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Víctimas del desamor

Víctor Corcoba
Víctor Corcoba
viernes, 10 de marzo de 2006, 22:27 h (CET)
Los datos son escalofriantes y conmovedores. El mundo no puede permitir que los niños pierdan la sonrisa de la inocencia, se les explote y utilice. Unicef España denuncia que más de cincuenta millones de niños y niñas de todo el mundo carecen de identidad porque no se inscriben oficialmente y que otros ciento veintiún millones trabajan en condiciones peligrosas y con maquinaria poco segura en fábricas, minas y labores agrícolas. Una sociedad que no protege y ayuda a sus descendientes, la verdadera esperanza y el futuro, se desmorona en su propio terror. Esa si que es una verdadera y repugnante crisis de humanidad.

Volviendo los ojos a nuestro entorno más próximo, se han publicado también estudios, no menos alarmantes, sobre la inadaptación de hijos de padres separados, que no pueden conciliar el sueño ante sus aterradores miedos y espantosas preocupaciones. Únicamente en la familia el niño cuenta con la protección necesaria frente a una sociedad predadora que no busca el interés del niño. Cuando se rompe el vínculo matrimonial, los efectos pueden ser terribles para la parte que no tiene culpa alguna, el indefenso chaval al que se le viene el mundo encima. Debemos, pues, afrontar el hecho de que no sólo sufren abusos los niños de naciones decadentes, sino también niños criados en la opulencia. No son pocas las criaturas que lo tienen todo, menos el amor de sus padres, la saludable vida familiar. Hay que defender a los niños defendiendo a la familia.

El niño no puede ser moneda de cambio. Unos días con una familia. Otros días con otra. Y, en vacaciones, con los abuelos. ¿Dónde está la paternidad y maternidad responsables? En estos casos, el Estado debiera responder con diligencia. El caso de la orden para investigar las lesiones de la niña Alba que tardara diecisiete días en llegar a la Policía, es bochornoso. De total negligencia. En la misma línea de protección también debiera cuidarse al niño concebido y no nacido. El mundo tiene que apostar decididamente por favorecer una opción positiva en favor de la existencia humana y del desarrollo de una cultura orientada en este sentido, que asegure el amparo, defensa y auxilio de los más débiles. Siento pena del mundo. Porque el mundo me sabe a tristeza. Una vida sin niños alegres es una vida sin ternura. Como dijo Tágore: Cada niño que viene al mundo nos dice: “Dios aún espera del hombre”. Y con un poco de amor que le demos, -hagamos la prueba-, ganaremos un corazón.

Ya sabemos –porque así está escrito- que el niño tiene derecho a formar parte de una familia semejante a la familia natural, constituida por un hombre y una mujer; a crecer en un entorno que le permita el desarrollo de su personalidad física, intelectual y moral; a no ser discriminado ni sometido a experimentos traumáticos y a crecer en las mismas condiciones y con iguales oportunidades que el resto de sus compañeros que tienen un padre y una madre. Pues que se cumpla, se obedezca, se acate, se respete; y, aquel que lo quebrante que se recluya a leer los versos del conocido poeta Khalil Gibran: “Vuestros hijos no son vuestros hijos; son hijos e hijas del deseo mismo de vida; vienen a través de vosotros, pero no de vosotros, y, aunque están con vosotros, no os pertenecen”. El que quiera oír que oiga, dice la parábola.

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