Entre el domingo y el lunes por la mañana, ayer y antes de ayer, en Italia, se ha celebrado un referéndum que podía retocar el modelo de Estado. Hasta 50 puntos de la Carta Magna italiana estaban en juego. La derecha, encabezada por el ex-presidente Silvio Berlusconi, pedía el 'sí' en el plebiscito. Pedía un 'sí' para avanzar en el modelo federal, darle más poder a las regiones. El Gobierno de Prodi, la izquierda -todo un abanico de posibilidades ideológicas en contraposición al anterior Gobierno-, defendió el 'no' a la reforma.
El 61,6% de los ciudadanos de Italia que acudieron a votar optaron por la opción de la izquierda. El 53,6% del censo acudió a votar -en 2001, en otro referéndum constitucional, tan sólo acudió a las urnas el 34% del censo-. Por lo tanto, el 'no' a la reforma constitucional ha sido claro. Los italianos han votado 'no' al traspaso de competencias a las regiones para legislar en materia de sanidad, educación y policía local. 'No' a otorgar más poder al primer ministro. 'No' a que el Senado y la Cámara de Diputados tengan más peso en el Tribunal Constitucional.'No' a dejar el Senado como cámara federal. 'No' , en definitiva, a más desigualdades. O, lo que es lo mismo, han dicho 'sí' a más igualdad entre iguales. Más igualdad entre ciudadanos de Italia.
Los defensores de la descentralización como norma, en cualquier parte de Europa, juegan con un argumento engañoso, aunque efectivo. Existen unos dogmas que se utilizan siempre que los argumentos de los que defienden la descentralización cojean. Uno de ellos es el basado en que cuanto más descentralizado esté un país -autogobierno, lo llaman por estos lares- mejor funciona. Arguyen que cuanto más cerca estén las instituciones y centros de poder político de los ciudadanos mejor funcionarán. Pues bien, no sólo es un argumento engañoso sino que, además, es falso per se.
La descentralización, como la centralización o centralismo, no es buena o mala por sí misma. Es decir, que depende de muchos factores que el funcionamiento de un sector concreto repercuta en los ciudadanos como debe ser, para bien, y como ellos esperan, correctamente. Así, a bote pronto, hay ejemplos clarificadores, como pueden ser la política de inmigración y la administración de los parques naturales. ¿Quién mejor que la Unión Europea para controlar y gestionar las inmigraciones masivas de un territorio, Europa, que ha suprimido las fronteras tradicionales de las naciones? Acaso ¿es lógico que la inmigración la regulen las regiones, cuando es un asunto que afecta a todo un continente? En este caso, la descentralización es menos eficaz que una buena centralización de su gestión. Otro caso es, por ejemplo, el de la gestión de los parques naturales, que muchos de ellos, en España, se encuentran entre dos comunidades autónomas. Lo lógico, para el buen desarrollo del espacio natural y del ecosistema, es que sea un organismo coordinado por el Gobierno central -teóricamente neutral entre dos comunidades autónomas- el que dirija la actividad del parque. Son sólo dos de los muchos ejemplos en los que la descentralización se percibe como un factor a entorpecer la buena gestión de los recursos públicos. Evidentemente, hay otros servicios que la descentralización de su gestión favorece al ciudadano.
Pero también podemos encontrar otros casos en los que el cese de una gestión concreta a una región , por parte del Estado, se desarrolle erróneamente, sea poco eficaz o no cumpla con los objetivos de la transferencia. El caso más evidente, y más cercano, es el de la educación en Cataluña.
El dogma de los defensores de las descentralizaciones debe ser refutado. Todo es susceptible a ser transferido a entes políticos más cercanos al ciudadano. Eso es cierto. Pero no es menos cierto que hay aspectos concretos que serían mejor gestionados desde instituciones más alejadas, ¿más imparciales?, al ciudadano. Los italianos, según parece, prefieren que ciertos aspectos de su vida cotidiana sean gestionados por el Gobierno central, en lugar de transferir la gestión a las regiones. Los cuidadnos de Italia prefieren igualdad entre todos ellos. Los mismos derechos, deberes y obligaciones para un ciudadano de Milán que para uno de Roma o Nápoles.