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Los buenos vecin@s son como una prolongación de la familia

Vecin@s

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Por desgracia y debido a la arquitectura y urbanismo modernos se está perdiendo el antiguo concepto de vecindad. Sorprendente y agradablemente se sigue manteniendo en algunos lugares. En especial en los pueblos y en las zonas rurales.

Pertenezco a una generación en la que todo el mundo se conocía, especialmente los pertenecientes al mismo barrio o a la misma calle. Familias completas nacían, crecían, se multiplicaban y abandonaban este mundo rodeados de esa especie de prolongación de la familia que es la vecindad.

Se estaba al corriente de las enfermedades, alegrías y penas de los vecinos. Se celebraban bautizos, comuniones, bodas y demás festejos en común. Se cuidaban a los ancianos -a los que se les respetaba y trataba con mimo- y finalmente, cuando surgía la trifulca –casi siempre por culpa de los niños- se aprovechaba cualquier fiesta para echar pelillos a la mar en medio de la sangría, el arroz o la copa de anís.

El verano era –y es- el tiempo adecuado para fomentar la vecindad. Llevo viendo desde hace más de treinta años como en una de las casitas que viven asomadas a la vieja carretera N-340, cada atardecer se sacan a la calle inmaculados sillones de plástico –antaño eran sillas de anea- en los que se acomodan el matrimonio propietario del lugar y cuantos viandantes quieran pegar la hebra por un rato. Cuando refresca un poco, recogen el tinglado y hasta el día siguiente. Rememoran en mi mente mi infancia sin televisión y apenas radio, con largas conversaciones de los mayores mientras los niños jugábamos en la “carretera” o acechábamos la presencia de las salamanquesas que realizaban su labor anti-mosquitos.

En las impersonales colmenas en que se han convertido las viviendas modernas de las urbes, en ocasiones, aun se sigue esperando al vecino que llega torpemente a la puerta del ascensor a fin de ayudarle, se cruzan recetas las amas de casa y se conciertan partidas de dominó entre sus habitantes. A veces el vecino o la vecina cercana, está más pendiente del que vive solo, que sus propios familiares. Desgraciadamente se descubre a un enfermo –o un fallecido- por los vecin@s que le echan en falta.

Mi buena noticia de hoy se basa en que no se ha perdido por completo el concepto de vecindad. Este pasado jueves he visto invadir mi hogar por la mayoría de las vecinas de nuestra pequeña urbanización. Se han comido y bebido cuanto han podido –y han traído- y han hablado –mucho, mucho- de lo divino y lo humano. A diario, los chorizos del pueblo, la herrera pescada, el fruto de la huerta o las tortitas recién hechas cruzan patio y escaleras en un reparto fraternal.

Espero que nunca nos falte este sentido. Superar las discrepancias que nacen del roce y disfrutar de la convivencia que se basa en vivir-con.

Vecin@s

Los buenos vecin@s son como una prolongación de la familia
Manuel Montes Cleries
lunes, 26 de agosto de 2019, 09:41 h (CET)

Por desgracia y debido a la arquitectura y urbanismo modernos se está perdiendo el antiguo concepto de vecindad. Sorprendente y agradablemente se sigue manteniendo en algunos lugares. En especial en los pueblos y en las zonas rurales.

Pertenezco a una generación en la que todo el mundo se conocía, especialmente los pertenecientes al mismo barrio o a la misma calle. Familias completas nacían, crecían, se multiplicaban y abandonaban este mundo rodeados de esa especie de prolongación de la familia que es la vecindad.

Se estaba al corriente de las enfermedades, alegrías y penas de los vecinos. Se celebraban bautizos, comuniones, bodas y demás festejos en común. Se cuidaban a los ancianos -a los que se les respetaba y trataba con mimo- y finalmente, cuando surgía la trifulca –casi siempre por culpa de los niños- se aprovechaba cualquier fiesta para echar pelillos a la mar en medio de la sangría, el arroz o la copa de anís.

El verano era –y es- el tiempo adecuado para fomentar la vecindad. Llevo viendo desde hace más de treinta años como en una de las casitas que viven asomadas a la vieja carretera N-340, cada atardecer se sacan a la calle inmaculados sillones de plástico –antaño eran sillas de anea- en los que se acomodan el matrimonio propietario del lugar y cuantos viandantes quieran pegar la hebra por un rato. Cuando refresca un poco, recogen el tinglado y hasta el día siguiente. Rememoran en mi mente mi infancia sin televisión y apenas radio, con largas conversaciones de los mayores mientras los niños jugábamos en la “carretera” o acechábamos la presencia de las salamanquesas que realizaban su labor anti-mosquitos.

En las impersonales colmenas en que se han convertido las viviendas modernas de las urbes, en ocasiones, aun se sigue esperando al vecino que llega torpemente a la puerta del ascensor a fin de ayudarle, se cruzan recetas las amas de casa y se conciertan partidas de dominó entre sus habitantes. A veces el vecino o la vecina cercana, está más pendiente del que vive solo, que sus propios familiares. Desgraciadamente se descubre a un enfermo –o un fallecido- por los vecin@s que le echan en falta.

Mi buena noticia de hoy se basa en que no se ha perdido por completo el concepto de vecindad. Este pasado jueves he visto invadir mi hogar por la mayoría de las vecinas de nuestra pequeña urbanización. Se han comido y bebido cuanto han podido –y han traído- y han hablado –mucho, mucho- de lo divino y lo humano. A diario, los chorizos del pueblo, la herrera pescada, el fruto de la huerta o las tortitas recién hechas cruzan patio y escaleras en un reparto fraternal.

Espero que nunca nos falte este sentido. Superar las discrepancias que nacen del roce y disfrutar de la convivencia que se basa en vivir-con.

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