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A los 17 meses

Yo tuve Poliomielitis

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Mi madre me despertó, la siesta había acabado, tenía 17 meses y parecía que iba a andar mis primeros pasos, al cogerme en brazos notó que me caía, las extremidades inferiores parecían ir cada una por su lado, sin vida. Asustada me recostó en la cuna, me puso el termómetro y tenía 39 grados de temperatura. El médico del pueblo, el único que había para niños, jóvenes y mayores, atendía en casa. Llegó rápidamente, su diagnóstico fue preciso: “tiene poliomielitis”.

En casa vivíamos pobremente, no recuerdo haberme saciado nunca a la hora de la comida ni comer algunas de las cosas que me podían apetecer como a cualquier otro niño. Mi padre trabajaba como guardador de un bosque y mi madre era costurera trabajando a destajo para una empresa que cosía uniformes de trabajo.

La alegría que en su momento había supuesto la llegada de una niña sana, que dormía, sonreía y tenía buen apetito quedó rota en treinta segundos.

Mi madre tuvo un buen embarazo y un parto doloroso, tardé 24 horas en llegar, nací el 7 de enero cuando me esperaban el día seis, el de los Tres Magos. Los astrólogos aseguran que nacer en un día de luna llena no es bueno, quizá esta es la razón principal por la que, según ellos, yo estaba predestinada a tener esta enfermedad infecciosa que contagió millones de niños en todo el mundo y miles de ellos murieron a causa de este virus.

Con la que le había caído a la familia, superado el primer desasosiego, la impotencia y la incredulidad empezaron a moverse para que fuese atendida, éramos humildes pero mis padres estaban decididos a sacarme adelante y luchar para conseguir una recuperación total.

Luchar para evitar la silla de ruedas
Tuve suerte de encontrar un médico que conocía las enfermedades de la infancia y también la tuve al poder ser atendida en una clínica en la que aceptaban y atendían a gente sin recursos. En la primera visita el médico pintó todo de color negro, un túnel donde la salida era inexistente, lo primero que escucharon mis padres fue: “De momento no se puede hacer nada por ella, tiene la pierna izquierda afectada y hasta los tres años no se le podrá practicar la primera intervención, ésta no será la única, la recuperación de esta enfermedad es larga y nunca sabemos cómo reaccionará, haré lo posible para que no se quede de por vida en una silla de ruedas. Ustedes deberán hacer todo lo que yo les diga y tendrán que mentalizar a su hija que si se quiere curar tiene que tener paciencia y ser responsable”.

Palo, palo terrible, y hasta que no cumplí los tres años viví como una niña que se recupera de la vida entre la cuna y el cochecito para salir a la calle, una niña con grandes ojos que miraban a todo y a todos y que siempre sonreía, a mi madre le decían: “Que niña tan guapa pero que pena”. ¡Una extraterrestre!. Una vida normal
La familia recuperó su vida y se serenó con la idea y la principal preocupación de darme todo lo necesario para no recrearme en una vida tan sólo de enferma. Tanto Pepís, mi madre, como Ángel, mi padre, decidieron que yo haría todo lo que dijera el médico pero además seria una niña como las demás, a pesar de todo.

Desde que tengo uso de razón me acompañan dos olores y dos colores, el olor de la anestesia y el de las patatas hervidas, el color blanco de las batas médicas y el yeso y el color de la madera por los aparatos que usan en las intervenciones y luego en los aparatos utilizados para la recuperación.

A los tres años, cuando me operan por vez primera, no ando, ni me aguanto en pie, me llevan mis padres en brazos. Mi familia vive entre la angustia y la resignación. El médico es muy serio, tosco, habla con mis padres, nunca conmigo y nunca me da ningún tipo de aliento. Sus palabras suenan a órdenes, es preciso que siga sus consejos que a mí me parecían órdenes, aunque Pepis me explica que era lo que tenía que hacer para curarme. Curar, palabra mágica, mucho antes de aprender a juntar las letras, a oír el trinar de los pájaros, a salir a la calle a jugar con los otros niños. Mi infancia fue distinta a la de las demás niñas del pueblo.

Llorar no sirve de nada
Siempre sonreía, incluso cuando estaba en la clínica, siempre, el médico decía que tenía que ser fuerte, llorar no servía para nada y si estaba contenta me pondría mejor antes.

Las monjas eran como el médico y mi único apoyo emocional era mi familia, en la clínica mi madre no se despegaba de la cabecera de mi cama mientras contemplaba la sala con ocho camas todas ocupadas por niños y niñas con la misma enfermedad. La sala era grande y la ventana daba a un jardín donde sólo se podía apreciar, al menos que yo recuerde, la imagen de un árbol.

