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Cada conflicto es una decadencia del alma humana

De combate en combate

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No hemos salido de un combate, nos metemos en otro, ¡cuántas inútiles contiendas!, en este mundo crecido por lenguajes que nos enfrentan unos contra otros, por prácticas racistas y xenófobas, que lo único que hacen es dividirnos y alimentar envidias y celos. Para desgracia de la humanidad, aún no hemos aprendido a respetarnos, a considerar al análogo como parte nuestra, a observar que no se pueden imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, cuando en realidad lo más hermoso es ofrecer propuestas, reflexionar unidos, pues todo ha de defenderse con la razón y no con las armas. Mal que nos pese, cada conflicto es una decadencia del alma humana, un sinsentido que nos destruye por dentro y por fuera. Ojalá aprendamos a evitar estas tragedias, con comprensión, con el abrazo permanente, con la sonrisa a pie de obra constantemente. Por una vez y para siempre, digamos no a las batallas, conciliemos los ánimos, para llevar a buen término esa revolución de la mano tendida, del auxilio permanente, de la ternura. Quizás entonces el enemigo se doblegue sin luchar y, contenida la hostilidad, será más fácil convivir.


En consecuencia, cese la violencia entre nosotros, comiencen los exploradores del bien a ejercitar sus brazos, reinventémonos cambios significativos en nuestro modo de actuar, pongámonos en faena de servicio, alimentémonos de lenguajes fraternos y de miradas que nos acaricien. Al fin y al cabo, con un corazón entregado es fácil entrar en diálogo y cambiar modos de vida. Estimo, por ende, que ha de ser prioritario educar a las próximas generaciones sobre la gravedad de este contexto. Sin duda, hemos de crear conciencia, con convicción y entrega, con generosidad y firmeza en suma.


Esta manera presente de no vivir, de no dejar vivir, es la mayor crueldad de este siglo, puesto que provoca sufrimientos penetrantes que nos dejan sin esperanza alguna. La triste realidad habla por sí misma. Todo se ha deshumanizado con la dictadura del interés, de las finanzas y la economía, donde nadie conoce a nadie, en esa ambición de acrecentar beneficios como sea, no importa pisar al débil o declararle la ofensiva, lo importante es ganar poder y endiosarse cada día más. Y así, mientras las ganancias de unos pocos privilegiados crecen sin cesar, otras gentes se hunden en la miseria y nadie las rescata. ¿Dónde está el corazón humano? A veces, me da la sensación de haber divinizado el afán de poseer, en lugar de donarse, con una solidaridad desinteresada en favor de una decente vida que todos nos merecemos como ciudadanos de un mundo global, al que aún le falta ser piña. Esa ausencia de amor en el espíritu es lo que frena el entenderse, la pasión más natural del hombre.


Sea como fuere, hay que decir ¡basta! a esta necedad de combates inútiles. Creo que ha llegado el momento de que cada cual pueda vivir con dignidad, su paso por el mundo, es cuestión de tener sensibilidad. Por eso, es fundamental que los Estados, con sus líderes a la cabeza, tomen las medidas necesarias para garantizar otras atmósferas más pacifistas, al menos garantizando en doquier lugar del planeta, la plena protección de los derechos humanos. Con frecuencia especialistas de la ONU expresan su preocupación a través de una serie de llamadas o misivas enviadas a gobiernos diversos, sobre esa falta de consideración hacia los más débiles y de respeto al derecho internacional. Lástima que estos escenarios de violaciones extremas a los derechos humanos nos dejen indiferentes. Deberíamos acatarlos como algo innato a nuestra propia existencia, a fin de fomentar una cultura de concurrencia, y no de rivalidad como tantas veces sucede. La responsabilidad es nuestra. Sí de cada cual, consigo mismo y los demás. Efectivamente, una buena disposición hacia los semejantes contribuye a superar los egoísmos que impiden ese ambiente armónico del que andamos tan necesitados todos. Sálvese el que pueda.  

