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La enfermedad compartida con Jesús por la fe es una fuente de consuelo y de crecimiento espiritual

Sentido positivo de las enfermedades

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¿Son injustas las enfermedades? Puede que nos disgusten por los inconvenientes y sufrimientos que provocan. Injustas no, porque son la consecuencia de un acto de nuestra voluntad libremente ejercido cuando todavía estábamos en el seno de Adán. Me explicaré. La enfermedad no es la consecuencia de un defecto de fabricación. “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1: 31). Originalmente el ser humano no enfermaba. Empezó a padecer la dolencia en el momento en que desobedeció al Creador. Conservarse inmortal dependía de la obediencia a la prohibición de no comer “del árbol del conocimiento del bien y del mal” (Génesis 2.17). Gracias a la desobediencia de Adán se implantó en nuestro corazón la raíz de la anarquía, la ausencia de autoridad. No queremos autoridad alguna por encima de nosotros. Deseamos ir a nuestro aire sin que nadie interfiera en lo que consideramos nuestra libertad. La situación es tal como es y nuestra obstinación a no aceptar la realidad no hace más que perjudicarnos.

Comparemos al Creador con un fabricante. Junto con el artículo comprado le acompaña un manual de instrucciones para que el artilugio adquirido funcione bien. Volvamos al Edén. Adán y Eva gozaban del idílico jardín donde disponían de todo excepto “el árbol del conocimiento del bien y del mal” porque el día que comas de él ciertamente morirás. Adán no tuvo en cuenta las instrucciones del manual: Adán murió y como cabeza de toda su descendencia que estaba en él, ésta nace con el germen de la muerte instalado en ella. Perdieron la vida eterna que gozaban y con su pérdida se implantó la muerte y con ella la presencia de enfermedades que certifican nuestra finitud. Discrepando del Dr. Josep Tabernero y de quienes con él consideran la enfermedad una injusticia, creo que es una justicia. Como anarquistas que somos podemos rebelarnos contra la autoridad de Dios y golpear nuestras cabezas contra una pared en nuestra obcecación. Lo cierto es que Dios sigue sentado inmutable en su trono riéndose de la insensatez humana.

Las leyes sirven para que el orden se mantenga y así evitar la confusión y el caos social. Las leyes humanas por imperfectas son mudables. Periódicamente deben revisarse y modificarse porque se han quedado obsoletas con el paso del tiempo. La Ley de Dios es inmutable: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:18). La Ley de Dios no puede modificarse. No se puede poner ni sacar nada de ella. El siguiente texto también forma parte de la Ley de Dios. “Porque la paga del pecado es muerte, mas el regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).

Tan pronto como Adán pecó se manifestó la misericordia de Dios anunciando la venida del Mesías que destruiría el descalabro realizado por el pecado. Los profetas anunciaron el poder curador del Mesías: “Ciertamente llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53: 4,5). Llegado el cumplimiento del tiempo, en Belén, un pueblecito de Judea se encarnó el Hijo de Dios en la persona de Jesús. Es pública y notoria la misericordia que manifestó curando enfermos, expulsando demonios…y declarando que ofrecía vida eterna a quienes creyesen en Él. En la cruz, Jesús, el Mesías “fue molido por nuestros pecados. La restauración definitiva de los efectos de la muerte iniciada en el Edén no será efectiva hasta el día de la resurrección. En tanto no llegue este día hemos de lidiar con las enfermedades, consecuencia de nuestra desobediencia estando en Adán.

Ante la situación trágica ocasionada por nuestra mala cabeza, no estamos solos en medio de este desierto hostil en que habitamos. Por el Espíritu Santo tenemos a nuestro alcance a Jesús misericordioso. Una plegaria nos une a Él. Para que una oración sincera salga de nuestros labios para implorar misericordia en el momento del dolor, es preciso que creamos que Jesús es el Mesías escogido por Dios el Padre de nuestro Señor Jesucristo para deshacer las obras del pecado y del diablo. Paul Cloel expresa muy bien esta situación de espera en que nos encontramos, cuando escribe: “Dios no ha venido para eliminar el sufrimiento, ni para explicarlo. Ha venido para llenarlo, y darle sentido con su presencia”.

Rebelarse contra lo que se considera “la injusticia de las enfermedades”, lo que se consigue es crear un infierno que causa más dolor que la misma enfermedad. Gritar con odio y alzar los puños hacia el cielo contra Dios porque se le considera culpable de nuestro dolor, no resuelve el problema, lo empeora. Quien tenga la experiencia del salmista, podrá decir con él: “Escucha, oh Dios, mi oración, y no te escondas de mi súplica. Está atento, y respóndeme, clamo en mi oración, y me conmuevo” (Salmo 55:1,2). El salmista encuentra en Dios el Padre de nuestro Señor Jesucristo el consuelo en los momentos difíciles y la seguridad de no estar desamparado. En Jesús, al sufriente sólo le separa una oración de Dios.

