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Una paliza a un profesor

Francisco Muro de Iscar
Redacción
viernes, 4 de agosto de 2006, 15:34 h (CET)
Un profesor de instituto valenciano está en coma después de haber sufrido la agresión salvaje, supuestamente, de un alumno al que instruyó un expediente, por encargo del centro escolar, y en el que recomendó su expulsión. Hay no obstante, otro sospechoso, el hijo de la compañera sentimental del profesor, al parecer otro joven conflictivo. Sea como sea, cada vez hay más profesores que viven con miedo su trabajo y que acaban con una baja por depresión o con el susto metido en el cuerpo. Unos, la mayoría, siguen en su tarea tratando de sacar lo mejor de cada alumno y otros se dejan llevar. No hay que medirlos por distinto rasero, porque nadie puede obligar a nadie a ser un héroe.

Seguramente en estas historias de acoso y, en muchos casos, derribo, del profesor no todas las veces hay culpables, pero siempre hay responsables. La falta de autoridad de los profesores es evidente. Se les ha ido quitando desde las Administraciones educativas porque no sólo no se ha contado con ellos en las sucesivas reformas, sino que han carecido de respaldo y no se les han dado los medios imprescindibles para ejercer su tarea. Cada vez hay más alumnos en las aulas que no tienen ningún interés en su formación. ¿Cuánto dinero estamos enterrando innecesariamente? O, planteado de otra manera: ¿se podrían reconducir esas actitudes si los profesores contaran con personal de apoyo, psicólogos, etc. para trabajar específicamente con los que frenan la marcha de toda una clase? Hemos aparcado en la escuela a decenas de miles de jóvenes que, de otra forma, se tendrían que incorporar al trabajo. Hemos mejorado las estadísticas laborales y hemos hecho un flaco servicio a la educación.

Luego está el problema del esfuerzo y la búsqueda de la calidad en los centros. Los políticos han decidido que todo estudiante puede llegar a la Universidad sin esfuerzo y a costa del erario público y hemos bajado los niveles de exigencia al mínimo. Se puede pasar curso con tres y cuatro asignaturas suspendidas, es decir, con un grave fracaso escolar. Y, así, llegan a la Universidad alumnos que no saben escribir correctamente. Aprender sin esfuerzo es como jugar al tenis sin pelota. Un disparate.

Y, finalmente, la familia también ha renunciado a la exigencia y a la autoridad. Muchos padres aguantan todo para no tener un problema más. Y si hay que "defender al niño" frente al profesor, aunque aquél sea un cabestro, lo hacen: "a mi niño ni le mire". Así que muchos profesores, para evitar que algún descerebrado le rompa los huesos, tiran la toalla y miran a otro lado. ¿La solución? "Todo el mundo se queja del tiempo, pero no veo que nadie haga nada para remediarlo", decía Mark Twain. Con la educación pasa lo mismo. Pero la única manera de luchar contra la violencia sin adjetivos empieza en la escuela y en la familia. O hay también tolerancia cero o el problema crecerá.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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