De combate en combate

Cada conflicto es una decadencia del alma humana
Víctor Corcoba
jueves, 29 de noviembre de 2018, 00:06 h (CET)

No hemos salido de un combate, nos metemos en otro, ¡cuántas inútiles contiendas!, en este mundo crecido por lenguajes que nos enfrentan unos contra otros, por prácticas racistas y xenófobas, que lo único que hacen es dividirnos y alimentar envidias y celos. Para desgracia de la humanidad, aún no hemos aprendido a respetarnos, a considerar al análogo como parte nuestra, a observar que no se pueden imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, cuando en realidad lo más hermoso es ofrecer propuestas, reflexionar unidos, pues todo ha de defenderse con la razón y no con las armas. Mal que nos pese, cada conflicto es una decadencia del alma humana, un sinsentido que nos destruye por dentro y por fuera. Ojalá aprendamos a evitar estas tragedias, con comprensión, con el abrazo permanente, con la sonrisa a pie de obra constantemente. Por una vez y para siempre, digamos no a las batallas, conciliemos los ánimos, para llevar a buen término esa revolución de la mano tendida, del auxilio permanente, de la ternura. Quizás entonces el enemigo se doblegue sin luchar y, contenida la hostilidad, será más fácil convivir.


En consecuencia, cese la violencia entre nosotros, comiencen los exploradores del bien a ejercitar sus brazos, reinventémonos cambios significativos en nuestro modo de actuar, pongámonos en faena de servicio, alimentémonos de lenguajes fraternos y de miradas que nos acaricien. Al fin y al cabo, con un corazón entregado es fácil entrar en diálogo y cambiar modos de vida. Estimo, por ende, que ha de ser prioritario educar a las próximas generaciones sobre la gravedad de este contexto. Sin duda, hemos de crear conciencia, con convicción y entrega, con generosidad y firmeza en suma.


Esta manera presente de no vivir, de no dejar vivir, es la mayor crueldad de este siglo, puesto que provoca sufrimientos penetrantes que nos dejan sin esperanza alguna. La triste realidad habla por sí misma. Todo se ha deshumanizado con la dictadura del interés, de las finanzas y la economía, donde nadie conoce a nadie, en esa ambición de acrecentar beneficios como sea, no importa pisar al débil o declararle la ofensiva, lo importante es ganar poder y endiosarse cada día más. Y así, mientras las ganancias de unos pocos privilegiados crecen sin cesar, otras gentes se hunden en la miseria y nadie las rescata. ¿Dónde está el corazón humano? A veces, me da la sensación de haber divinizado el afán de poseer, en lugar de donarse, con una solidaridad desinteresada en favor de una decente vida que todos nos merecemos como ciudadanos de un mundo global, al que aún le falta ser piña. Esa ausencia de amor en el espíritu es lo que frena el entenderse, la pasión más natural del hombre.


Sea como fuere, hay que decir ¡basta! a esta necedad de combates inútiles. Creo que ha llegado el momento de que cada cual pueda vivir con dignidad, su paso por el mundo, es cuestión de tener sensibilidad. Por eso, es fundamental que los Estados, con sus líderes a la cabeza, tomen las medidas necesarias para garantizar otras atmósferas más pacifistas, al menos garantizando en doquier lugar del planeta, la plena protección de los derechos humanos. Con frecuencia especialistas de la ONU expresan su preocupación a través de una serie de llamadas o misivas enviadas a gobiernos diversos, sobre esa falta de consideración hacia los más débiles y de respeto al derecho internacional. Lástima que estos escenarios de violaciones extremas a los derechos humanos nos dejen indiferentes. Deberíamos acatarlos como algo innato a nuestra propia existencia, a fin de fomentar una cultura de concurrencia, y no de rivalidad como tantas veces sucede. La responsabilidad es nuestra. Sí de cada cual, consigo mismo y los demás. Efectivamente, una buena disposición hacia los semejantes contribuye a superar los egoísmos que impiden ese ambiente armónico del que andamos tan necesitados todos. Sálvese el que pueda.  

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