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Monasterio de San Clemente, Sevilla, 20 de noviembre de 1471

El Principado de la Fortuna/Capítulo VIII

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El Principado de la Fortuna/Capítulo VII

El diario de Johanna

Recuerdo el día de mi boda y el viaje a Sevilla. Iba hacia el destino para el que se me había preparado con tanto esmero. Me costaba mucho comprender por qué mi padre me había designado a Ángel Sevilla IV. Lo primero que me vino a la mente fue que era un estorbo. Confieso que aún me asalta esa duda. Siempre le ha molestado que defendiera los intereses de mi difunta madre; pero, cada vez estoy más convencida de que me confiaba una misión importante. Fuera como fuera, he tenido que jugar con las cartas que me han tocado. Me sentí horrorizada al llegar a Sevilla; no tenía nada que ver con mi Venecia natal, la capital más cosmopolita del orbe. Poco a poco se me fue despejando de vestuario y atuendo, desentonaban en una Sevilla remilgada. Lo acepté sin poner reparos; pero en la certeza de que pronto sería yo quien tomara las decisiones.

Así fue. No tardé en lograr que mi suegro me entregara el mando de la casa. Me costó mucho más entrar en el negocio; ya era una señora de Sevilla que mostraba interés por una sociedad con la que compartía muy poco. Mi suegro no era tan ogro como lo tiende a mostrar mi esposo. No es así. Lo que ocurría, tanto con este hombre como con mi marido, es que, en realidad, son tiernos y para protegerse del miedo a ser descubiertos, se acorazan. Me bastó con escucharles y mostrar que les comprendía. En parte era así, puesto que los salones de mi casa materna estaban ocupados siempre en negocios y políticas. Por otra parte, considero que tanto el producto como el proyecto Sevilla, tienen presente y futuro, pero… He sido lo suficientemente paciente y cuando lo he pronunciado no han tenido tiempo de batirse en retirada. Desde entonces visto y opino a mi guisa, con la certeza de que no contrarío a nadie. En lo único que he tenido que ceder es en aceptar que se trasviesta mi nombre, Johanna, para despistar sus orígenes hebreos. Mi madre no era religiosa, como tampoco lo soy yo, pero es un nombre que me representa; “la que apacigua al creador”. Así me educó y así soy. No acepto que me llamen Juana y a cambio, tolero, sin remilgos, las variantes. El resto son anécdotas; mi suegro afirma haber legado la dirección a sus hijo y nieto y mi difunto marido pretendía que formábamos una pirámide con nuestro hijo Fernando. Ninguno de estos hombres dice la verdad, la que acabo de contar. Nadie me legó el poder. Lo tomé yo misma.

Yo era quien trataba con la condesa de Medinaceli desde que mi suegro descubrió que ambas compartíamos diversiones. Era muy observador, el viejo y muy pragmático. Solamente tuve que ayudarle un poco para que comprendiera que no solamente sabía llevar la casa. Fue cuestión de paciencia, pero no me cayó en sorpresa mi designación como interlocutora de Isabel de Cerda. Desde entonces me ocupo de las relaciones con los Medinaceli.

También me iba haciendo una Lakkhoua y apreciaba las joyas que nos provenían del Sahara. Hasta llegué a caer en el mito del principado de la Fortuna. Todo ha ido bien, con más o menos peros, mientras la condesa y sus descendientes compensaban, a corto plazo, nuestras inversiones. Así ha sido hasta la sucesión del condado de Medinaceli por Luis de la Cerda y Mendoza, cuyas exigencias no cesan de crecer desde el nacimiento de Juana, hija del rey de Castilla, Enrique IV, en 1462. Don Luis se enzarzó en el bando que desató una sangría en el reino, porque reclamaba la corona para Alfonso, el hermanastro del rey. Hay mucho chisme y muchos intereses que apoyan esta causa, pero el desgarramiento del reino continúa con un conflicto aún sin resolver. Las demandas financieras del conde estaban ya saturando mi paciencia, era muy caro y una inversión a largo plazo y a alto riesgo. Ha colmado mi paciencia cuando me ha anunciado, recientemente, la decisión de anular su matrimonio para contraer nuevas nupcias, a instancias del rey Juan II de Aragón y de su sucesor, Fernando, con doña Ana de Navarra, bastada y única heredera del príncipe Carlos de Viana.

Me estremecí cuando me comunicó tal locura; Carlos de Viena ha sido perseguido, hasta la muerte, por su padre, rey consorte de Navarra y rey de Aragón, Juan II. Han corrido rumores que implican a la nueva esposa del rey en el asesinato del hijo que tuvo éste con la reina de Navarra y yo me inclino por creerlos. ¿Para qué quieren casar, Juan II de Aragón y su hijo Fernando, al conde de Medinacelli, con la heredera del que les ha costado tanto deshacerse? La versión del pobre Luis de la Cerda y Mendoza es bastante patética; está convencido que logrará el trono de Navarra. Los aliados aragoneses del príncipe de la Fortuna tienen sus planes; en ellos, éste no tiene sino el papel de financiar intrigas sanguinarias que nos han costado ya una fortuna, como defensores del honor de nuestro socio. Siempre afirma haberlo comprometido. No me ha sido difícil recordarle que ha vaciado nuestras arcas la defensa de su honor en la operación de busca y captura del príncipe de Viana emprendida por sus aliados aragoneses. Ensangrentaron Navarra, sublevaron a la Generatitat, tuvieron que recurrir al rey de Francia para proteger a Juan II de sus súbditos y le han cedido Rosellón y Cerdeña a cambio de estos servicios. El conde había empeñado su palabra ante mí, asegurándome que mi contribución evitaría esta cesión.

