No ignoro que en algún país se ha legalizado la eutanasia de menores, como Bélgica. De ahí que desde hace tiempo se celebre cada año una Marcha por la vida en Bruselas. En la última, hace unos días, ante la proximidad de las elecciones europeas, los participantes querían interpelar a sus candidatos a la Eurocámara sobre temas bioéticos y, concretamente, sobre la importancia de tener en cuenta el crecimiento de la vulnerabilidad humana, a pesar del progreso científico y económico. Este problema, como señalaba la portavoz de los organizadores de la marcha, agrava particularmente la soledad de tantas mujeres ante la magnitud de los sufrimientos.
Aparte de razones éticas, la eutanasia no resuelve nada. Hace poco más de un mes leía el resumen de un escalofriante informe sobre los Países Bajos: en Bélgica, los 2.357 casos de 2018 suponen un aumento del 247% respecto de 2010. Además, la “muerte dulce” afecta sin control a los más débiles, como personas con demencia y pacientes psiquiátricos. No llega a los extremos de Holanda, con 6.585 muertes en 2017. Pero, aun así, afecta a la cuarta parte de los fallecimientos. El problema radica en el déficit sanitario que padece la inmensa mayoría, necesitada de ayuda para vivir con dignidad. Además, se confirma la existencia de una “pendiente resbaladiza”: cuando se legaliza la muerte asistida, no deja de crecer, con la progresiva desintegración de la relación de confianza médico-paciente, que lleva a recursos planteado al Tribunal de Derechos humanos de Estrasburgo.
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