Sentido positivo de las enfermedades

La enfermedad compartida con Jesús por la fe es una fuente de consuelo y de crecimiento espiritual
Octavi Pereña
martes, 23 de abril de 2019, 11:13 h (CET)

¿Son injustas las enfermedades? Puede que nos disgusten por los inconvenientes y sufrimientos que provocan. Injustas no, porque son la consecuencia de un acto de nuestra voluntad libremente ejercido cuando todavía estábamos en el seno de Adán. Me explicaré. La enfermedad no es la consecuencia de un defecto de fabricación. “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1: 31). Originalmente el ser humano no enfermaba. Empezó a padecer la dolencia en el momento en que desobedeció al Creador. Conservarse inmortal dependía de la obediencia a la prohibición de no comer “del árbol del conocimiento del bien y del mal” (Génesis 2.17). Gracias a la desobediencia de Adán se implantó en nuestro corazón la raíz de la anarquía, la ausencia de autoridad. No queremos autoridad alguna por encima de nosotros. Deseamos ir a nuestro aire sin que nadie interfiera en lo que consideramos nuestra libertad. La situación es tal como es y nuestra obstinación a no aceptar la realidad no hace más que perjudicarnos.

Comparemos al Creador con un fabricante. Junto con el artículo comprado le acompaña un manual de instrucciones para que el artilugio adquirido funcione bien. Volvamos al Edén. Adán y Eva gozaban del idílico jardín donde disponían de todo excepto “el árbol del conocimiento del bien y del mal” porque el día que comas de él ciertamente morirás. Adán no tuvo en cuenta las instrucciones del manual: Adán murió y como cabeza de toda su descendencia que estaba en él, ésta nace con el germen de la muerte instalado en ella. Perdieron la vida eterna que gozaban y con su pérdida se implantó la muerte y con ella la presencia de enfermedades que certifican nuestra finitud. Discrepando del Dr. Josep Tabernero y de quienes con él consideran la enfermedad una injusticia, creo que es una justicia. Como anarquistas que somos podemos rebelarnos contra la autoridad de Dios y golpear nuestras cabezas contra una pared en nuestra obcecación. Lo cierto es que Dios sigue sentado inmutable en su trono riéndose de la insensatez humana.

Las leyes sirven para que el orden se mantenga y así evitar la confusión y el caos social. Las leyes humanas por imperfectas son mudables. Periódicamente deben revisarse y modificarse porque se han quedado obsoletas con el paso del tiempo. La Ley de Dios es inmutable: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:18). La Ley de Dios no puede modificarse. No se puede poner ni sacar nada de ella. El siguiente texto también forma parte de la Ley de Dios. “Porque la paga del pecado es muerte, mas el regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).

Tan pronto como Adán pecó se manifestó la misericordia de Dios anunciando la venida del Mesías que destruiría el descalabro realizado por el pecado. Los profetas anunciaron el poder curador del Mesías: “Ciertamente llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53: 4,5). Llegado el cumplimiento del tiempo, en Belén, un pueblecito de Judea se encarnó el Hijo de Dios en la persona de Jesús. Es pública y notoria la misericordia que manifestó curando enfermos, expulsando demonios…y declarando que ofrecía vida eterna a quienes creyesen en Él. En la cruz, Jesús, el Mesías “fue molido por nuestros pecados. La restauración definitiva de los efectos de la muerte iniciada en el Edén no será efectiva hasta el día de la resurrección. En tanto no llegue este día hemos de lidiar con las enfermedades, consecuencia de nuestra desobediencia estando en Adán.

Ante la situación trágica ocasionada por nuestra mala cabeza, no estamos solos en medio de este desierto hostil en que habitamos. Por el Espíritu Santo tenemos a nuestro alcance a Jesús misericordioso. Una plegaria nos une a Él. Para que una oración sincera salga de nuestros labios para implorar misericordia en el momento del dolor, es preciso que creamos que Jesús es el Mesías escogido por Dios el Padre de nuestro Señor Jesucristo para deshacer las obras del pecado y del diablo. Paul Cloel expresa muy bien esta situación de espera en que nos encontramos, cuando escribe: “Dios no ha venido para eliminar el sufrimiento, ni para explicarlo. Ha venido para llenarlo, y darle sentido con su presencia”.

Rebelarse contra lo que se considera “la injusticia de las enfermedades”, lo que se consigue es crear un infierno que causa más dolor que la misma enfermedad. Gritar con odio y alzar los puños hacia el cielo contra Dios porque se le considera culpable de nuestro dolor, no resuelve el problema, lo empeora. Quien tenga la experiencia del salmista, podrá decir con él: “Escucha, oh Dios, mi oración, y no te escondas de mi súplica. Está atento, y respóndeme, clamo en mi oración, y me conmuevo” (Salmo 55:1,2). El salmista encuentra en Dios el Padre de nuestro Señor Jesucristo el consuelo en los momentos difíciles y la seguridad de no estar desamparado. En Jesús, al sufriente sólo le separa una oración de Dios.

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