Cuando llegaba a casa, después de una intervención, después de pasar tres o cuatro semanas entre médicos, con mucho dolor y nada de alivio, mi pierna estaba enyesada y me tenía que quedar encamada hasta tres meses para que todo cicatrizara.

En la cama, coser, bordar, hacer punto
Para que tuviera contacto con la calle Pepis colocó mi habitación en la entrada de la casa, así me entretenía al ver pasar a los pocos viandantes, ella cosía y se quedaba conmigo, nos hacíamos compañía, con el tiempo me enseñó a coser los bajos de los pantalones que ella hacía para la empresa con la que trabajaba, por supuesto sin tener ninguna alta social y pagándole una miseria. Tenía que coser muchos pantalones para percibir una indecencia de dinero. Aprendí rápido, como también a hacer punto, a hacer media y a bordar.

Dolor natural, ausencia de alivio alguno
Sufrir el dolor era visto como algo natural, en esa infancia de médicos, intervenciones, monjas de clínica, médicos inaccesibles, anestesia que ahogaba, nunca conocí los analgésicos, ni siquiera en sus nombres genéricos. Mi madre cuando le dolía la cabeza tomaba un medicamento llamado Cerebrino Mandri, pero a mí nunca me dieron nada para menguar mis angustias dolorosas. El doctor había sido concreto: “Esto duele para que se cure, tienen que ser fuertes y no achantarse cuando vean a su hija sufrir”.

Afrontar la vida en la escasez
Pepis y Ángel desplegaron todas sus formas de afrontar la vida en la escasez y en base a saber estar, en aquellos momentos no había en el pueblo ninguna asociación que pudiera ayudarnos de ninguna de las formas en que lo necesitábamos. En aquellos momentos tener una enfermedad larga, dolorosa y cara sólo podía soportarse con algo de alivio y medios necesarios en casa de pudientes y potentados. Ante la dura realidad y las necesidades mis padres movieron ficha. Tuve libros para leer, tuve quién pagó mis zapatos ortopédicos. Tuve quién les ayudaba para llevarme hasta Barcelona a las innumerables visitas médicas. El traslado del pueblo a la clínica de Barcelona había que hacerlo en coche privado, yo cada día aumentaba de peso, cumplía años y no andaba ni me tenía en pie, iba en brazos de mi madre o mi padre por lo que acudir a Barcelona en transporte público era muy complicado. La vecindad fue solidaria, en el pueblo mi familia era muy conocida, eran personas sencillas pero se relacionaban con todo el mundo y, ante la adversidad, muchos apostaron por nosotros.

El cariño de mi familia fue fundamental para crearme un carácter apacible y divertido. Cantaba a todas horas a pesar del yeso, de no andar, del dolor intenso y de no saber nada de lo que iba a ser de mi vida.

Cuando habían pasado los tres meses de cama llegaba el momento de quitar el yeso, vuelta al médico, terrorífico, lo hacían con una máquina eléctrica dotada de un rodete, como una sierra de ebanista, igual, exactamente igual. Pellizcaba y dolía, como la pierna había estado tanto tiempo “enlatada” entre el yeso parecía que no tenía vida, bueno, no la tenía.

Ni un fisioterapeuta
En ese momento me prescribían ejercicios diversos para reforzar el músculo perdido y muerto. El médico era muy preciso y en esta visita nos acompañaba mi padre dado que con lo que le explicaba el facultativo y algún dibujo él me hacia los aparatos para, en casa, pasarme ocho horas al día de recuperación. No había para fisioterapeutas, tan reclamados estos días, nunca supe que existían.

Hacia horario de oficina, estirada en el suelo, mi pierna en lo alto y con los dos brazos tiraba y tiraba para recuperar las fuerzas de una pierna sin ningún ánimo.

Pepis consiguió que una de las monjas del colegio del pueblo viniera a casa a darme clases con la única condición de que mi madre fuera a buscarla al colegio y después la acompañara hasta el mismo no fuera a ser que el caminar sola por las calles indujera a la buena monja a caer en el pecado. La Orden no la dejaba salir sola del convento pero conmigo hicieron una excepción.

Piernas sujetas por hierros y correas
Desde los tres hasta los diez años mis piernas, excepto cuando estaba en la clínica o en período de recuperación, estaban sujetas por unos hierros, con unas cuerdas transversales, e iba calzada con unos zapatos ortopédicos hechos a medida y que valían un dineral.

