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¿Es posible una sociedad donde todos sean felices?

Llevamos milenios empeñados en organizar la sociedad
Francisco Rodríguez
sábado, 30 de noviembre de 2013, 09:10 h (CET)
Cada época, cada imperio, cada país, han creído dar con la solución, pero ninguna dura mucho tiempo, ninguna consigue instaurar un orden justo en el que nadie resulte sometido, explotado, excluido.

Imperios, federaciones, naciones, pueblos, han buscado formas estables de gobierno, pero ninguna ha resultado lo suficientemente buena para perdurar en el tiempo a satisfacción de todos.

Hay quienes pensaron que, en un régimen de libertad, el egoísmo de cada uno se conjugaría con el egoísmo de los demás y una mano invisible nos haría a todos felices. No resultó.

Otros instauraron regímenes igualitarios, pero resultó que unos eran más iguales que otros y terminó el experimento que tantos sufrimientos costó. Los “desiguales”, los que mandaban en aquellos regímenes se aliaron con otros poderes y ahora siguen organizando sus sociedades en su beneficio.

La democracia se ha presentado como la única solución que podría conjugar igualdad y libertad. Encarnada en el mundo occidental, gracias a sus avances técnicos y la explotación de los recursos de otros pueblos del planeta, consiguió prosperidad y riqueza e instauró el estado del bienestar para mantener contentos a todos sus ciudadanos. La globalización y la crisis han puesto de manifiesto la dificultad de mantener el tinglado. Una sociedad en la que unos manejan la riqueza y otros se quedan sin ingresos, está pidiendo otro cambio, otro ensayo que podrá funcionar o no, que durará más o menos y así un siglo y otro.

Pienso que ningún sistema llegará a funcionar “para todos” y que todos están condenados al fracaso pues las personas arrastramos un egoísmo radical, que no podemos arrancar de nosotros mismos sin la ayuda de Dios. Estamos lastrados por el mal y no podemos hacer de la tierra un paraíso, como aquel del que fuimos expulsados por la loca soberbia de querer ser como dioses, soberbia en la que nos mantenemos contumaces. Queremos ser nuestros propios dioses y solo conseguimos causar sufrimientos a los pobres, a los excluidos y a nosotros mismos.

Un mundo donde reine la paz, la justicia, el amor, donde nadie tenga que llorar, es una promesa de Dios que llegará al fin de los tiempos pero que llega cada día cuando cualquier hombre se convierte, pide perdón y se deja salvar. Es el Reino de Dios prometido a los pobres, a los que lloran, a los hambrientos, a los perseguidos, que se hace realidad cuando uno ama de corazón a su prójimo, a su hermano, y actúa en el mundo que le ha tocado vivir con honradez, con caridad, con esperanza, con fe.

El reino que llegará al fin de los tiempos con la segunda venida de Jesucristo no sabemos cuándo ocurrirá, pero el mismo Cristo nos insiste en la necesidad de estar preparados para ese momento, que seguro nos llegará a cada uno cuando dejemos esta vida, que no termina sino se transforma.

Tenemos que pedir con fuerza y convicción que el Señor vuelva, para que el mal sea definitivamente vencido. El demonio no es un mito, es un espíritu poderoso, misterio de iniquidad y enemigo de que los hombres puedan llegar a ser hijos de Dios, que está consiguiendo pasar desapercibido y que la gente no crea en su existencia.

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