta, sobre todo cuando tiene carácter individual, como el crimen; más aún cuando no es algo azaroso y accidental, sino simplemente deliberado y voluntario, como la pena de muerte. En grandes periodos de la historia accidental –para no buscar ejemplos lejanos- esta no ha tenido importancia; se ha aplicado con cierta liberalidad, pero, sobre todo, con perfecta naturalidad, como algo que está dentro del orden y acerca de lo cual no hay que hacer demasiadas alharacas.

¿Cuál es en cada sociedad la estimación de la vida? ¿Con cuánta imaginación o con qué mecánico automatismo se piensa en la muerte? Eso es probablemente lo decisivo, no una mera cuestión de la “crueldad” o “ternura”. Y como dijo el poeta: “¿Por qué todo el mundo se muere? / Es una pregunta tan tonta / que no hay sabio que se la plantee. / Ni hay Dios que la responda”.

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