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Jugarse la vida

Francisco Arias Solís
Redacción
sábado, 23 de septiembre de 2006, 02:10 h (CET)
“Vencida de la edad sentí mi espada
y no hallé en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.”


Francisco de Quevedo

Contaba López Ibor el siguiente hecho que encierra una profunda lección de filosofía. Una madre acompaña a su hija, de veinte años, a la consulta del hospital. Como el tratamiento exigía la hospitalización, se le propone a la madre. Esta responde: “Si mi hija está grave, la verdad, yo me la llevo, porque para que se muera en el hospital, prefiero que lo haga en casa”. Como el doctor la reprendiese por decir esto de delante de su hija, salta ésta diciendo: “No le haga caso a mi madre, porque, ¡que más se me da a mi morir en casa que en el hospital”. No importa la muerte como contingencia, ante el hecho esencial de morir. Existe una enorme diferencia entre esta actitud y aquella manera angustiosa de morir de Goethe, con el sentimiento dramático de que lo pierde todo y va a sumirse en una zona oscura. “¡Luz más luz!” En cambio la postura esencial del español ante la muerte es sencilla, llana, como la de quien de un paso más en un seguro devenir. Se muere como don Quijote, “sin hace espectáculo de la muerte-como escribía Unamuno- como se mueren los verdaderos santos y los verdaderos héroes, casi como los animales se mueren, acostándose a morir”.

El español ha sido siempre uno de los hombres más fácilmente dispuestos a jugarse la vida: la historia entera de España lo atestigua. Pero tiene cierta pereza por jugarse algo que sea menos que la vida. Por esto en España no es frecuente el valor civil, cotidiano, lento, tenaz, mientras que es notorio el valor agresivo, violento e instantáneo. El español está dispuesto a jugarse la vida de una vez, pero no a plazos.

¡El orgullo, la dignidad y el horror! Esas tres fuerzas gloriosas y funestas a la par para nuestro pueblo crearon la tensión fatal que el dicho popular concretó en la famosa frase: “Sostenella y no enmendalla”. El orgullo, la dignidad y el honor han tenido buena parte en la consumación de los errores que nos han arrastrado de tumbo en tumbo en nuestro devenir histórico.

“Uno de los defectos de la nación española, según el sentir de las demás europeas, es el orgullo”, escribía José Cadalso. Y don Miguel de Unamuno decía con la palabra viva de un campesino analfabeto. “Yo no tengo honor: yo soy un hombre honrado”. Y añadía don Miguel: “yo no soy tampoco un caballero, pues no monto en caballería”. Y finalmente, don Antonio Machado decía: “Porque no he dudado nunca de la dignidad del hombre, no es fácil que os enseñe a denigrar a vuestro prójimo. Tal es el principio inconmovible de nuestra moral. Nadie es más que nadie como se dice por tierras de Castilla”. Y el gran poeta sevillano continúa diciendo: “Por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”.

El español sabe que un día cuando llegue la hora, se portará como un hombre, se jugará la vida limpiamente. En algunos países el hombre se corrompe hasta la raíz, y cuando lo ve así y lo encuentra irremediable, no lo puede soportar y se pega un tiro. En España no ocurre así, y a última hora cada uno se siente tranquilo y no desesperado. Esto es, en cierto sentido, admirable y me parece una de las grandes virtudes de esta vieja raza, que a pesar de sus esfuerzos nunca ha conseguido decaer enteramente. Pero, como todo lo humano, es ambiguo: da al español cierta tranquilidad para corromperse, porque sabe que nunca es del todo. El español se envilece hasta cierto punto, quizá innecesariamente, contando con que podrá volver atrás, que en su día todo tendrá remedio y podrá mirarse otra vez al espejo sin enrojecer. Es ésta, sin embargo, una especulación peligrosa, como lo es la de don Juan, que por algo, en su primera aparición en los escenarios del mundo, al hacerlo del modo barroco, su inventor o descubridor el fraile Tirso, le hizo decir aquello: ¡Estrellas que me alumbráis / dadme en este engaño suerte, / si el galardón en la muerte / tan largo me lo fiáis!”. Al modo romántico de Zorrilla ese largo plazo será corto, “plazo breve y perentorio”. El galardón en la muerte no se hará esperar.

Al final del drama religioso-fantástico de Zorrilla, al que calificó, tan justa como ajustadamente, Azorín de “el drama más excelso de todo el teatro español”; cuando Don Juan, como un torero –como lo que es, en definitiva, el burlador y burlado Don Juan- grita a sus espectros y fantasmas mortales: “¡Dejadme morir en paz / a solas con mi agonía!” ¡Morir en paz y en agonía!... ¡Paradoja al canto! –que exclamaría regocijado el inolvidable don Miguel-. Y nuestro Lope diría: “Porfiar hasta morir”. Y otro gran poeta exclamaría: “Señor, yo quiero morirme / como se muere cualquiera: / cualquiera que no sea un héroe, / ni un suicida, ni un poeta / que quiera darle a su muerte / más razón de la que tenga. / Quiero morirme, Señor, / igual que si me durmiera”.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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