Don Luis de la Cerda y Mendoza no tiene las ideas muy claras con respecto a las sangrías que están padeciendo los reinos de Aragón, Castilla y Navarra y desde luego, nunca conseguirá una corona de la que se considera desposeído. No parece que se equivoque con su apuesta, en Castilla, por Alfonso y por su hermana y sucesora Isabel, la esposa de Fernando, el heredero de Juan II. No es mera casualidad que la muerte de Alfonso, considerado por algunos como el decimosegundo de Castilla, esté rodeada de rumores, como en el caso de la del príncipe de Viana. No cabe duda ya a nadie que Isabel se hará con lo corona, Don Luis verá muy pronto compensados sus esfuerzos y entonces pensaba yo cobrar nuestras inversiones.

Tenía otra razón, aún más importante, para mantener relaciones con don Luis. A través de los Medinaceli y de Puerto de Santa María, mantenemos, desde hace años, sólidas relaciones con las empresas de don Enrique el Navegante, quien a sus 20 años convenció a su padre para conquistar Ceuta, en 1414. Nuestro patrocinado fue nombrado Gran Maestre de la orden de Cristo, el 25 de mayo de 1420 y desde entonces ha implicado a pobladores, conquistadores y exploradores que han roto con el mito que proclamaba que el océano se hundía más allá del Cabo Bojador. Desde que éste fuera cruzado por Gil Eanes, en 1434, no han cesado los avances en las costas del continente africano y en 1444, Dinis Dias llegó al rio Senegal y desembarcó en Guinea. Ya podíamos alcanzar una gran parte de las mercancías que alimentan el tráfico caravanero del Sahara. Las ocupaciones de territorio y descubrimientos promovidos por el Gran Maestre de la Orden de Cristo no eran, como en el caso de los Medinaceli, mera vanidad; todo es tan pragmático que se han creado empresas vinculadas al reino de Portugal.

Creo que nunca hemos hecho tan buenos negocios como lo estamos haciendo ahora. Corre el dinero en estos enclaves y están ansiosos de exhibir los privilegios de la riqueza. La marca Lakhoua tiene prestigio y satisface sus ansias. Mi suegro nunca llegó a mostrarme su repugnancia por la deriva que había tomado la empresa desde su jubileo. Siempre he sabido que me lo reprochaba; pero, cada noche, mientras estaba en vida, consciente del reproche, le he hecho partícipe de la gestión y del proyecto del negocio. Estamos teniendo beneficios que no saben evaluar nuestros socios y desde luego no es nada real la contabilidad que enseño.

No sé quién va a llevar este negocio; .Fernando, pese a lo que proclama a gritos, no está preparado. Se come el mundo y no lo conoce tanto como pretende creer Tuve que aceptar el sistema educativo de los Lakkhoua, aunque eliminé muchas rigideces, y lo envié tres años con mi padre para completar su educación.

Temo que no fue buena idea; volvió imbuido de saber y de arrogancia. Contrariamente a lo que yo hice, se negó a desprenderse de un vestuario lujoso que desentonaba con los usos de Sevilla y temo que con el buen gusto de nuestra marca. Las reclamaciones financieras del conde de Medinaceli se han disparado ante la fortuna que ve en el lujo. ¡Qué distante me veo de mi Venecia natal! Odio las ostentaciones que antes me parecían tan naturales, aunque me permito ciertos lujos venecianos. Por suerte paso allí temporadas, por razones comerciales, puesto que me doy al negocio tanto como mi difunto suegro. Sentí mucho su muerte y la misteriosa desaparición de mi esposo. Antes podía poner freno a Fernando con la ayuda de ambos. Ahora ya no pinto nada.

Impaciente por la tardanza de mi marido en abandonar la alcoba del difunto, como manda la tradición y al objeto que se pueda proceder a limpiar e investir el cadáver, entré y lo encontré muerto junto a los restos de su padre. Ambos cuerpos estaban fríos. Llamé a los sirvientes y a los médicos. Nadie encontró signos de que se hubiera producido un asesinato y los médicos decretaron muerte natural a mi difunto marido. Lo achacaban al dolor por la pérdida. ¡Me dejaban sola! Este fue mi primer pensamiento. Después pensé que todo era muy raro. Mi marido estaba muy preparado para la muerte de su padre, esperada desde hacía meses. Tampoco era candidato a trepanaciones cardiacas. Me fijé bien en las víctimas: los médicos venecianos no habrían decretado muerte natural. Es cierto que ambos ofrecían síntomas de infarto, pero los retortijones que apreciaba provenían de las entrañas donde no llegan los ritmos cardiacos. Entonces caí en cuenta de que faltaban la jarra y el vaso a los que parecía aferrarse mi difunto marido cuando los descubrí muertos. Alguien había aprovechado mi salida para dar la alarma, para retirarlos.

No dije nada, sobre todo porque el diagnóstico me fue transmitido por Fernando y su expresión no parecía pedir mi opinión. Desde mi terrible descubrimiento éste había asumido el mando y pese a mis protestas, el servicio me llevó a mis apartamentos y me atiborraron de toda clase de calmantes.

