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Nuestro status ya no se mide por factores obsoletos como el tamaño de la casa en la que vivimos

El triunfo del Homo Táctil

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La salida al mercado del nuevo iphone ha provocado que hordas de descendientes de los Australopithecus se hayan movilizado masivamente delante de las principales tiendas de telefonía de Madrid y Barcelona.

Algunos, los más impacientes, han llegado a sacrificar el placentero sueño que ofrecen sus mullidos colchones por una inusual pernoctación a ras de suelo. Todo con tal de ser el primero en catar el flamante ingenio del sello Apple.

- Es fascinante. Mis dedos aún están en estado de shock- comenta un anónimo usuario que ha tenido que recibir asistencia médica después de probarlo, incapaz de digerir tanta emoción de golpe.

- Mañana mismo dejaré a mi marido. Con esta maravilla ya no necesito a ningún hombre - Dice una chica a la que parece que le bastan los escasos doce centímetros que mide el iphone para ser feliz.

- ¡Ahora sé que Dios existe! – Exclama un hombre con sotana.

Hasta hace bien poco la capacidad para generar este tipo de episodios de histeria colectiva era privilegio exclusivo de actores, cantantes, futbolistas o imitadores de Fernando Sánchez Dragó. Sólo ellos tenían el don de alterar nuestros ritmos cardiacos y de robarnos pacíficamente el sentido común.

Sin embargo, desde que la Revolución tecnológica comenzó a digitalizarnos el pensamiento, asistimos abrumados a un creciente aumento del materialismo más cutre, personificado, sobre todo, en esa reciente obsesión por poseer tecnología punta en miniatura.

Este auge en las ventas de los llamados teléfonos móviles inteligentes ha traído consigo un alarmante descenso del culto al ídolo de carne y hueso, quedando dicha práctica reservada a unos pocos románticos que aún creen que Elvis sigue vivo.

En un comentario cargado de ironía, mi gran amigo Demetrio, con el que no me hablo desde hace años (He ahí el secreto de nuestra amistad) escribía el otro día en su cuenta de twitter que los nuevos móviles, además de modificar ciertos hábitos y conductas que formaban parte de nuestra configuración desde tiempo inmemorial, sirven también para delimitar la clase social a la que pertenecemos. Según su criterio nuestro status ya no se mide por factores obsoletos como el tamaño de la casa en la que vivimos, la potencia del coche que conducimos, la cantidad que tatuajes que tengan tus hijos o la firmeza de los implantes mamarios de tu mujer. Ahora son las prestaciones de tu teléfono las que determinan tu nivel social. Y Demetrio, como es muy dandy, se ha comprado un iphone 6 de tropecientos gigas de ram que lo mismo te hace el desayuno que te sirve para bombardear Siria.

Pero para desgracia de los fabricantes de estos sofisticados dispositivos, no toda la población ha decidido rendirse sin condiciones al “progreso”. Desde hace algún tiempo existe un movimiento de resistencia analógica que lucha desde la clandestinidad para impedir que el móvil se convierta definitivamente en el eje de nuestra existencia. Escondidos en las zonas montañosas, lejos de las grandes urbes, estos héroes contrarios a los enchufes y a las baterías de litio aguardan el momento de iniciar una contraofensiva que detenga el imparable avance de la inteligencia artificial. Mientras preparan su estrategia viven felices dibujando bisontes en las paredes de las cuevas.

Aunque presumo de ser difícil de conmover, la fe de estos Quijotes de las cumbres me ha tocado de lleno en lo más hondo de mis entrañas. Pese a que son conscientes de que están librando una lucha desigual contra un enemigo infinitamente más poderoso y que, tarde o temprano, la bota de la evolución terminará por aplastarlos, ellos no piensan rendirse sin presentar batalla. Y prefieren morir antes que agachar la cabeza y dejar que una pantalla esclavice sus vidas.

Así que, en solidaridad con su lucha, es muy probable que al menos durante los próximos 30 segundos apague mi teléfono móvil.