Con los hierros en las piernas y las botas ortopédicas y con esfuerzo podía acudir al colegio. A los diez años empecé a ponerme en pie y comencé a andar. Me caía mucho. Me cansaba, pero mi madre me acompañaba al colegio. Me levantaba a las seis de la mañana para llegar a las nueve. De casa al colegio tardaba dos horas y a veces llegaba tarde. Pero estudiaba. Era buena estudiante, pero muy traviesa, hablaba a la hora de estudio y me castigaban, el castigo siempre era proporcional a mis posibilidades físicas, jamás estar arrodillada y de brazos cruzados, me hacían escribir veces y veces: “no hablaré en clase”.

Desde los diez a los quince años cada vez que me intervenían aprendía a andar de nuevo, siempre, aprendí a andar muchas veces, olvidé cuantas. Me operaron diez veces.

A los doce años padecí la intervención más dura de todas las sufridas, esa fue la peor. Una pierna tenía cinco centímetros menos que la otra. Y era bueno intentar que las dos piernas caminaran con el mismo equilibrio.

A lo vivo para crecer cinco centímetros
Me enyesaron en la cama de la clínica hasta el cuello, todo el cuerpo, me dejaron un espacio en la rodilla de la pierna izquierda, le pusieron unos tornillos y el médico venía una vez al día y le daba una vuelta a la tuerca, gritaba de dolor todo el día, cuando no lo hacía es que estaban a punto de llegar más vueltas de tuerca, así diez días. Ni analgésicos, ni tratamiento contra el dolor, todo lo contrario, el dolor intenso en vena, lo que llamábamos en esos momentos “aguantoformo”.

El pie izquierdo quedó al nivel del derecho sólo en la parte delantera, atrás se quedó tres centímetros más corto. Tengo lo que llaman los médicos un pie equino. Jamás he podido andar descalza y menos sin las botas ortopédicas, feas y caras, pero útiles y necesarias.

Mi padre me enseñó a bailar
A Ángel y Pepis, guapos los dos y mi madre poseedora de unas piernas de infarto, les gustaba bailar, lo hacían siempre en las fiestas del pueblo. La música, en casa, siempre fue importante. Todos los estilos, desde la rumba hasta el mambo, pasando por el vals, el chá-chá-chá, la cumbia, el tango y el vals jota. A Pepis la perdían la zarzuela y la canción italiana y a Ángel le gustaban los boleros. Cuando ya me tenía en pie y daba mis primeros pasos a Ángel se le pasó por la cabeza que tenía que aprender a bailar. Cuando llegaba de trabajar del bosque me cogía y me daba lecciones, me dio muchas, hasta que consiguió que tuviera un cierto estilo con los bailes agarrados. Mi padre me sostenía bien y bailaba a mi ritmo.

Ni Miss Universo ni Olimpíadas
A los doce años tuve claro que tenía que luchar por tener una vida independiente, a mis padres les tenía que dar mucho amor y resolver su situación económica. Tuve claro que, a diferencia de mis amigas, todas maravillosas, cuerpos de infarto y calzadas con zapatos de tacón de aguja, yo nunca podría llevar ni tacones ni jamás podría ser Miss Universo ni participar en unas Olimpíadas. Decidí ser periodista. Y comencé a trabajar a los trece años aún sin tener el alta.

Alta médica, soportar el dolor y ser coja de por vida
A los dieciséis años el médico me dijo textualmente: “He hecho todo lo máximo por ti, pero ya no hay más medios médicos para tu total recuperación, la cojera que tienes te acompañará por siempre jamás, así como los dolores con los que tienes que aprender a vivir todos los días”. Me dio un beso. Sí, pude caminar, soy coja.

Me duele la rodilla, siempre, me duele la espalda, casi siempre, me duele la rodilla derecha,(la buena), bastante, tengo miedo al cruzar la calle, soy una persona dependiente, pero nunca me he quejado de nada, ante nadie, no es posible, nadie me ha dejado, nunca, la sociedad no permite la vida a los débiles, a los que padecemos, a los que luchamos, estamos en una sociedad de gente sana, de gente guapa, cutis terso y cuerpos espectaculares, son los que cantan victoria en la hora de sus triunfos.

El médico me recomendó que no llorara y nunca lo hice, lloré por vez primera a los diecinueve años, a un amigo, uno del grupo del pueblo le comentó: “La Tere está llorando”, a lo que le contestó: “!Imposible¡, Tere jamás llora”!.

A los dieciséis años en la calle pegué a un chico que se acercó para decirme: “!Qué lástima con lo guapa que eres”, sin mediarlo y sin pensar le di una hostia y me quedé tan ancha.