Reconozco que tuve miedo y mucho. Nadie parecía escuchar sino la voz del amo. Yo ya no era nada. Así fue decretada la muerte natural de mi difunto esposo y así podría ser decretada la mía, aunque la causa fueran estos brebajes que me obligan a tomar cada vez que intento levantarme para atender mis labores.

No me fue difícil comprender que debía jugar mi papel de apaciguada para apaciguar a mis guardianas. Desde que lo logré, me sentí mucho mejor; dejaron de obligarme a beber sus brebajes y disfrutaba de mayor movilidad.

No se me dijo gran cosa, pero, por las miradas y los gestos, me pareció comprender que sentían compasión por mí. Mi primer gran logro fue dormir como una malva. A la mañana siguiente, me despertaron para prepararme para asistir al ceremonial. Me tranquilizó comprobar que conservaba mis atuendos de “mando” y decidí exhibirme ante todo el mundo para que Fernando comprendiera que todos sus esfuerzos serían inútiles. Este fue el caso de los míos. Sentí la misma mirada de lástima que me dirigía el servicio.

Cuanto más recurría a mis encantos, más matices de desprecio había en las miradas. Opté, rápidamente, por el papel de una viuda doliente, valiente y cortés, que siempre me ha parecido de mal gusto. Fui recompensada por algunas miradas, aunque predominaban los vehementes reproches. Lo más duro para mí era sentir la acerada mirada de Fernando que se clavaba en mi nuca.

Me asusta mucho mi hijo y soy yo misma quien despertó el monstruo que lleva dentro. Quería limar asperezas que lamentaba en la educación Lakkhoua y los años de educación de Venecia no fueron sino un lamentable revulsivo. Dejó de ser un Lakkhoua para no ser nada.

Mi padre es demasiado viejo para culparle y él mismo critica la forma en que mi hermano lleva el negocio. Lo cierto es que el nuestro ha salido beneficiado con los ritmos impuestos en los nuevos tiempos. Hemos penetrado las rutas venecianas asiáticos, las que llevan a Palestina, a Londres, a Egipto, al norte de África, a Rusia, a través de la ruta del mar Negro, a los Balcanes y sobre todo, a Estambul. Para cumplir nuestra parte, tuvimos que hacer una gran inversión que ha sido ampliamente recuperada, pero las ansias de mi hermano no tienen fin y sus exigencias nos resultan tan caras como las del Príncipe de la Fortuna. Obviamente, también recurro a mis artilugios contables y me defiendo como una leona. Nuestro producto ha ennoblecido al agregar las joyas que captamos por estas vías y ya tenemos filiales de captación de mercancía y de demanda. Nunca hubiera imaginado que tuviera tanta habilidad para camuflar contabilidades en unas filiales y en unos contratos que me aseguran el control y que blindan de los controles de los otros.

No es mi intención vanagloriarme, pero dudo de las capacidades de mi hijo Fernando y de mi sobrino, Alfredo, para sortear el blindaje. Les va a saltar todo en plenos morros, porque ellos mismos son tan fatuos como aquellos que me enseñaron a engañar. .

No entiendo muy bien por qué mi hermano no se lleva a su hijo a Venecia. Se lo trajo Fernando hace algo más de un año y aquí se ha quedado. Nunca me ha gustado mi querido sobrino y temo conocer las razones de su permanencia. En todo caso hace que Fernando sea su sombra y me tienen asustada. Temo que la inversión de Fernando en el príncipe ha dejado nuestras arcas vacías, pero también espero que sea lo suficientemente astuto como para saber sacar tajada a las vacas gordas que trae el poder de los aliados del príncipe.

¡Qué tiempos horríbilis en los que descuartizan los reinos de Castilla, Aragón y Navarra. ¡Qué tiempos para descontrolar la avidez de un conde metido en todos los conflictos.Yo ya no tengo poder alguno. He sido recluida en el convento de San Clemente y sometida a las más estrictas reglas del silencio, de la obediencia, del rezo y del trabajo del Cister. No se me permite recibir o comunicar. Felizmente, la madre abadesa me ha proporcionado material para escribir y lectura. Es una auténtica dama y me da la sensación que oculta, como yo, historias que no queremos llevarnos a la tumba.

Me las he apañado muy bien, porque, pese a que se me ha privado de mi doncella de confianza, Andrea, ésta conoce a Isidro, nuestro jardinero. Un viejo gruñón que nos evita, sistemáticamente, cuando paseamos, las monjas. Un día me hizo un gesto y me entregó un mensaje de Andrea: “desde ahora recogerá y entregará nuestros mensajes”. Empiezo por éste, que Andrea os transmitirá a los Lakkhoua.

Yo sé que comprendéis lo expuesto y que sabéis que me opongo a abandonar el Sahara, como están haciendo Alfredo y Fernando. Nuestro producto necesita el profundo sabor del Sahara y tiene que ser Lakkhoua. Lo tengo así previsto en mi entramado de filiales y para lograrlo basta con mi firma. Es tan fácil que podemos hacerlo a espaldas de mis carceleros, porque el depósito está completamente fuera de su alcance.