Les invito a hacer lo mismo

El triunfo del Homo Táctil

Nuestro status ya no se mide por factores obsoletos como el tamaño de la casa en la que vivimos
Sebastián González Mazas
martes, 12 de noviembre de 2013, 08:20 h (CET)
La salida al mercado del nuevo iphone ha provocado que hordas de descendientes de los Australopithecus se hayan movilizado masivamente delante de las principales tiendas de telefonía de Madrid y Barcelona.

Algunos, los más impacientes, han llegado a sacrificar el placentero sueño que ofrecen sus mullidos colchones por una inusual pernoctación a ras de suelo. Todo con tal de ser el primero en catar el flamante ingenio del sello Apple.

- Es fascinante. Mis dedos aún están en estado de shock- comenta un anónimo usuario que ha tenido que recibir asistencia médica después de probarlo, incapaz de digerir tanta emoción de golpe.

- Mañana mismo dejaré a mi marido. Con esta maravilla ya no necesito a ningún hombre - Dice una chica a la que parece que le bastan los escasos doce centímetros que mide el iphone para ser feliz.

- ¡Ahora sé que Dios existe! – Exclama un hombre con sotana.

Hasta hace bien poco la capacidad para generar este tipo de episodios de histeria colectiva era privilegio exclusivo de actores, cantantes, futbolistas o imitadores de Fernando Sánchez Dragó. Sólo ellos tenían el don de alterar nuestros ritmos cardiacos y de robarnos pacíficamente el sentido común.

Sin embargo, desde que la Revolución tecnológica comenzó a digitalizarnos el pensamiento, asistimos abrumados a un creciente aumento del materialismo más cutre, personificado, sobre todo, en esa reciente obsesión por poseer tecnología punta en miniatura.

Este auge en las ventas de los llamados teléfonos móviles inteligentes ha traído consigo un alarmante descenso del culto al ídolo de carne y hueso, quedando dicha práctica reservada a unos pocos románticos que aún creen que Elvis sigue vivo.

En un comentario cargado de ironía, mi gran amigo Demetrio, con el que no me hablo desde hace años (He ahí el secreto de nuestra amistad) escribía el otro día en su cuenta de twitter que los nuevos móviles, además de modificar ciertos hábitos y conductas que formaban parte de nuestra configuración desde tiempo inmemorial, sirven también para delimitar la clase social a la que pertenecemos. Según su criterio nuestro status ya no se mide por factores obsoletos como el tamaño de la casa en la que vivimos, la potencia del coche que conducimos, la cantidad que tatuajes que tengan tus hijos o la firmeza de los implantes mamarios de tu mujer. Ahora son las prestaciones de tu teléfono las que determinan tu nivel social. Y Demetrio, como es muy dandy, se ha comprado un iphone 6 de tropecientos gigas de ram que lo mismo te hace el desayuno que te sirve para bombardear Siria.

Pero para desgracia de los fabricantes de estos sofisticados dispositivos, no toda la población ha decidido rendirse sin condiciones al “progreso”. Desde hace algún tiempo existe un movimiento de resistencia analógica que lucha desde la clandestinidad para impedir que el móvil se convierta definitivamente en el eje de nuestra existencia. Escondidos en las zonas montañosas, lejos de las grandes urbes, estos héroes contrarios a los enchufes y a las baterías de litio aguardan el momento de iniciar una contraofensiva que detenga el imparable avance de la inteligencia artificial. Mientras preparan su estrategia viven felices dibujando bisontes en las paredes de las cuevas.

Aunque presumo de ser difícil de conmover, la fe de estos Quijotes de las cumbres me ha tocado de lleno en lo más hondo de mis entrañas. Pese a que son conscientes de que están librando una lucha desigual contra un enemigo infinitamente más poderoso y que, tarde o temprano, la bota de la evolución terminará por aplastarlos, ellos no piensan rendirse sin presentar batalla. Y prefieren morir antes que agachar la cabeza y dejar que una pantalla esclavice sus vidas.

Así que, en solidaridad con su lucha, es muy probable que al menos durante los próximos 30 segundos apague mi teléfono móvil.

Les invito a hacer lo mismo

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