Franco escondió a los enfermos de poliomielitis
Franco y su Gobierno se negaron a reconocer la poliomielitis como una epidemia y la escondió a la población tratando a los afectados cual si de unos apestados se tratara. Se vacunó a la población infantil tiempo después del descubrimiento de la vacuna contra esta terrible enfermedad. El dictador se permitió una negligencia médica a cambio de muertos y de personas que tenemos una minusvalía dolorosa de por vida. El franquismo quiso presumir de una España sana y rica en la que la pobreza y la enfermedad eran unas lacras para una sociedad católica, apostólica y romana que escondía la realidad y no la aceptaba.

Años sin utilizar la vacuna
Para ellos los ciudadanos y su país eran limpios, bonitos y todo era perfecto caminando hacia una evolución que tan sólo llegaba a las clases poderosas aliadas con su silencio con una dictadura que duró demasiados años. Aquella sociedad de los años de la posguerra nunca conoció que los dirigentes franquistas se negaron durante años a utilizar las vacunas que, tal vez, hubieran salvado vidas humanas y hubieran erradicado la enfermedad de la polio de España.

Vivimos pegados a las secuelas y al dolor
Los que hemos padecido poliomielitis jamás hemos tenido ninguna atención social, ni nada parecido y los que hemos padecido esta enfermedad jamás hemos estado bien, todos, sin excepción, tenemos secuelas, vivimos pegados al dolor, siempre, con barreras arquitectónicas en nuestro acontecer diario y jamás bien vistos, en algunos casos parece estar mejor vista por los poderes públicos la victima de un accidente de coche que los que llevamos años con la cruz de la polio que nos robó los mejores años de la niñez. Somos “aliens”, llegamos de otro planeta y no hay un lugar para los de la polio.

Desgraciadamente con Franco caímos en la enfermedad pero los gobiernos siguientes, de cualquier color, tampoco han hecho gran cosa por las personas que padecimos la polio y que hoy tenemos lo que llaman “síndrome post polio”.

Los gobiernos democráticos atienden poco y tarde
Pero los Gobiernos de la democracia tardaron en hacer algo por los miles de personas que sobrevivieron a la polio y que desde la niñez vivimos con las secuelas de la enfermedad, algunas en silla de ruedas y otras con graves problemas de movilidad y teniendo que usar, de por vida, unas antiestéticas botas ortopédicas. La única ventaja que la legislación ofrece a los afectados es la posibilidad de jubilarse a partir de los 56 años de edad pero para ello es necesario haber cotizado el tiempo mínimo exigido por la ley, para nada se ha tenido en cuenta que muchas de estas personas no han podido trabajar de una manera constante y muchos se pueden encontrar sin poder cumplir el requisito de los años mínimos de cotización.

Recortes que nos afectan seriamente
Por otro lado y más ahora con los recortes, es cada día más difícil que la sanidad pública se haga cargo de pagar las ortopedias necesarias y que en el caso de las botas sobrepasan los 700 euros. A mí me denegaron hace un par de años el derecho a la ayuda económica para dichas botas a pesar de los ingresos mínimos que tenía y tengo y a pesar de tener una minusvalía acreditada del 84 %, tuve que hacer un recurso para conseguir que me pagaran una parte del importe de las botas que, naturalmente, hay que hacer a medida.

Yo hice el recurso sin costarme nada gracias a conocer el lenguaje legal para poder llevarlo a cabo pero me pregunto qué hubiera pasado si hubiera tenido que pagar un abogado para recurrir ante quienes me negaban un derecho al que ningún afectado por esta enfermedad debe renunciar.

Síndrome Post Polio
Los enfermos de polio, cada día más, a medida que nos hacemos mayores tenemos los mismos achaques que la mayoría de ciudadanos más los que se derivan del Síndrome Post Polio, algunos lo padecen, otros lo tendrán a medida que pasen los años. Nadie escucha, nadie atiende. Vivimos mal, con nuestro dolor, un dolor sordo porque a ellos, a los políticos, atendernos a nosotros no les da votos ni les sirve para hacerse la clásica foto del buen político. Hoy, cuando por fortuna, la polio está erradicada de España, parece que los poderes públicos siguen olvidando a los afectados por la enfermedad, deben pensar que vamos cumpliendo años y que dentro de algunos ya no quedará vivo ningún afectado por aquel drama derivado de la falta de humanidad de un gobierno dictatorial que prefirió no vacunar a los niños de la época.