No revelaré el lugar hasta que no se me saque de aquí y se me ponga a salvo, donde indicaré. Sé que no habéis tenido nada que ver en mis desgracias, porque sois tan víctimas como lo soy yo misma. La nueva etapa de la empresa no cuenta con vosotros, creen captar lo que ofrecéis con las nuevas rutas. Se que vinisteis al duelo con unos días de retraso. Lástima que llegarais después de mi reclusión. Me asusta mucho que vuestros familiares surgidos de matrimonios con los Sevilla, que residen en esta ciudad no hayan hecho nada para escucharme.

No descarto la implicación de don Luis de la Cerda y Mendoza, me asalta la duda de que pueda pensar que estos jovencitos sean un hueso más fácil de roer de lo que era yo. Si así fuera, no habría calculado tan mal, puesto que los tres parecen entenderse en sus quimeras ensangrentadas.

El rostro que acude, en primer lugar, a mi mente, es el de Fernando, aparentemente el primer interesado. Lo que ocurre es que tiene coartada, desde que mi esposo entró en las habitaciones del difunto hasta que lo descubrí muerto, mi desgraciado hijo no se movió del salón en el que recibíamos a los numerosos asistentes al duelo.

Lo expuesto no le exculpa, puesto que pudo recurrir a un agente. ¿A quién? No tengo respuesta exacta, pero, mi sobrino, Alfredo, podía ser un excelente candidato. Desde la primera estancia de Fernando en Venecia, ambos insisten en la propuesta de fusionar las empresas. Mi marido, obviamente, mi suegro; mi hermano y yo nos oponíamos firmemente a tal disparate.

Los rostros estaban descompuestos y cubiertos de sudores pegajosos. No percibí olor alguno. Trato de concentrarme en la escena y me parece que faltaba algo más que los vasos de agua… Así es, se había cambiado el incensario y al entrar en la habitación percibí un olor extraño, casi imperceptible.

Me cuesta mucho recordar detalles. La imagen que retengo son los rostros, ambos estaban tensos y con sonrisas macabras, como si quisieran reírse de todos los mortales. Estoy segura de que ambos fueron víctimas de asesinato. ¿Del mismo asesino? ¿Qué otra explicación puedo encontrar?.

¿Cómo se produjo la intoxicación? Mi primera idea fue por ingesta y desde luego la jarra del agua había sido cambiada entre los momentos en que descubrí los cadáveres y mi segunda visita a los mismos, tras el alboroto. ¿Por qué el cambio? Tanto mi difunto suegro como mi esposo eran expertos en venenos. Estoy segura que ninguno de ellos hubiera consumido un agua que no hubiera sido debidamente controlada. Supongamos que el primero hubiera bajado la guardia por su estado de debilidad. En el caso de mi esposo, éste tenía ante si un cuadro clínico inconfundible. El aspecto de su difunto padre no dejaba lugar a dudas. No habría consumido algo que se encontrara en la habitación de la víctima. No era el agua, estoy segura.

No encuentro explicación a que se decretara muerte natural cuando los síntomas de envenenamiento de mi suegro eran clarísimos. No recuerdo muy bien quién lo descubrió. Se organizó un gran revuelo y acudieron inmediatamente los médicos, después se nos anunció, solemnemente, la muerte de –Ángel Sevilla III y como manda la tradición, el sucesor se encerró con el cadáver. ¿Por qué razón éste no hizo sonar todas las alarmas en vez de quedarse, como si todo hubiera sido normal?.

Queda el envenenamiento por inhalación, que explicaría el cambio de incensario. Me inclino por esta opción, incluso tengo la impresión de que el ligero olor que percibí me recordaba algo. Si fuera este el caso, debo suponer que el asesino/a colocó el instrumento letal. Lo retiró tras la primera muerte, lo volvió a colocar tras la entrada de mi esposo y lo retiró tras la muerte de éste.

Demasiado complicado, aunque posible con tanto alboroto como había en aquellos momentos. Tuve ante mi vista a Fernando casi todo el tiempo, ambos atendíamos a nuestros visitantes, que llegaron desde que se produjo la primera defunción e incluso antes, puesto que el estado del difunto hacía prever la muerte desde hacía meses y parientes, allegados y socios habían asistido para ayudarnos en el trance.

Pude, sin embargo, perderlo de vista en algunos momentos. Así ocurriría, sin duda, especialmente cuando tenía que dar instrucciones a los criados. ¿Quién sabe? Nada es seguro. Alfredo y Fernando estuvieron juntos prácticamente todo el tiempo. ¿Es así?.. No lo es. Hubo, en efecto, momentos en que el primero daba órdenes que el segundo debía ejecutar fuera del salón.

En todo caso, lo más extraño es que el escrito de mi esposo, que todos pudimos leer, porque estaba bien a la vista, apenas haga una ligera mención al aspecto del cadáver de su progenitor. Este es un detalle que siempre he encontrado muy extraño. ¿Cómo pudo pasarlo por alto? A menos que no se dignara mirarlo…

Tengo que encontrar muchas respuestas y lo haré con toda seguridad. Lo importante, por el momento, es haceros llegar este mensaje, porque, aunque creo que me conocéis bien, me cuesta admitir que no hicierais por visitarme cuando sé que continúas visitando Sevilla. No es necesaria una guerra. Nunca mejor aplicado eso de “más vale maña que fuerza y algunos de vuestros familiares emparentados con los Sevilla, tienen maña y fuerza. No digo más porque, pese a las precauciones, estos papeles podrían caer en otras manos.

