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Una luz para el camino

La fe no va a eximirnos del dolor, del sufrimiento ni de la muerte
Francisco Rodríguez
lunes, 12 de agosto de 2013, 07:19 h (CET)
La inmensa mayoría de las personas vivimos en el temor y la incertidumbre. El que tiene trabajo teme perderlo; el que no lo tiene teme no encontrarlo nunca si es mayor, y el que es joven tampoco sabe cuándo lo hallará; el que estudia desconfía de que lo que está estudiando le sirva para ganarse la vida; el que tiene una empresa, un negocio, un comercio, teme tener que cerrarlo como tantos han hecho; muchas parejas no están seguras de lo que puedan durar; el pensionista teme por su pensión y el que aún no lo es, duda si el sistema se la podrá garantizar…

Necesitamos tener confianza en algo o alguien que no nos defraude, una luz que ilumine de alguna manera nuestra vida de hoy, un asidero firme frente a la inestabilidad que nos rodea.

En su encíclica “La luz de la fe” el Papa Francisco nos dice que la característica propia de la luz de la fe es su capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Es una luz tan potente que no puede proceder de nosotros sino de Dios.

Pero hemos apartado a Dios de nuestra vida, de nuestras instituciones. Hemos decidido que Dios es innecesario, que nos basta con nuestra ciencia, nuestra democracia participativa o nuestro estado del bienestar. Como mucho se acepta como actitud subjetiva, reducida al ámbito de la privacidad, pero se le excluye ferozmente del ámbito de lo público. ¡Así nos va!.

Cuando se elimina a Dios del centro de nuestra existencia, podemos creer en cualquier cosa: el liberalismo, el socialismo, la economía de mercado o la economía planificada, el intervencionismo del estado o la Unión Europea. Ninguna de estas cosas puede salvarnos de nuestra radical insatisfacción. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. La fe no es una invención humana sino un don, un regalo de Dios, que podemos acoger o rechazar usando nuestra facultad de razonar. Pero la elección no es indiferente. Rechazar a Dios una y otra vez a lo largo de nuestra vida, tiene graves consecuencias aquí y ahora y por supuesto después. Cuando el hombre piensa que alejándose de Dios se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa.

Acoger la fe, decirle a Dios que creemos en Él, también tiene para el creyente consecuencias. Creer en la palabra de Dios que llamó a Abraham, que habló por los profetas de Israel y que se hizo presente en Jesucristo, el Hijo de Dios, para anunciarnos la buena noticia de que Dios nos ama y quiere salvarnos, exige por nuestra parte una respuesta de amor, pero no podemos amar a Dios a quien no vemos si no amamos a nuestros prójimos a quienes sí vemos.

Esta es la luz de la fe, vivir en el amor a Dios y a los hermanos. Si los que nos decimos cristianos fuéramos coherentes con la fe que decimos profesar, todo cambiaría. Viviríamos en la verdad y la verdad nos haría libres. Dejaríamos de estar sometidos a las esclavitudes del mundo del poder, del tener, del poseer, del consumir…

La fe no va a eximirnos del dolor, del sufrimiento ni de la muerte, pero a su luz todo adquiere otro significado, otro valor, otra dimensión, que ninguna otra cosa puede darnos.

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