En estos tiempos de buen talante, respeto hasta al intolerante, alianza de las culturas, lenguaje no sexista y demás mega-correcciones políticas al uso, me voy a permitir atacar frontalmente uno de los paradigmas progres cada vez más instalados entre nosotros: la igualdad ‘obligatoria’, la paridad hombre-mujer en todos los ámbitos sociales.
El mismo presidente del gobierno nada más acceder a la presidencia, dio cumplimiento a una de sus promesas en campaña: tener el mismo número de ministros que de ministras. Y uno no entiende que medidas de este tipo supongan una mejor integración de la mujer, o una mayor democracia, sinceramente.
Obviamente todos - y todas - somos iguales en derechos y obligaciones, pero el hecho de que histórica y lamentablemente la mujer haya tenido vedado el acceso en condiciones de igualdad a trabajos e incluso estudios, no merece una política de ‘discriminación positiva’ general, como se practica hoy día.
La discriminación positiva es un camino que se sabe cómo empieza, pero no cómo termina, y donde se suelen confundir churras con merinas. Uno no entiende la proliferación de las revistas sexistas (‘de género’, dirían los cursis), del tipo Mujer hoy, Elle y similares ... ¿no somos iguales?
Supongamos que usted va mañana caminando al trabajo y un ladrón le pega el tirón, llevándose su maletín a la carrera; ¿a que le gustaría toparse de inmediato a un/a policía rápido/a y eficaz que le detuviera, para recuperar su maletín? Bien, pues uno aboga por eso, por que el criterio de selección de un policía, de un bombero o de un barrendero – perdón, técnico en limpieza –, sea 100% objetivo: el más rápido, el más fuerte, el que mejor pase las pruebas, sea hombre, mujer o híbrido. Y si la proporción en la policía es 70 hombres 30 mujeres o si del proceso de selección salen 82 mujeres y 18 hombres, ¿qué hay de malo?
Libertad y equidad. Eso por lo que hace referencia al ámbito público; en el privado, en principio, cada uno hace en su casa lo que quiere.
Ahora bien, uno cree que la Administración hace bien en impulsar la participación de la mujer en áreas de la empresa privada hasta ahora básicamente masculinas, como la política, clubes deportivos, industria, etc. Pero, como instrumento de cohesión o de integración, nunca imponiendo nada.
Es ciertamente curioso cómo en algunas ejecutivas políticas se implanta, por aquello de lo ‘políticamente correcto’, la paridad hombre/mujer, cuando no responde a la base ni a la realidad social de ese partido, donde hay 80% hombres y 20% mujeres, por ejemplo.
Pretender homogeneizar al hombre con la mujer es un error político y, lo que es más grave, atenta a la propia esencia de nuestra naturaleza. Generalizando, y con todas las excepciones pertinentes, genéticamente hay diferencias objetivas indiscutibles: la fuerza del hombre supera a la de la mujer y la sensibilidad de la mujer a la del hombre, por ejemplo. Cierto es que algunas diferencias de comportamiento son educacionales o culturales, pero uno sigue persuadido de que en un cuarto sólo con balones y muñecas, un niño y una niña que no hayan visto ningún juguete antes, tenderá el primero al balón y la segunda a la muñeca, mayormente. El gen es el gen.
Sobre el lenguaje no sexista, sólo un apunte; los manuales oficiales hablan de utilizar los genéricos donde sea posible: ciudadanía en vez de ciudadanos/ciudadanas, y eso está bien; pero, con mucha frecuencia, se está cayendo en el absurdo en los discursos. Eso sí, queda de un progre igualitarista que te pasas, “ciudadanos y ciudadanas... vascos y vascas, compañeros y compañeras...”. La discriminación sexista no va por ahí, queridos y queridas.