El Principado de la Fortuna/Capítulo VIII

Monasterio de San Clemente, Sevilla, 20 de noviembre de 1471
Carlos Ortiz de Zárate
miércoles, 29 de mayo de 2013, 09:22 h (CET)
El Principado de la Fortuna/Capítulo VII

El diario de Johanna

Recuerdo el día de mi boda y el viaje a Sevilla. Iba hacia el destino para el que se me había preparado con tanto esmero. Me costaba mucho comprender por qué mi padre me había designado a Ángel Sevilla IV. Lo primero que me vino a la mente fue que era un estorbo. Confieso que aún me asalta esa duda. Siempre le ha molestado que defendiera los intereses de mi difunta madre; pero, cada vez estoy más convencida de que me confiaba una misión importante. Fuera como fuera, he tenido que jugar con las cartas que me han tocado. Me sentí horrorizada al llegar a Sevilla; no tenía nada que ver con mi Venecia natal, la capital más cosmopolita del orbe. Poco a poco se me fue despejando de vestuario y atuendo, desentonaban en una Sevilla remilgada. Lo acepté sin poner reparos; pero en la certeza de que pronto sería yo quien tomara las decisiones.

Así fue. No tardé en lograr que mi suegro me entregara el mando de la casa. Me costó mucho más entrar en el negocio; ya era una señora de Sevilla que mostraba interés por una sociedad con la que compartía muy poco. Mi suegro no era tan ogro como lo tiende a mostrar mi esposo. No es así. Lo que ocurría, tanto con este hombre como con mi marido, es que, en realidad, son tiernos y para protegerse del miedo a ser descubiertos, se acorazan. Me bastó con escucharles y mostrar que les comprendía. En parte era así, puesto que los salones de mi casa materna estaban ocupados siempre en negocios y políticas. Por otra parte, considero que tanto el producto como el proyecto Sevilla, tienen presente y futuro, pero… He sido lo suficientemente paciente y cuando lo he pronunciado no han tenido tiempo de batirse en retirada. Desde entonces visto y opino a mi guisa, con la certeza de que no contrarío a nadie. En lo único que he tenido que ceder es en aceptar que se trasviesta mi nombre, Johanna, para despistar sus orígenes hebreos. Mi madre no era religiosa, como tampoco lo soy yo, pero es un nombre que me representa; “la que apacigua al creador”. Así me educó y así soy. No acepto que me llamen Juana y a cambio, tolero, sin remilgos, las variantes. El resto son anécdotas; mi suegro afirma haber legado la dirección a sus hijo y nieto y mi difunto marido pretendía que formábamos una pirámide con nuestro hijo Fernando. Ninguno de estos hombres dice la verdad, la que acabo de contar. Nadie me legó el poder. Lo tomé yo misma.

Yo era quien trataba con la condesa de Medinaceli desde que mi suegro descubrió que ambas compartíamos diversiones. Era muy observador, el viejo y muy pragmático. Solamente tuve que ayudarle un poco para que comprendiera que no solamente sabía llevar la casa. Fue cuestión de paciencia, pero no me cayó en sorpresa mi designación como interlocutora de Isabel de Cerda. Desde entonces me ocupo de las relaciones con los Medinaceli.

También me iba haciendo una Lakkhoua y apreciaba las joyas que nos provenían del Sahara. Hasta llegué a caer en el mito del principado de la Fortuna. Todo ha ido bien, con más o menos peros, mientras la condesa y sus descendientes compensaban, a corto plazo, nuestras inversiones. Así ha sido hasta la sucesión del condado de Medinaceli por Luis de la Cerda y Mendoza, cuyas exigencias no cesan de crecer desde el nacimiento de Juana, hija del rey de Castilla, Enrique IV, en 1462. Don Luis se enzarzó en el bando que desató una sangría en el reino, porque reclamaba la corona para Alfonso, el hermanastro del rey. Hay mucho chisme y muchos intereses que apoyan esta causa, pero el desgarramiento del reino continúa con un conflicto aún sin resolver. Las demandas financieras del conde estaban ya saturando mi paciencia, era muy caro y una inversión a largo plazo y a alto riesgo. Ha colmado mi paciencia cuando me ha anunciado, recientemente, la decisión de anular su matrimonio para contraer nuevas nupcias, a instancias del rey Juan II de Aragón y de su sucesor, Fernando, con doña Ana de Navarra, bastada y única heredera del príncipe Carlos de Viana.

Me estremecí cuando me comunicó tal locura; Carlos de Viena ha sido perseguido, hasta la muerte, por su padre, rey consorte de Navarra y rey de Aragón, Juan II. Han corrido rumores que implican a la nueva esposa del rey en el asesinato del hijo que tuvo éste con la reina de Navarra y yo me inclino por creerlos. ¿Para qué quieren casar, Juan II de Aragón y su hijo Fernando, al conde de Medinacelli, con la heredera del que les ha costado tanto deshacerse? La versión del pobre Luis de la Cerda y Mendoza es bastante patética; está convencido que logrará el trono de Navarra. Los aliados aragoneses del príncipe de la Fortuna tienen sus planes; en ellos, éste no tiene sino el papel de financiar intrigas sanguinarias que nos han costado ya una fortuna, como defensores del honor de nuestro socio. Siempre afirma haberlo comprometido. No me ha sido difícil recordarle que ha vaciado nuestras arcas la defensa de su honor en la operación de busca y captura del príncipe de Viana emprendida por sus aliados aragoneses. Ensangrentaron Navarra, sublevaron a la Generatitat, tuvieron que recurrir al rey de Francia para proteger a Juan II de sus súbditos y le han cedido Rosellón y Cerdeña a cambio de estos servicios. El conde había empeñado su palabra ante mí, asegurándome que mi contribución evitaría esta cesión.