Yo tuve Poliomielitis

A los 17 meses
Teresa Berengueras
jueves, 6 de marzo de 2014, 07:42 h (CET)
Mi madre me despertó, la siesta había acabado, tenía 17 meses y parecía que iba a andar mis primeros pasos, al cogerme en brazos notó que me caía, las extremidades inferiores parecían ir cada una por su lado, sin vida. Asustada me recostó en la cuna, me puso el termómetro y tenía 39 grados de temperatura. El médico del pueblo, el único que había para niños, jóvenes y mayores, atendía en casa. Llegó rápidamente, su diagnóstico fue preciso: “tiene poliomielitis”.

En casa vivíamos pobremente, no recuerdo haberme saciado nunca a la hora de la comida ni comer algunas de las cosas que me podían apetecer como a cualquier otro niño. Mi padre trabajaba como guardador de un bosque y mi madre era costurera trabajando a destajo para una empresa que cosía uniformes de trabajo.

La alegría que en su momento había supuesto la llegada de una niña sana, que dormía, sonreía y tenía buen apetito quedó rota en treinta segundos.

Mi madre tuvo un buen embarazo y un parto doloroso, tardé 24 horas en llegar, nací el 7 de enero cuando me esperaban el día seis, el de los Tres Magos. Los astrólogos aseguran que nacer en un día de luna llena no es bueno, quizá esta es la razón principal por la que, según ellos, yo estaba predestinada a tener esta enfermedad infecciosa que contagió millones de niños en todo el mundo y miles de ellos murieron a causa de este virus.

Con la que le había caído a la familia, superado el primer desasosiego, la impotencia y la incredulidad empezaron a moverse para que fuese atendida, éramos humildes pero mis padres estaban decididos a sacarme adelante y luchar para conseguir una recuperación total.

Luchar para evitar la silla de ruedas
Tuve suerte de encontrar un médico que conocía las enfermedades de la infancia y también la tuve al poder ser atendida en una clínica en la que aceptaban y atendían a gente sin recursos. En la primera visita el médico pintó todo de color negro, un túnel donde la salida era inexistente, lo primero que escucharon mis padres fue: “De momento no se puede hacer nada por ella, tiene la pierna izquierda afectada y hasta los tres años no se le podrá practicar la primera intervención, ésta no será la única, la recuperación de esta enfermedad es larga y nunca sabemos cómo reaccionará, haré lo posible para que no se quede de por vida en una silla de ruedas. Ustedes deberán hacer todo lo que yo les diga y tendrán que mentalizar a su hija que si se quiere curar tiene que tener paciencia y ser responsable”.

Palo, palo terrible, y hasta que no cumplí los tres años viví como una niña que se recupera de la vida entre la cuna y el cochecito para salir a la calle, una niña con grandes ojos que miraban a todo y a todos y que siempre sonreía, a mi madre le decían: “Que niña tan guapa pero que pena”. ¡Una extraterrestre!. Una vida normal
La familia recuperó su vida y se serenó con la idea y la principal preocupación de darme todo lo necesario para no recrearme en una vida tan sólo de enferma. Tanto Pepís, mi madre, como Ángel, mi padre, decidieron que yo haría todo lo que dijera el médico pero además seria una niña como las demás, a pesar de todo.

Desde que tengo uso de razón me acompañan dos olores y dos colores, el olor de la anestesia y el de las patatas hervidas, el color blanco de las batas médicas y el yeso y el color de la madera por los aparatos que usan en las intervenciones y luego en los aparatos utilizados para la recuperación.

A los tres años, cuando me operan por vez primera, no ando, ni me aguanto en pie, me llevan mis padres en brazos. Mi familia vive entre la angustia y la resignación. El médico es muy serio, tosco, habla con mis padres, nunca conmigo y nunca me da ningún tipo de aliento. Sus palabras suenan a órdenes, es preciso que siga sus consejos que a mí me parecían órdenes, aunque Pepis me explica que era lo que tenía que hacer para curarme. Curar, palabra mágica, mucho antes de aprender a juntar las letras, a oír el trinar de los pájaros, a salir a la calle a jugar con los otros niños. Mi infancia fue distinta a la de las demás niñas del pueblo.

Llorar no sirve de nada
Siempre sonreía, incluso cuando estaba en la clínica, siempre, el médico decía que tenía que ser fuerte, llorar no servía para nada y si estaba contenta me pondría mejor antes.

Las monjas eran como el médico y mi único apoyo emocional era mi familia, en la clínica mi madre no se despegaba de la cabecera de mi cama mientras contemplaba la sala con ocho camas todas ocupadas por niños y niñas con la misma enfermedad. La sala era grande y la ventana daba a un jardín donde sólo se podía apreciar, al menos que yo recuerde, la imagen de un árbol.

