Muy mal andan las cosas en España cuando las encuestas afirman que el problema número uno de los ciudadanos es la inmigración, en detrimento del terrorismo, la vivienda y la carestía de la vida.
Muy mal han de estar, cuando en medio de una incierta negociación para el fin de la banda terrorista ETA, y con el lastre nunca bien calculado del terrorismo islamista, los españoles opinan que los inmigrantes, así de general, son su mayor problema.
Tan mal que el Parlamento de las Islas Canarias, esas hermosas ínsulas donde probablemente la mitad de la población tenga algún familiar del otro lado del charco, se ha negado a promover un pacto contra el racismo. Según el Partido Popular y la gobernante Coalición Canaria, la causa es que los socialistas (quienes promueven el pacto) "lo que pretenden es levantar una cortina de humo sobre su mala gestión en materia de inmigración". Es decir, a ver si nos entendemos: para PP y CC es más importante desbaratar la cortina del humo del gobierno socialista que cerrar filas contra el racismo y la xenofobia. La política unas veces abre caminos; otras, lo jode todo.
Definitivamente, la imagen de los negros africanos desembarcando ha descolocado a mucha gente. La crisis de los cayucos ha desatado una auténtica conmoción en la opinión pública nacional, a pesar de que por esa vía sólo entra a España el 20% de la inmigración ilegal. La riada de negros produce vértigo en algunos. No nos confundamos. No somos racistas ni xenófobos —repetimos sin cesar—, pero cuidado, los negros bien lejos.
En pleno siglo XXI hay que soportar que una señora canaria de avanzada edad —de esas que por razones de peso mayor debe recordar el éxodo masivo de su pueblo hacia las Américas— diga en una conocida radio que "ya hay demasiados extranjeros". No justifica su opinión sobre la base de problemas objetivos, que existen, sino en que hay muchos en la calle, en los autobuses.
Que baje Dios y vea si esto no es xenofobia. Para algunos, eso de que 'ante los ojos del supremo todos somos iguales', no parece tener mucha validez.
España tiene un problema de Estado, que es el enfrentamiento a la inmigración ilegal. En eso estamos de acuerdo. Ningún país puede permitirse un movimiento incontrolado como éste por razones obvias, se produzca lo mismo por mar que por tierra; pero juegan con fuego los políticos cuando crean alarmas exageradas en la ciudadanía y, sobre todo, cuando se niegan a lanzar un mensaje de contundencia contra la discriminación por razones de origen o color de la piel, amparándose en que "ese problema no existe".
La reciente encuesta del CIS los ha dejado desnudos. Tenemos un problema y no es precisamente la inmigración, sino la imagen que dicho fenómeno genera en los ciudadanos. Si mañana este, o el próximo gobierno, logra controlar terminamente la inmigración ilegal y no entra un solo individuo a España sin su contrato bajo el brazo, ¿va a cambiar la opinión de los españoles en futuras encuestas del CIS? Probablemente no. Pero esa será la prueba del algodón para xenófobos y racistas del peor camuflaje. Una cosa es promover el orden y la estabilidad y otra escudarse en ellos para evitar "contaminaciones".
La apertura de nuestras mentes a otras culturas, costumbres y colores será la definitiva prueba de que España ha entrado en el primer mundo. Por otra parte, las administraciones deben garantizar que las infraestructuras crezcan al mismo ritmo que la población, sea esta nativa o extranjera.
La culpa del colapso de algunos servicios públicos, como la sanidad y la educación (sin dudas, temas de peso en el resultado de la encuesta del CIS), no es precisamente de los que llegan. En cualquier caso son las comunidades autónomas (tienen las competencias) y el gobierno central quienes están obligados a invertir en correspondencia con el crecimiento de la población, que, dicho sea de paso, si progresara a ritmo normal entre los nativos, se enfrentaría a idénticas limitaciones. El reproche lo merecen las administraciones por imprevisibilidad, porque los inmigrantes legales —la gran mayoría— también pagan impuestos y colaboran en el sostenimiento de esos sectores.
No puede decirse que no haya problemas. Todo proceso de integración los tiene. Pero que el juego sea limpio y generoso, al menos en nombre de esos cuatro millones de españoles que se marcharon de casa en busca de una vida más llevadera, la mitad de ellos sin contrato de trabajo.
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Michel Damián Suárez es profesor y periodista.
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