Don Luis de la Cerda y Mendoza no tiene las ideas muy claras con respecto a las sangrías que están padeciendo los reinos de Aragón, Castilla y Navarra y desde luego, nunca conseguirá una corona de la que se considera desposeído. No parece que se equivoque con su apuesta, en Castilla, por Alfonso y por su hermana y sucesora Isabel, la esposa de Fernando, el heredero de Juan II. No es mera casualidad que la muerte de Alfonso, considerado por algunos como el decimosegundo de Castilla, esté rodeada de rumores, como en el caso de la del príncipe de Viana. No cabe duda ya a nadie que Isabel se hará con lo corona, Don Luis verá muy pronto compensados sus esfuerzos y entonces pensaba yo cobrar nuestras inversiones.

Tenía otra razón, aún más importante, para mantener relaciones con don Luis. A través de los Medinaceli y de Puerto de Santa María, mantenemos, desde hace años, sólidas relaciones con las empresas de don Enrique el Navegante, quien a sus 20 años convenció a su padre para conquistar Ceuta, en 1414. Nuestro patrocinado fue nombrado Gran Maestre de la orden de Cristo, el 25 de mayo de 1420 y desde entonces ha implicado a pobladores, conquistadores y exploradores que han roto con el mito que proclamaba que el océano se hundía más allá del Cabo Bojador. Desde que éste fuera cruzado por Gil Eanes, en 1434, no han cesado los avances en las costas del continente africano y en 1444, Dinis Dias llegó al rio Senegal y desembarcó en Guinea. Ya podíamos alcanzar una gran parte de las mercancías que alimentan el tráfico caravanero del Sahara. Las ocupaciones de territorio y descubrimientos promovidos por el Gran Maestre de la Orden de Cristo no eran, como en el caso de los Medinaceli, mera vanidad; todo es tan pragmático que se han creado empresas vinculadas al reino de Portugal.

Creo que nunca hemos hecho tan buenos negocios como lo estamos haciendo ahora. Corre el dinero en estos enclaves y están ansiosos de exhibir los privilegios de la riqueza. La marca Lakhoua tiene prestigio y satisface sus ansias. Mi suegro nunca llegó a mostrarme su repugnancia por la deriva que había tomado la empresa desde su jubileo. Siempre he sabido que me lo reprochaba; pero, cada noche, mientras estaba en vida, consciente del reproche, le he hecho partícipe de la gestión y del proyecto del negocio. Estamos teniendo beneficios que no saben evaluar nuestros socios y desde luego no es nada real la contabilidad que enseño.

No sé quién va a llevar este negocio; .Fernando, pese a lo que proclama a gritos, no está preparado. Se come el mundo y no lo conoce tanto como pretende creer Tuve que aceptar el sistema educativo de los Lakkhoua, aunque eliminé muchas rigideces, y lo envié tres años con mi padre para completar su educación.

Temo que no fue buena idea; volvió imbuido de saber y de arrogancia. Contrariamente a lo que yo hice, se negó a desprenderse de un vestuario lujoso que desentonaba con los usos de Sevilla y temo que con el buen gusto de nuestra marca. Las reclamaciones financieras del conde de Medinaceli se han disparado ante la fortuna que ve en el lujo. ¡Qué distante me veo de mi Venecia natal! Odio las ostentaciones que antes me parecían tan naturales, aunque me permito ciertos lujos venecianos. Por suerte paso allí temporadas, por razones comerciales, puesto que me doy al negocio tanto como mi difunto suegro. Sentí mucho su muerte y la misteriosa desaparición de mi esposo. Antes podía poner freno a Fernando con la ayuda de ambos. Ahora ya no pinto nada.

Impaciente por la tardanza de mi marido en abandonar la alcoba del difunto, como manda la tradición y al objeto que se pueda proceder a limpiar e investir el cadáver, entré y lo encontré muerto junto a los restos de su padre. Ambos cuerpos estaban fríos. Llamé a los sirvientes y a los médicos. Nadie encontró signos de que se hubiera producido un asesinato y los médicos decretaron muerte natural a mi difunto marido. Lo achacaban al dolor por la pérdida. ¡Me dejaban sola! Este fue mi primer pensamiento. Después pensé que todo era muy raro. Mi marido estaba muy preparado para la muerte de su padre, esperada desde hacía meses. Tampoco era candidato a trepanaciones cardiacas. Me fijé bien en las víctimas: los médicos venecianos no habrían decretado muerte natural. Es cierto que ambos ofrecían síntomas de infarto, pero los retortijones que apreciaba provenían de las entrañas donde no llegan los ritmos cardiacos. Entonces caí en cuenta de que faltaban la jarra y el vaso a los que parecía aferrarse mi difunto marido cuando los descubrí muertos. Alguien había aprovechado mi salida para dar la alarma, para retirarlos.

No dije nada, sobre todo porque el diagnóstico me fue transmitido por Fernando y su expresión no parecía pedir mi opinión. Desde mi terrible descubrimiento éste había asumido el mando y pese a mis protestas, el servicio me llevó a mis apartamentos y me atiborraron de toda clase de calmantes.

