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Nos creemos nuestros propios dioses y queremos alejarnos del Dios que nos creó y nos pedirá cuentas

El principio de la sabiduría

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Cuando vemos una magnifica pintura preguntamos por su autor. Lo mismo si contemplamos una construcción imponente o leemos un bello poema. Siempre nos interesamos por saber algo de los autores de todas las cosas que nos impactan.

En cambio cuando contemplamos un cielo estrellado, un bello amanecer, una puesta de sol o el mar tranquilo o encrespado, no nos preguntamos por el autor de tanta belleza sino que nos conformamos con cualquier explicación más o menos científica sobre la naturaleza que por sí misma resulta capaz de todo, ya sea de la evolución o de la expansión de ese cosmos inabarcable que se nos ofrece como lugar donde enviar a algún astronauta.

Pero si comprendemos que detrás de un cuadro, una sinfonía, una estatua o un descubrimiento tiene que haber necesariamente una mente inteligente, ¿por qué no queremos aceptar la existencia de un ser infinitamente grande, sabio y poderoso autor de todo lo creado? Buscamos mil y una explicaciones para evitar reconocer la existencia de un Dios personal que nos creó dotados de inteligencia y voluntad y que nos espera más allá de la muerte.

Dice la Biblia que el principio de la sabiduría es el temor del Señor. Un temor que no lo entiendo como terror ni miedo, sino como el vértigo ante la inmensa desproporción entre cada uno de nosotros, pequeños y limitados, y un Dios eterno, todopoderoso, ilimitado que vive, fuera del tiempo y del espacio, pero que nos pedirá cuenta de lo que hayamos hecho con la vida que nos regaló desde el nacimiento hasta el inevitable final de nuestra muerte.

Es la poderosa tentación de Satanás en el paraíso, susurrando al oído de Adán y Eva que, desobedeciendo los mandatos del Señor, seríamos como dioses, nuestros propios dioses, capaces de determinar el bien y el mal, sin nadie que nos pida cuentas.

Si no tengo que dar cuenta a nadie de mis actos podría robar o matar, fornicar o mentir impunemente, pero como vivir sin leyes comprendimos que no era posible, nos inventamos otras mucho más complicadas, fijadas al arbitrio de los que nos gobiernan con códigos que determinan los delitos y las penas pero que pueden absolver a un culpable o condenar a un inocente, dependiendo de la imparcialidad de los tribunales o de la pericia de los abogados.

Abandonado el principio de la sabiduría no es extraño que sepamos muchas cosas, aunque el número de los idiotas aumente sin parar, nos hemos cerrado a los dones de Dios pues el que teme al Señor se aleja del pecado. ¿Deseas sabiduría? Guarda los mandamientos y el Señor te la otorgará, dice la Biblia. Podíamos probarlo ya que nuestro alejamiento de Dios nos va llevando a una situación deplorable: enemistades, contiendas, luchas, abusos, y cuando menos lo esperas llega la vejez y la muerte.

Hablando con uno de mi edad me decía que lo más seguro es que después de la muerte no haya nada. Sentí un escalofrío pensando que la suerte del bueno y del malo resulte idéntica. Que los asesinos y sus víctimas tengan el mismo destino, que no haya diferencia entre los embusteros y los engañados…

Al final de la conversación le dije que, dada nuestra edad, nos quedaba poco para averiguarlo. No estoy seguro de que me escuchara o de que me mandara a freír espárragos.

El principio de la sabiduría

Nos creemos nuestros propios dioses y queremos alejarnos del Dios que nos creó y nos pedirá cuentas
Francisco Rodríguez
jueves, 2 de mayo de 2019, 16:20 h (CET)

Cuando vemos una magnifica pintura preguntamos por su autor. Lo mismo si contemplamos una construcción imponente o leemos un bello poema. Siempre nos interesamos por saber algo de los autores de todas las cosas que nos impactan.

En cambio cuando contemplamos un cielo estrellado, un bello amanecer, una puesta de sol o el mar tranquilo o encrespado, no nos preguntamos por el autor de tanta belleza sino que nos conformamos con cualquier explicación más o menos científica sobre la naturaleza que por sí misma resulta capaz de todo, ya sea de la evolución o de la expansión de ese cosmos inabarcable que se nos ofrece como lugar donde enviar a algún astronauta.

Pero si comprendemos que detrás de un cuadro, una sinfonía, una estatua o un descubrimiento tiene que haber necesariamente una mente inteligente, ¿por qué no queremos aceptar la existencia de un ser infinitamente grande, sabio y poderoso autor de todo lo creado? Buscamos mil y una explicaciones para evitar reconocer la existencia de un Dios personal que nos creó dotados de inteligencia y voluntad y que nos espera más allá de la muerte.

Dice la Biblia que el principio de la sabiduría es el temor del Señor. Un temor que no lo entiendo como terror ni miedo, sino como el vértigo ante la inmensa desproporción entre cada uno de nosotros, pequeños y limitados, y un Dios eterno, todopoderoso, ilimitado que vive, fuera del tiempo y del espacio, pero que nos pedirá cuenta de lo que hayamos hecho con la vida que nos regaló desde el nacimiento hasta el inevitable final de nuestra muerte.

Es la poderosa tentación de Satanás en el paraíso, susurrando al oído de Adán y Eva que, desobedeciendo los mandatos del Señor, seríamos como dioses, nuestros propios dioses, capaces de determinar el bien y el mal, sin nadie que nos pida cuentas.

Si no tengo que dar cuenta a nadie de mis actos podría robar o matar, fornicar o mentir impunemente, pero como vivir sin leyes comprendimos que no era posible, nos inventamos otras mucho más complicadas, fijadas al arbitrio de los que nos gobiernan con códigos que determinan los delitos y las penas pero que pueden absolver a un culpable o condenar a un inocente, dependiendo de la imparcialidad de los tribunales o de la pericia de los abogados.

Abandonado el principio de la sabiduría no es extraño que sepamos muchas cosas, aunque el número de los idiotas aumente sin parar, nos hemos cerrado a los dones de Dios pues el que teme al Señor se aleja del pecado. ¿Deseas sabiduría? Guarda los mandamientos y el Señor te la otorgará, dice la Biblia. Podíamos probarlo ya que nuestro alejamiento de Dios nos va llevando a una situación deplorable: enemistades, contiendas, luchas, abusos, y cuando menos lo esperas llega la vejez y la muerte.

Hablando con uno de mi edad me decía que lo más seguro es que después de la muerte no haya nada. Sentí un escalofrío pensando que la suerte del bueno y del malo resulte idéntica. Que los asesinos y sus víctimas tengan el mismo destino, que no haya diferencia entre los embusteros y los engañados…

Al final de la conversación le dije que, dada nuestra edad, nos quedaba poco para averiguarlo. No estoy seguro de que me escuchara o de que me mandara a freír espárragos.

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