Cuando llegaba a casa, después de una intervención, después de pasar tres o cuatro semanas entre médicos, con mucho dolor y nada de alivio, mi pierna estaba enyesada y me tenía que quedar encamada hasta tres meses para que todo cicatrizara.

En la cama, coser, bordar, hacer punto
Para que tuviera contacto con la calle Pepis colocó mi habitación en la entrada de la casa, así me entretenía al ver pasar a los pocos viandantes, ella cosía y se quedaba conmigo, nos hacíamos compañía, con el tiempo me enseñó a coser los bajos de los pantalones que ella hacía para la empresa con la que trabajaba, por supuesto sin tener ninguna alta social y pagándole una miseria. Tenía que coser muchos pantalones para percibir una indecencia de dinero. Aprendí rápido, como también a hacer punto, a hacer media y a bordar.

Dolor natural, ausencia de alivio alguno
Sufrir el dolor era visto como algo natural, en esa infancia de médicos, intervenciones, monjas de clínica, médicos inaccesibles, anestesia que ahogaba, nunca conocí los analgésicos, ni siquiera en sus nombres genéricos. Mi madre cuando le dolía la cabeza tomaba un medicamento llamado Cerebrino Mandri, pero a mí nunca me dieron nada para menguar mis angustias dolorosas. El doctor había sido concreto: “Esto duele para que se cure, tienen que ser fuertes y no achantarse cuando vean a su hija sufrir”.

Afrontar la vida en la escasez
Pepis y Ángel desplegaron todas sus formas de afrontar la vida en la escasez y en base a saber estar, en aquellos momentos no había en el pueblo ninguna asociación que pudiera ayudarnos de ninguna de las formas en que lo necesitábamos. En aquellos momentos tener una enfermedad larga, dolorosa y cara sólo podía soportarse con algo de alivio y medios necesarios en casa de pudientes y potentados. Ante la dura realidad y las necesidades mis padres movieron ficha. Tuve libros para leer, tuve quién pagó mis zapatos ortopédicos. Tuve quién les ayudaba para llevarme hasta Barcelona a las innumerables visitas médicas. El traslado del pueblo a la clínica de Barcelona había que hacerlo en coche privado, yo cada día aumentaba de peso, cumplía años y no andaba ni me tenía en pie, iba en brazos de mi madre o mi padre por lo que acudir a Barcelona en transporte público era muy complicado. La vecindad fue solidaria, en el pueblo mi familia era muy conocida, eran personas sencillas pero se relacionaban con todo el mundo y, ante la adversidad, muchos apostaron por nosotros.

El cariño de mi familia fue fundamental para crearme un carácter apacible y divertido. Cantaba a todas horas a pesar del yeso, de no andar, del dolor intenso y de no saber nada de lo que iba a ser de mi vida.

Cuando habían pasado los tres meses de cama llegaba el momento de quitar el yeso, vuelta al médico, terrorífico, lo hacían con una máquina eléctrica dotada de un rodete, como una sierra de ebanista, igual, exactamente igual. Pellizcaba y dolía, como la pierna había estado tanto tiempo “enlatada” entre el yeso parecía que no tenía vida, bueno, no la tenía.

Ni un fisioterapeuta
En ese momento me prescribían ejercicios diversos para reforzar el músculo perdido y muerto. El médico era muy preciso y en esta visita nos acompañaba mi padre dado que con lo que le explicaba el facultativo y algún dibujo él me hacia los aparatos para, en casa, pasarme ocho horas al día de recuperación. No había para fisioterapeutas, tan reclamados estos días, nunca supe que existían.

Hacia horario de oficina, estirada en el suelo, mi pierna en lo alto y con los dos brazos tiraba y tiraba para recuperar las fuerzas de una pierna sin ningún ánimo.

Pepis consiguió que una de las monjas del colegio del pueblo viniera a casa a darme clases con la única condición de que mi madre fuera a buscarla al colegio y después la acompañara hasta el mismo no fuera a ser que el caminar sola por las calles indujera a la buena monja a caer en el pecado. La Orden no la dejaba salir sola del convento pero conmigo hicieron una excepción.

Piernas sujetas por hierros y correas
Desde los tres hasta los diez años mis piernas, excepto cuando estaba en la clínica o en período de recuperación, estaban sujetas por unos hierros, con unas cuerdas transversales, e iba calzada con unos zapatos ortopédicos hechos a medida y que valían un dineral.