Reconozco que tuve miedo y mucho. Nadie parecía escuchar sino la voz del amo. Yo ya no era nada. Así fue decretada la muerte natural de mi difunto esposo y así podría ser decretada la mía, aunque la causa fueran estos brebajes que me obligan a tomar cada vez que intento levantarme para atender mis labores.

No me fue difícil comprender que debía jugar mi papel de apaciguada para apaciguar a mis guardianas. Desde que lo logré, me sentí mucho mejor; dejaron de obligarme a beber sus brebajes y disfrutaba de mayor movilidad.

No se me dijo gran cosa, pero, por las miradas y los gestos, me pareció comprender que sentían compasión por mí. Mi primer gran logro fue dormir como una malva. A la mañana siguiente, me despertaron para prepararme para asistir al ceremonial. Me tranquilizó comprobar que conservaba mis atuendos de “mando” y decidí exhibirme ante todo el mundo para que Fernando comprendiera que todos sus esfuerzos serían inútiles. Este fue el caso de los míos. Sentí la misma mirada de lástima que me dirigía el servicio.

Cuanto más recurría a mis encantos, más matices de desprecio había en las miradas. Opté, rápidamente, por el papel de una viuda doliente, valiente y cortés, que siempre me ha parecido de mal gusto. Fui recompensada por algunas miradas, aunque predominaban los vehementes reproches. Lo más duro para mí era sentir la acerada mirada de Fernando que se clavaba en mi nuca.

Me asusta mucho mi hijo y soy yo misma quien despertó el monstruo que lleva dentro. Quería limar asperezas que lamentaba en la educación Lakkhoua y los años de educación de Venecia no fueron sino un lamentable revulsivo. Dejó de ser un Lakkhoua para no ser nada.

Mi padre es demasiado viejo para culparle y él mismo critica la forma en que mi hermano lleva el negocio. Lo cierto es que el nuestro ha salido beneficiado con los ritmos impuestos en los nuevos tiempos. Hemos penetrado las rutas venecianas asiáticos, las que llevan a Palestina, a Londres, a Egipto, al norte de África, a Rusia, a través de la ruta del mar Negro, a los Balcanes y sobre todo, a Estambul. Para cumplir nuestra parte, tuvimos que hacer una gran inversión que ha sido ampliamente recuperada, pero las ansias de mi hermano no tienen fin y sus exigencias nos resultan tan caras como las del Príncipe de la Fortuna. Obviamente, también recurro a mis artilugios contables y me defiendo como una leona. Nuestro producto ha ennoblecido al agregar las joyas que captamos por estas vías y ya tenemos filiales de captación de mercancía y de demanda. Nunca hubiera imaginado que tuviera tanta habilidad para camuflar contabilidades en unas filiales y en unos contratos que me aseguran el control y que blindan de los controles de los otros.

No es mi intención vanagloriarme, pero dudo de las capacidades de mi hijo Fernando y de mi sobrino, Alfredo, para sortear el blindaje. Les va a saltar todo en plenos morros, porque ellos mismos son tan fatuos como aquellos que me enseñaron a engañar. .

No entiendo muy bien por qué mi hermano no se lleva a su hijo a Venecia. Se lo trajo Fernando hace algo más de un año y aquí se ha quedado. Nunca me ha gustado mi querido sobrino y temo conocer las razones de su permanencia. En todo caso hace que Fernando sea su sombra y me tienen asustada. Temo que la inversión de Fernando en el príncipe ha dejado nuestras arcas vacías, pero también espero que sea lo suficientemente astuto como para saber sacar tajada a las vacas gordas que trae el poder de los aliados del príncipe.

¡Qué tiempos horríbilis en los que descuartizan los reinos de Castilla, Aragón y Navarra. ¡Qué tiempos para descontrolar la avidez de un conde metido en todos los conflictos.Yo ya no tengo poder alguno. He sido recluida en el convento de San Clemente y sometida a las más estrictas reglas del silencio, de la obediencia, del rezo y del trabajo del Cister. No se me permite recibir o comunicar. Felizmente, la madre abadesa me ha proporcionado material para escribir y lectura. Es una auténtica dama y me da la sensación que oculta, como yo, historias que no queremos llevarnos a la tumba.

Me las he apañado muy bien, porque, pese a que se me ha privado de mi doncella de confianza, Andrea, ésta conoce a Isidro, nuestro jardinero. Un viejo gruñón que nos evita, sistemáticamente, cuando paseamos, las monjas. Un día me hizo un gesto y me entregó un mensaje de Andrea: “desde ahora recogerá y entregará nuestros mensajes”. Empiezo por éste, que Andrea os transmitirá a los Lakkhoua.

Yo sé que comprendéis lo expuesto y que sabéis que me opongo a abandonar el Sahara, como están haciendo Alfredo y Fernando. Nuestro producto necesita el profundo sabor del Sahara y tiene que ser Lakkhoua. Lo tengo así previsto en mi entramado de filiales y para lograrlo basta con mi firma. Es tan fácil que podemos hacerlo a espaldas de mis carceleros, porque el depósito está completamente fuera de su alcance.

