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El vicio y la poesía impregnaron la esencia de una familia que ya ha escrito su punto y final

El último Panero

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La saga ha terminado. Leopoldo María ha agotado sus días de loco oficial y poeta maldito. Con él se ha cerrado un capítulo de la reciente historia de España, de sus letras y sus demonios. Porque los Panero han sido la mejor metáfora de un país desquiciado, sumido en la profunda esquizofrenia de su paradoja histórica.

La familia Panero pasó a formar parte del imaginario colectivo español de la mano del cineasta Jaime Chávarri y su película "El desencanto" (1976), un documental deliciosamente descarnado, ferozmente bello. En él, los tres hermanos disparan palabras cargadas de rencor hacia el padre ausente. Leopoldo Panero había muerto varios años antes. Fue un poeta de éxito, adepto al régimen franquista, pero también un bebedor empedernido, un padre autoritario y un esposo infiel. De ahí el fusilamiento verbal al que su espectro es sometido en dicha película. Su viuda, Felicidad Blanc, asiste, con elegancia inquietante, al atroz espectáculo. Fue una esposa sumisa. No le perdonaron sus hijos que nunca se hubiese plantado ante el padre. Y así se lo escupen a la cara en una conversación de esas que hielan el alma.

Juan Luis, el hermano mayor, se esforzó en parecer la caricatura de ese poeta sublime que nunca fue. Tenía talento, sin duda, pero su poesía siempre quedó lejos del estatus de genialidad extravagante que pretendía representar. Ya demostró en la película de Chávarri su obsesión por la impostura, cultivando con patetismo esa imagen de dandi decadente que tanto le entusiasmaba. Michi, el pequeño, jamás trascendió más allá de la bohemia pop y roquera de la Movida. Se quitó de en medio el primero, acodado en una barra de excesos y hartazgo. Era un tipo inteligente y simpático, pero eligió vivir demasiado cerca del cristal húmedo y poco pendiente de la letra impresa.

A la postre fue Leopoldo María el único que cumplió a rajatabla el mandato freudiano de matar al padre. Porque cualquiera que oiga el apellido Panero, desde hace ya varias décadas, piensa antes en él que en su progenitor. Era el más brillante de los tres hermanos. A su especial inteligencia unía una vastísima cultura. Recitaba de memoria poemas en otras lenguas, insertándolos, siempre con precisión, en unos discursos aparentemente caóticos. Su actitud y su aspecto eran los de un loco de libro. Da buena cuenta de ello el ya mítico programa televisivo que le dedicó Dragó a finales de los noventa. Desplegó en él todo su repertorio: el tabaquismo compulsivo, la gestualidad enfermiza, la más impúdica franqueza... Ya sólo era un estertor, un puro rescoldo. Pero, entre las frases inconexas, la dicción pastosa y el rictus de enajenado, de vez en cuando, como si un milagro aconteciese, se encendía la llama de la lucidez. Brotaba, como una flor del mal, la genialidad. Bendito destello al otro lado de la cordura.

El último Panero

El vicio y la poesía impregnaron la esencia de una familia que ya ha escrito su punto y final
Carlos Salas González
martes, 25 de marzo de 2014, 07:42 h (CET)
La saga ha terminado. Leopoldo María ha agotado sus días de loco oficial y poeta maldito. Con él se ha cerrado un capítulo de la reciente historia de España, de sus letras y sus demonios. Porque los Panero han sido la mejor metáfora de un país desquiciado, sumido en la profunda esquizofrenia de su paradoja histórica.

La familia Panero pasó a formar parte del imaginario colectivo español de la mano del cineasta Jaime Chávarri y su película "El desencanto" (1976), un documental deliciosamente descarnado, ferozmente bello. En él, los tres hermanos disparan palabras cargadas de rencor hacia el padre ausente. Leopoldo Panero había muerto varios años antes. Fue un poeta de éxito, adepto al régimen franquista, pero también un bebedor empedernido, un padre autoritario y un esposo infiel. De ahí el fusilamiento verbal al que su espectro es sometido en dicha película. Su viuda, Felicidad Blanc, asiste, con elegancia inquietante, al atroz espectáculo. Fue una esposa sumisa. No le perdonaron sus hijos que nunca se hubiese plantado ante el padre. Y así se lo escupen a la cara en una conversación de esas que hielan el alma.

Juan Luis, el hermano mayor, se esforzó en parecer la caricatura de ese poeta sublime que nunca fue. Tenía talento, sin duda, pero su poesía siempre quedó lejos del estatus de genialidad extravagante que pretendía representar. Ya demostró en la película de Chávarri su obsesión por la impostura, cultivando con patetismo esa imagen de dandi decadente que tanto le entusiasmaba. Michi, el pequeño, jamás trascendió más allá de la bohemia pop y roquera de la Movida. Se quitó de en medio el primero, acodado en una barra de excesos y hartazgo. Era un tipo inteligente y simpático, pero eligió vivir demasiado cerca del cristal húmedo y poco pendiente de la letra impresa.

A la postre fue Leopoldo María el único que cumplió a rajatabla el mandato freudiano de matar al padre. Porque cualquiera que oiga el apellido Panero, desde hace ya varias décadas, piensa antes en él que en su progenitor. Era el más brillante de los tres hermanos. A su especial inteligencia unía una vastísima cultura. Recitaba de memoria poemas en otras lenguas, insertándolos, siempre con precisión, en unos discursos aparentemente caóticos. Su actitud y su aspecto eran los de un loco de libro. Da buena cuenta de ello el ya mítico programa televisivo que le dedicó Dragó a finales de los noventa. Desplegó en él todo su repertorio: el tabaquismo compulsivo, la gestualidad enfermiza, la más impúdica franqueza... Ya sólo era un estertor, un puro rescoldo. Pero, entre las frases inconexas, la dicción pastosa y el rictus de enajenado, de vez en cuando, como si un milagro aconteciese, se encendía la llama de la lucidez. Brotaba, como una flor del mal, la genialidad. Bendito destello al otro lado de la cordura.

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