Con los hierros en las piernas y las botas ortopédicas y con esfuerzo podía acudir al colegio. A los diez años empecé a ponerme en pie y comencé a andar. Me caía mucho. Me cansaba, pero mi madre me acompañaba al colegio. Me levantaba a las seis de la mañana para llegar a las nueve. De casa al colegio tardaba dos horas y a veces llegaba tarde. Pero estudiaba. Era buena estudiante, pero muy traviesa, hablaba a la hora de estudio y me castigaban, el castigo siempre era proporcional a mis posibilidades físicas, jamás estar arrodillada y de brazos cruzados, me hacían escribir veces y veces: “no hablaré en clase”.

Desde los diez a los quince años cada vez que me intervenían aprendía a andar de nuevo, siempre, aprendí a andar muchas veces, olvidé cuantas. Me operaron diez veces.

A los doce años padecí la intervención más dura de todas las sufridas, esa fue la peor. Una pierna tenía cinco centímetros menos que la otra. Y era bueno intentar que las dos piernas caminaran con el mismo equilibrio.

A lo vivo para crecer cinco centímetros
Me enyesaron en la cama de la clínica hasta el cuello, todo el cuerpo, me dejaron un espacio en la rodilla de la pierna izquierda, le pusieron unos tornillos y el médico venía una vez al día y le daba una vuelta a la tuerca, gritaba de dolor todo el día, cuando no lo hacía es que estaban a punto de llegar más vueltas de tuerca, así diez días. Ni analgésicos, ni tratamiento contra el dolor, todo lo contrario, el dolor intenso en vena, lo que llamábamos en esos momentos “aguantoformo”.

El pie izquierdo quedó al nivel del derecho sólo en la parte delantera, atrás se quedó tres centímetros más corto. Tengo lo que llaman los médicos un pie equino. Jamás he podido andar descalza y menos sin las botas ortopédicas, feas y caras, pero útiles y necesarias.

Mi padre me enseñó a bailar
A Ángel y Pepis, guapos los dos y mi madre poseedora de unas piernas de infarto, les gustaba bailar, lo hacían siempre en las fiestas del pueblo. La música, en casa, siempre fue importante. Todos los estilos, desde la rumba hasta el mambo, pasando por el vals, el chá-chá-chá, la cumbia, el tango y el vals jota. A Pepis la perdían la zarzuela y la canción italiana y a Ángel le gustaban los boleros. Cuando ya me tenía en pie y daba mis primeros pasos a Ángel se le pasó por la cabeza que tenía que aprender a bailar. Cuando llegaba de trabajar del bosque me cogía y me daba lecciones, me dio muchas, hasta que consiguió que tuviera un cierto estilo con los bailes agarrados. Mi padre me sostenía bien y bailaba a mi ritmo.

Ni Miss Universo ni Olimpíadas
A los doce años tuve claro que tenía que luchar por tener una vida independiente, a mis padres les tenía que dar mucho amor y resolver su situación económica. Tuve claro que, a diferencia de mis amigas, todas maravillosas, cuerpos de infarto y calzadas con zapatos de tacón de aguja, yo nunca podría llevar ni tacones ni jamás podría ser Miss Universo ni participar en unas Olimpíadas. Decidí ser periodista. Y comencé a trabajar a los trece años aún sin tener el alta.

Alta médica, soportar el dolor y ser coja de por vida
A los dieciséis años el médico me dijo textualmente: “He hecho todo lo máximo por ti, pero ya no hay más medios médicos para tu total recuperación, la cojera que tienes te acompañará por siempre jamás, así como los dolores con los que tienes que aprender a vivir todos los días”. Me dio un beso. Sí, pude caminar, soy coja.

Me duele la rodilla, siempre, me duele la espalda, casi siempre, me duele la rodilla derecha,(la buena), bastante, tengo miedo al cruzar la calle, soy una persona dependiente, pero nunca me he quejado de nada, ante nadie, no es posible, nadie me ha dejado, nunca, la sociedad no permite la vida a los débiles, a los que padecemos, a los que luchamos, estamos en una sociedad de gente sana, de gente guapa, cutis terso y cuerpos espectaculares, son los que cantan victoria en la hora de sus triunfos.

El médico me recomendó que no llorara y nunca lo hice, lloré por vez primera a los diecinueve años, a un amigo, uno del grupo del pueblo le comentó: “La Tere está llorando”, a lo que le contestó: “!Imposible¡, Tere jamás llora”!.