No revelaré el lugar hasta que no se me saque de aquí y se me ponga a salvo, donde indicaré. Sé que no habéis tenido nada que ver en mis desgracias, porque sois tan víctimas como lo soy yo misma. La nueva etapa de la empresa no cuenta con vosotros, creen captar lo que ofrecéis con las nuevas rutas. Se que vinisteis al duelo con unos días de retraso. Lástima que llegarais después de mi reclusión. Me asusta mucho que vuestros familiares surgidos de matrimonios con los Sevilla, que residen en esta ciudad no hayan hecho nada para escucharme.

No descarto la implicación de don Luis de la Cerda y Mendoza, me asalta la duda de que pueda pensar que estos jovencitos sean un hueso más fácil de roer de lo que era yo. Si así fuera, no habría calculado tan mal, puesto que los tres parecen entenderse en sus quimeras ensangrentadas.

El rostro que acude, en primer lugar, a mi mente, es el de Fernando, aparentemente el primer interesado. Lo que ocurre es que tiene coartada, desde que mi esposo entró en las habitaciones del difunto hasta que lo descubrí muerto, mi desgraciado hijo no se movió del salón en el que recibíamos a los numerosos asistentes al duelo.

Lo expuesto no le exculpa, puesto que pudo recurrir a un agente. ¿A quién? No tengo respuesta exacta, pero, mi sobrino, Alfredo, podía ser un excelente candidato. Desde la primera estancia de Fernando en Venecia, ambos insisten en la propuesta de fusionar las empresas. Mi marido, obviamente, mi suegro; mi hermano y yo nos oponíamos firmemente a tal disparate.

Los rostros estaban descompuestos y cubiertos de sudores pegajosos. No percibí olor alguno. Trato de concentrarme en la escena y me parece que faltaba algo más que los vasos de agua… Así es, se había cambiado el incensario y al entrar en la habitación percibí un olor extraño, casi imperceptible.

Me cuesta mucho recordar detalles. La imagen que retengo son los rostros, ambos estaban tensos y con sonrisas macabras, como si quisieran reírse de todos los mortales. Estoy segura de que ambos fueron víctimas de asesinato. ¿Del mismo asesino? ¿Qué otra explicación puedo encontrar?.

¿Cómo se produjo la intoxicación? Mi primera idea fue por ingesta y desde luego la jarra del agua había sido cambiada entre los momentos en que descubrí los cadáveres y mi segunda visita a los mismos, tras el alboroto. ¿Por qué el cambio? Tanto mi difunto suegro como mi esposo eran expertos en venenos. Estoy segura que ninguno de ellos hubiera consumido un agua que no hubiera sido debidamente controlada. Supongamos que el primero hubiera bajado la guardia por su estado de debilidad. En el caso de mi esposo, éste tenía ante si un cuadro clínico inconfundible. El aspecto de su difunto padre no dejaba lugar a dudas. No habría consumido algo que se encontrara en la habitación de la víctima. No era el agua, estoy segura.

No encuentro explicación a que se decretara muerte natural cuando los síntomas de envenenamiento de mi suegro eran clarísimos. No recuerdo muy bien quién lo descubrió. Se organizó un gran revuelo y acudieron inmediatamente los médicos, después se nos anunció, solemnemente, la muerte de –Ángel Sevilla III y como manda la tradición, el sucesor se encerró con el cadáver. ¿Por qué razón éste no hizo sonar todas las alarmas en vez de quedarse, como si todo hubiera sido normal?.

Queda el envenenamiento por inhalación, que explicaría el cambio de incensario. Me inclino por esta opción, incluso tengo la impresión de que el ligero olor que percibí me recordaba algo. Si fuera este el caso, debo suponer que el asesino/a colocó el instrumento letal. Lo retiró tras la primera muerte, lo volvió a colocar tras la entrada de mi esposo y lo retiró tras la muerte de éste.

Demasiado complicado, aunque posible con tanto alboroto como había en aquellos momentos. Tuve ante mi vista a Fernando casi todo el tiempo, ambos atendíamos a nuestros visitantes, que llegaron desde que se produjo la primera defunción e incluso antes, puesto que el estado del difunto hacía prever la muerte desde hacía meses y parientes, allegados y socios habían asistido para ayudarnos en el trance.

Pude, sin embargo, perderlo de vista en algunos momentos. Así ocurriría, sin duda, especialmente cuando tenía que dar instrucciones a los criados. ¿Quién sabe? Nada es seguro. Alfredo y Fernando estuvieron juntos prácticamente todo el tiempo. ¿Es así?.. No lo es. Hubo, en efecto, momentos en que el primero daba órdenes que el segundo debía ejecutar fuera del salón.

En todo caso, lo más extraño es que el escrito de mi esposo, que todos pudimos leer, porque estaba bien a la vista, apenas haga una ligera mención al aspecto del cadáver de su progenitor. Este es un detalle que siempre he encontrado muy extraño. ¿Cómo pudo pasarlo por alto? A menos que no se dignara mirarlo…

Tengo que encontrar muchas respuestas y lo haré con toda seguridad. Lo importante, por el momento, es haceros llegar este mensaje, porque, aunque creo que me conocéis bien, me cuesta admitir que no hicierais por visitarme cuando sé que continúas visitando Sevilla. No es necesaria una guerra. Nunca mejor aplicado eso de “más vale maña que fuerza y algunos de vuestros familiares emparentados con los Sevilla, tienen maña y fuerza. No digo más porque, pese a las precauciones, estos papeles podrían caer en otras manos.

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