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Francisco Rodríguez

Las preguntas de Kant

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Hoy, cuando existe la idea de que es innecesario estudiar para saber, ya que basta tener un ordenador y una línea telefónica para acceder, con un buscador de Internet, a cualquier materia. Sin esfuerzo, sin estudio, sin memoria por nuestra parte. Cuando creemos que tenemos derecho a todo y reducimos nuestros deberes a evitar lo que pueda ser sancionado por las leyes penales, tributarias o de circulación de vehículos. Cuando lo que esperamos es el placer inmediato, la prejubilación, las vacaciones o que nos toque alguna lotería de las muchas que se nos ofrecen, mi propuesta es, a contracorriente, que tratemos cada uno de contestar seriamente las preguntas que formuló Kant: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre?

No son sólo preguntas que un filósofo trata de responder o que lanza a otros filósofos para establecer una complicada y oscura discusión entre especialistas, son preguntas que podemos recibir y hacerlas nuestras y tratar de responderlas en primera persona, tal como están formuladas. Son preguntas fundamentales de cuya respuesta depende lo que pueda ser nuestra propia vida y nuestra propia vida es lo único que tenemos y es tan importante que no podemos dejar que otros las contesten por nosotros.

¿Qué puedo saber? Esta pregunta me pone sobre aviso de que frente al saber me encuentro equipado con mi propia capacidad, siempre finita y limitada. No puedo saberlo todo, pero sería insensato decir que no puedo saber nada. El saber científico, enorme e inabarcable, siempre provisional y sujeto a revisión, me exigiría acotar un pequeño campo al que dedicar mi vida, sin me sintiera con capacidad para ello. Saber cosas como mera curiosidad, pasatiempo, erudición puede ser interesante pero insuficiente para darle fundamento a mi existencia. El saber que a todos nos atañe es el conocimiento de nosotros mismos con un criterio de verdad. La verdad como fundamento de la libertad, es el saber que importa para mi vida. Pero buscar la verdad exige esfuerzo propio y no mera cita ajena.

¿Qué debo hacer? La vida del hombre es siempre un quehacer y en el hacer se va haciendo el hombre mismo. Si no tengo claro lo-que-debo-hacer o si creo que sólo debo seguir mis caprichos cambiantes, mis deseos insaciables, mi vida no podrá llamarse plenamente humana. Si en el saber había que buscar la verdad para no ser victima de la mentira. En el hacer hay que buscar, elegir, el bien frente al mal. Y el bien no es cualquier cosa que a mí me lo parezca o me satisfaga y que trato de obtener a costa de los demás, sino el bien que yo quisiera recibir y que estoy dispuesto a ofrecer a los otros. Nuestras constantes elecciones hay que examinarlas a la luz del deber, ¿debo o no debo hacer esto o lo otro? Y decidir no por miedo a ninguna medida coactiva sino por amor a lo mejor.

¿Qué me cabe esperar? No es lo mismo vivir con esperanza que sin ella. Si no espero nada, qué consistencia puede tener mi vida. Si no hay algo más allá que garantice que los verdugos no van a triunfar definitivamente sobre sus victimas ¿cómo justificar la primacía del bien sobre el mal? Si todo tiene aquí su fin, ¿puedo contentarme con pensar en que seré recordado algún tiempo? Posiblemente la búsqueda angustiosa y compulsiva de la diversión, del placer y el aturdimiento es el síntoma de la falta de esperanza, de confianza en un absolutamente Otro que puede salvar mi vida, nuestras vidas, de la falta de sentido. Sin encontrar respuesta personal a esta pregunta las dos anteriores quedarán en un equilibrio inestable.

¿Qué es el hombre? Los antropólogos pueden escribir gruesos tratados sobre ello que quizás me puedan ayudar a responderla, pero lo importante es la respuesta que yo me dé a mi mismo y que no es fácil. ¿Soy una caña pensante, un animal evolucionado, una pasión inútil, un simple elemento de producción, la unidad mínima de consumo? ¿Soy un misterio insondable, el embrión del superhombre de un futuro? ¿Soy un ser relacional que necesita un tú para poder decir yo? ¿Soy un hijo de Dios que espera volver salvado a la casa del Padre?

La respuesta que cada uno dé a estas cuatro preguntas serán las que conformen su vida. No querer responderlas es ya una respuesta, una mala respuesta, pues será haber optado por no tomar en serio nuestra condición de hombres dotados de razón.