A los dieciséis años en la calle pegué a un chico que se acercó para decirme: “!Qué lástima con lo guapa que eres”, sin mediarlo y sin pensar le di una hostia y me quedé tan ancha.

Franco escondió a los enfermos de poliomielitis
Franco y su Gobierno se negaron a reconocer la poliomielitis como una epidemia y la escondió a la población tratando a los afectados cual si de unos apestados se tratara. Se vacunó a la población infantil tiempo después del descubrimiento de la vacuna contra esta terrible enfermedad. El dictador se permitió una negligencia médica a cambio de muertos y de personas que tenemos una minusvalía dolorosa de por vida. El franquismo quiso presumir de una España sana y rica en la que la pobreza y la enfermedad eran unas lacras para una sociedad católica, apostólica y romana que escondía la realidad y no la aceptaba.

Años sin utilizar la vacuna
Para ellos los ciudadanos y su país eran limpios, bonitos y todo era perfecto caminando hacia una evolución que tan sólo llegaba a las clases poderosas aliadas con su silencio con una dictadura que duró demasiados años. Aquella sociedad de los años de la posguerra nunca conoció que los dirigentes franquistas se negaron durante años a utilizar las vacunas que, tal vez, hubieran salvado vidas humanas y hubieran erradicado la enfermedad de la polio de España.

Vivimos pegados a las secuelas y al dolor
Los que hemos padecido poliomielitis jamás hemos tenido ninguna atención social, ni nada parecido y los que hemos padecido esta enfermedad jamás hemos estado bien, todos, sin excepción, tenemos secuelas, vivimos pegados al dolor, siempre, con barreras arquitectónicas en nuestro acontecer diario y jamás bien vistos, en algunos casos parece estar mejor vista por los poderes públicos la victima de un accidente de coche que los que llevamos años con la cruz de la polio que nos robó los mejores años de la niñez. Somos “aliens”, llegamos de otro planeta y no hay un lugar para los de la polio.

Desgraciadamente con Franco caímos en la enfermedad pero los gobiernos siguientes, de cualquier color, tampoco han hecho gran cosa por las personas que padecimos la polio y que hoy tenemos lo que llaman “síndrome post polio”.

Los gobiernos democráticos atienden poco y tarde
Pero los Gobiernos de la democracia tardaron en hacer algo por los miles de personas que sobrevivieron a la polio y que desde la niñez vivimos con las secuelas de la enfermedad, algunas en silla de ruedas y otras con graves problemas de movilidad y teniendo que usar, de por vida, unas antiestéticas botas ortopédicas. La única ventaja que la legislación ofrece a los afectados es la posibilidad de jubilarse a partir de los 56 años de edad pero para ello es necesario haber cotizado el tiempo mínimo exigido por la ley, para nada se ha tenido en cuenta que muchas de estas personas no han podido trabajar de una manera constante y muchos se pueden encontrar sin poder cumplir el requisito de los años mínimos de cotización.

Recortes que nos afectan seriamente
Por otro lado y más ahora con los recortes, es cada día más difícil que la sanidad pública se haga cargo de pagar las ortopedias necesarias y que en el caso de las botas sobrepasan los 700 euros. A mí me denegaron hace un par de años el derecho a la ayuda económica para dichas botas a pesar de los ingresos mínimos que tenía y tengo y a pesar de tener una minusvalía acreditada del 84 %, tuve que hacer un recurso para conseguir que me pagaran una parte del importe de las botas que, naturalmente, hay que hacer a medida.

Yo hice el recurso sin costarme nada gracias a conocer el lenguaje legal para poder llevarlo a cabo pero me pregunto qué hubiera pasado si hubiera tenido que pagar un abogado para recurrir ante quienes me negaban un derecho al que ningún afectado por esta enfermedad debe renunciar.

Síndrome Post Polio
Los enfermos de polio, cada día más, a medida que nos hacemos mayores tenemos los mismos achaques que la mayoría de ciudadanos más los que se derivan del Síndrome Post Polio, algunos lo padecen, otros lo tendrán a medida que pasen los años. Nadie escucha, nadie atiende. Vivimos mal, con nuestro dolor, un dolor sordo porque a ellos, a los políticos, atendernos a nosotros no les da votos ni les sirve para hacerse la clásica foto del buen político. Hoy, cuando por fortuna, la polio está erradicada de España, parece que los poderes públicos siguen olvidando a los afectados por la enfermedad, deben pensar que vamos cumpliendo años y que dentro de algunos ya no quedará vivo ningún afectado por aquel drama derivado de la falta de humanidad de un gobierno dictatorial que prefirió no vacunar a los niños de la época.

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