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Nivel de vida

Francisco Arias Solis
Redacción
martes, 11 de julio de 2006, 21:04 h (CET)
“Hay que dejar un sitio.
Hace un hueco.
Colocad otro plato.
Este hombre lo necesita.
No os encojáis de hombros.
Prestadle una chaqueta
o un sello para que escriba
pidiendo amor o socorro.”

Antonio Molina.

El nivel de vida define un ámbito de posibilidades. El “teclado” de estas está en buena parte determinado por la amplitud económica; en primer lugar, de la sociedad como tal, porque si esta es pobre las posibilidades son muy reducidas; en segundo lugar, de los individuos, puesto que esas posibilidades que “están ahí” no son sin más disponibles para cada uno de los hombres. No es necesario insistir en que el fabuloso incremento de la riqueza en la época industrial ha dilatado increíblemente el horizonte de las posibilidades genéricas del hombre y, en proporción aún mayor, el de la posibilidades medias de los individuos en Europa y América. Pero, en cambio, no suele echarse de ver lo que la elevación del nivel de vida implica de limitación y servidumbre.

La amplitud económica , es decir, la elevación del nivel de vida, tiene además la consecuencia de ampliar también el ámbito de convivencia y dilatar así la “vida social” o de relación. La facilidad de los viajes hace que las relaciones humanas sean mucho más extendidas que en los casos en que cada individuo vive adscrito –o poco menos- al lugar en que reside; aun en la residencia habitual, el número de personas a quienes se trata está condicionado en parte por el nivel económico. Pero, por otro lado, este mismo fenómeno influye en el hecho de que el mundo va convirtiéndose progresivamente en una estructura intrínsecamente económica, es decir, que sólo funciona por medio del dinero. No se suele reparar suficientemente en lo que esto tiene de constricción y limitación: en las sociedades económicamente muy desarrolladas, casi nada es gratuito; el más mínimo programa vital requiere para su realización la intervención de cantidades mayores o menores de dinero: el desplazamiento en ls grandes sociedades, que requiere medios de comunicación; la utilización de todo género de servicios, el acceso a monumentos, museos, etc.; el sentarse en muchos lugares; prácticamente todas las actividades requieren dinero; el símbolo de este mundo es la máquina automática que solo funciona al deslizar en ella una moneda. Por eso la pobreza es más difícil de soportar en este tipo de sociedades que en la económicamente más primitivas.

Para la compresión de la estructura de esta forma de vida conviene introducir el concepto de holgura, que se suele referir a la cuantía de riqueza y al nivel de vida; vivir con holgura querría decir tener cubiertas las necesidades con algún exceso; y falta de holgura significaría algún grado de pobreza. Creo que la cosa es más complicada. La holgura es, en efecto, cierta anchura, amplitud o margen que las cosas dejan , y que hace posible su “juego” , es decir, la libertad de movimientos. Pero esto implica una peculiar -y positiva- falta de exactitud, que en cuestiones económicas se traduce en un “da lo mismo” ; y esto, claro está, es lo contrario de toda buena contabilidad y de todo espíritu rigurosamente económico; para el contable, en efecto, nada “da lo mismo”: un solo céntimo de diferencia perturba su balance como un millón.

En las sociedades muy evolucionadas económicamente –que suelen ser, y no por casualidad las más ricas-, es frecuente la falta de holgura: se espera la vuelta de un pequeño pago; no es indiferente pagar o no el autobús del amigo, o el taxi utilizado en común; se cuenta con el pago del pequeño encargo traído a otra persona; no se invita más que con su cuenta y razón. El español, por ejemplo, aun ahora, se siente incomodo –cualquiera que sea el nivel de riqueza- ante esa actitud tan exacta; no respira bien si no tiene un poco de holgura; por eso se permite dispendios que otros hombres no se autorizan, a menos que se muevan en un nivel económico muy superior; el español siente más o menos confusamente que en buena economía cinco céntimos son cinco céntimos, pero que cuando pasa así, la vida se pone triste. Por esto suele producir a mucho extranjeros la impresión de “generoso” –en su versión popular, “rumboso”-, impresión que no es exclusivamente positiva, porque las vigencias económicas son muy fuertes, pero que suscita alguna involuntaria admiración. Y es que el español piensa o al menos siente que la holgura es una forma vital de riqueza, no una consecuencia de la riqueza, o una síntoma de ella, sino justamente la riqueza vital –por eso la palabra “holgura” no se restringe a lo económico, y tiene su aplicación más justa a las formas totales de la vida; hay holgura de tiempo, de atención, de efecto, de compresión-; en suma, el lujo de la vida, la forma concreta, no abstracta y cuantitativa, de las posibilidades. Y como dijo el poeta: “Lo que envenena la vida / es ver que en torno tenemos / cuanto para ser felices / nos hace falta... y no es nuestro”.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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