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Un pequeño cuento urbano de Francisco Castro

Dos ciudades

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La calle está desierta. Es el mes de julio, sábado, a la hora de la siesta. La ciudad de provincias dormita con esa vetusta tranquilidad burguesa del que sabe que nada va a pasar. Los campanarios de las iglesias, ocho hay nada menos en este pueblo santificado y conservador, están silenciados y hasta las siete no llamarán a misa. Todo es silencio. No pasan vehículos ni peatones, nadie osa perturbar la sagrada siesta.


Unos niños, en la edad rebelde y transgresora, juegan en un descampado a fútbol. El sol está siendo implacable. Sin embargo ellos no parecen notarlo. Van sin camisa, con alpargatas sucias, casi descalzos. Son niños del barrio pobre. De la zona de la ciudad en la que sobrevivir es el único modo de vida posible. Sus padres están ocupados buscando sustento y las calles son la única guardería que pueden pagar.


Los niños, alguno de ellos escuálido y desnutrido, corren detrás del balón enfervorizados. A pesar de que deben estar al borde de la deshidratación no paran de correr ni un solo instante. A un centenar de metros del lugar en el que juegan se detiene un coche. Bajan tres hombres, a uno de ellos lo llevan a rastras los otros dos. Están cerca de la ciudad, de la tranquilidad de la siesta burguesa que sella los ojos de sus habitantes. Pero están muy lejos de ser parte de esa ciudad. Estos pertenecen a la ciudad oculta, a la ciudad de la que no se habla en las cafeterías ni al salir de misa.


Los niños han cesado por un instante el partido. Observan a los hombres, saben lo que va a ocurrir. Ven al tercer hombre cavando un hoyo. Lo observan romper la tierra reseca, sudoroso y asustado, casi resignado. Él también sabe qué va a ocurrir. Le ordenan soltar la pala, suena un estallido y el tercer hombre cae muerto en la fosa. Los otros dos echan cal y cubren el hoyo con la tierra. Suben al coche y se marchan.


Los niños reanudan el partido. Jamás contarán a nadie lo que acaban de ver. Ley del barrio: ver, oír y callar. Muy cerca de allí la ciudad sigue de siesta. Sus calles limpias siguen teniendo esa placidez de donde nunca pasa nada.

Dos ciudades

Un pequeño cuento urbano de Francisco Castro
Francisco Castro Guerra
domingo, 8 de julio de 2018, 07:10 h (CET)

La calle está desierta. Es el mes de julio, sábado, a la hora de la siesta. La ciudad de provincias dormita con esa vetusta tranquilidad burguesa del que sabe que nada va a pasar. Los campanarios de las iglesias, ocho hay nada menos en este pueblo santificado y conservador, están silenciados y hasta las siete no llamarán a misa. Todo es silencio. No pasan vehículos ni peatones, nadie osa perturbar la sagrada siesta.


Unos niños, en la edad rebelde y transgresora, juegan en un descampado a fútbol. El sol está siendo implacable. Sin embargo ellos no parecen notarlo. Van sin camisa, con alpargatas sucias, casi descalzos. Son niños del barrio pobre. De la zona de la ciudad en la que sobrevivir es el único modo de vida posible. Sus padres están ocupados buscando sustento y las calles son la única guardería que pueden pagar.


Los niños, alguno de ellos escuálido y desnutrido, corren detrás del balón enfervorizados. A pesar de que deben estar al borde de la deshidratación no paran de correr ni un solo instante. A un centenar de metros del lugar en el que juegan se detiene un coche. Bajan tres hombres, a uno de ellos lo llevan a rastras los otros dos. Están cerca de la ciudad, de la tranquilidad de la siesta burguesa que sella los ojos de sus habitantes. Pero están muy lejos de ser parte de esa ciudad. Estos pertenecen a la ciudad oculta, a la ciudad de la que no se habla en las cafeterías ni al salir de misa.


Los niños han cesado por un instante el partido. Observan a los hombres, saben lo que va a ocurrir. Ven al tercer hombre cavando un hoyo. Lo observan romper la tierra reseca, sudoroso y asustado, casi resignado. Él también sabe qué va a ocurrir. Le ordenan soltar la pala, suena un estallido y el tercer hombre cae muerto en la fosa. Los otros dos echan cal y cubren el hoyo con la tierra. Suben al coche y se marchan.


Los niños reanudan el partido. Jamás contarán a nadie lo que acaban de ver. Ley del barrio: ver, oír y callar. Muy cerca de allí la ciudad sigue de siesta. Sus calles limpias siguen teniendo esa placidez de donde nunca pasa nada.

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