Las preguntas de Kant

Francisco Rodríguez
Francisco Rodríguez
miércoles, 26 de julio de 2006, 20:14 h (CET)
Hoy, cuando existe la idea de que es innecesario estudiar para saber, ya que basta tener un ordenador y una línea telefónica para acceder, con un buscador de Internet, a cualquier materia. Sin esfuerzo, sin estudio, sin memoria por nuestra parte. Cuando creemos que tenemos derecho a todo y reducimos nuestros deberes a evitar lo que pueda ser sancionado por las leyes penales, tributarias o de circulación de vehículos. Cuando lo que esperamos es el placer inmediato, la prejubilación, las vacaciones o que nos toque alguna lotería de las muchas que se nos ofrecen, mi propuesta es, a contracorriente, que tratemos cada uno de contestar seriamente las preguntas que formuló Kant: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre?

No son sólo preguntas que un filósofo trata de responder o que lanza a otros filósofos para establecer una complicada y oscura discusión entre especialistas, son preguntas que podemos recibir y hacerlas nuestras y tratar de responderlas en primera persona, tal como están formuladas. Son preguntas fundamentales de cuya respuesta depende lo que pueda ser nuestra propia vida y nuestra propia vida es lo único que tenemos y es tan importante que no podemos dejar que otros las contesten por nosotros.

¿Qué puedo saber? Esta pregunta me pone sobre aviso de que frente al saber me encuentro equipado con mi propia capacidad, siempre finita y limitada. No puedo saberlo todo, pero sería insensato decir que no puedo saber nada. El saber científico, enorme e inabarcable, siempre provisional y sujeto a revisión, me exigiría acotar un pequeño campo al que dedicar mi vida, sin me sintiera con capacidad para ello. Saber cosas como mera curiosidad, pasatiempo, erudición puede ser interesante pero insuficiente para darle fundamento a mi existencia. El saber que a todos nos atañe es el conocimiento de nosotros mismos con un criterio de verdad. La verdad como fundamento de la libertad, es el saber que importa para mi vida. Pero buscar la verdad exige esfuerzo propio y no mera cita ajena.

¿Qué debo hacer? La vida del hombre es siempre un quehacer y en el hacer se va haciendo el hombre mismo. Si no tengo claro lo-que-debo-hacer o si creo que sólo debo seguir mis caprichos cambiantes, mis deseos insaciables, mi vida no podrá llamarse plenamente humana. Si en el saber había que buscar la verdad para no ser victima de la mentira. En el hacer hay que buscar, elegir, el bien frente al mal. Y el bien no es cualquier cosa que a mí me lo parezca o me satisfaga y que trato de obtener a costa de los demás, sino el bien que yo quisiera recibir y que estoy dispuesto a ofrecer a los otros. Nuestras constantes elecciones hay que examinarlas a la luz del deber, ¿debo o no debo hacer esto o lo otro? Y decidir no por miedo a ninguna medida coactiva sino por amor a lo mejor.

¿Qué me cabe esperar? No es lo mismo vivir con esperanza que sin ella. Si no espero nada, qué consistencia puede tener mi vida. Si no hay algo más allá que garantice que los verdugos no van a triunfar definitivamente sobre sus victimas ¿cómo justificar la primacía del bien sobre el mal? Si todo tiene aquí su fin, ¿puedo contentarme con pensar en que seré recordado algún tiempo? Posiblemente la búsqueda angustiosa y compulsiva de la diversión, del placer y el aturdimiento es el síntoma de la falta de esperanza, de confianza en un absolutamente Otro que puede salvar mi vida, nuestras vidas, de la falta de sentido. Sin encontrar respuesta personal a esta pregunta las dos anteriores quedarán en un equilibrio inestable.

¿Qué es el hombre? Los antropólogos pueden escribir gruesos tratados sobre ello que quizás me puedan ayudar a responderla, pero lo importante es la respuesta que yo me dé a mi mismo y que no es fácil. ¿Soy una caña pensante, un animal evolucionado, una pasión inútil, un simple elemento de producción, la unidad mínima de consumo? ¿Soy un misterio insondable, el embrión del superhombre de un futuro? ¿Soy un ser relacional que necesita un tú para poder decir yo? ¿Soy un hijo de Dios que espera volver salvado a la casa del Padre?

La respuesta que cada uno dé a estas cuatro preguntas serán las que conformen su vida. No querer responderlas es ya una respuesta, una mala respuesta, pues será haber optado por no tomar en serio nuestra condición de hombres dotados de razón.

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