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Nieves Fernández

Contrato de maestras

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Sabido es que la educación dará mucho que hablar, en todo tiempo y lugar, por lo que no es extraño que esta colaboradora y maestra vuelva a tocar el mismo tema en dos semanas consecutivas. Hoy traigo a esta columna un documento que hará de mi colaboración un papel casi decimonónico, irónico y teñido de falsas nostalgias. Se trata de un antiquísimo contrato de maestras, en los tiempos en que las dueñas del Magisterio se llamaban maestras de niñas y de parvulitos. Es un famoso contrato que debían firmar en 1923 las maestras de un país indeterminado, hay quien dice que es Argentina, otros que es un documento norteamericano y hasta hay quien se atreve a situarlo en España.

En cualquier caso, es un contrato hilarante, irrisorio, injusto, irreverente pero también amargo y ridículo. Es un contrato que se convertirá, si no lo es ya, en una reliquia histórica para los sindicatos de cualquier país.

Digamos que es un contrato temporal, no podía ser menos, de una maestra del mundo de primeros del siglo XX en una escuela donde probablemente la educación, tan diferente a la educación actual, podría ser cualquier cosa menos eso. O si no juzguen ustedes. Por que, ¿qué tiene de especial este contrato? El papelito no tiene desperdicio. Comienza diciendo: “Este es un acuerdo entre la señorita (fulanita de tal), maestra y el Consejo de Educación de la Escuela (tal), por la cual la señorita (fulanita de tal) acuerda impartir clases durante un periodo de ocho meses” a partir de un determinado día de septiembre de 1923. Dicho Consejo acordaba pagar a la susodicha señorita la cantidad de (*75) mensuales, no quedando claro con el asterisco la moneda de la que se trata. Ella por su parte y esto es lo hilarante, irrisorio, irreverente, amargo y ridículo, acordaba cumplir catorce cláusulas a saber: “Una.- No casarse.” El contrato quedaría automáticamente anulado si la señorita contraía matrimonio. “Dos.- No andar en compañía de hombres. Tres.- Estar en casa entre las 8 y las 6 de la mañana, a menos que sea para atender su función escolar. Cuatro.- No pasearse por las heladerías del centro de la ciudad. Cinco.- No abandonar la ciudad bajo ningún concepto sin permiso del presidente del Consejo de Delegados. Seis.- No fumar cigarrillos.” Por supuesto también se anulaba el contrato si encontraban a la maestra fumando, ¿premonitorio de nuestra actual ley antitabaco? “Siete.- No beber cerveza, ni vino, ni whisky. Ocho.- No viajar en coche o automóvil con ningún hombre, excepto su padre o hermano. Nueve.- No vestir ropas de colores brillantes. Diez.- No teñirse el pelo. Once.- Usar al menos dos enaguas. Doce.- No usar vestidos que queden a más de cinco centímetros por encima de los tobillos. Trece.- Mantener limpia el aula.” Para ello, debía barrer el suelo del aula una vez al día, fregarlo una vez por semana con agua caliente, limpiar la pizarra y encender el fuego a las 7 de la mañana para que estuviera caliente a las 8, hora de la llegada de los niños. La cláusula final o catorce remataba cual irónica puntilla: “No usar polvos faciales y por supuesto no maquillarse ni pintarse los labios.”

Para nada se explicaban allí las materias a impartir, ni el método, ni la organización de los recreos, ni las vacaciones, ni de la ratio, ni de los trienios, ni una sola frase acerca de los alumnos, salvo la indicación de que la maestra era la responsable de que en la escuela no pasasen frío. Y una, que ha visto cómo en los años setenta una compañera de primaria, compañera por cierto que nunca supo muy bien leer ni escribir, era la “encargada oficial” de encender el brasero de carbonilla madrugando y removiendo cenizas en las mañanas frías, se cree a pies juntillas todas estas cláusulas.

Curiosamente, ese mismo septiembre de la firma del contrato, España se hallaba inmersa en la dictadura militar de Primo de Rivera, donde se habían prohibido los partidos políticos, quedando abolidas las libertades, siendo muy comunes los actos de represión contra el movimiento obrero. Menos mal que aquí para esas maestras y otras venideras se estaban consiguiendo las primeras mejoras laborales como el seguro de enfermedad o el descanso en domingo.

La educación anda revuelta, pero mejor no mirar mucho hacia atrás o nos encontraremos amargos y ridículos fósiles que se burlarán de nosotros mismos.

Contrato de maestras

Nieves Fernández
Nieves Fernández
domingo, 27 de noviembre de 2005, 07:06 h (CET)
Sabido es que la educación dará mucho que hablar, en todo tiempo y lugar, por lo que no es extraño que esta colaboradora y maestra vuelva a tocar el mismo tema en dos semanas consecutivas. Hoy traigo a esta columna un documento que hará de mi colaboración un papel casi decimonónico, irónico y teñido de falsas nostalgias. Se trata de un antiquísimo contrato de maestras, en los tiempos en que las dueñas del Magisterio se llamaban maestras de niñas y de parvulitos. Es un famoso contrato que debían firmar en 1923 las maestras de un país indeterminado, hay quien dice que es Argentina, otros que es un documento norteamericano y hasta hay quien se atreve a situarlo en España.

En cualquier caso, es un contrato hilarante, irrisorio, injusto, irreverente pero también amargo y ridículo. Es un contrato que se convertirá, si no lo es ya, en una reliquia histórica para los sindicatos de cualquier país.

Digamos que es un contrato temporal, no podía ser menos, de una maestra del mundo de primeros del siglo XX en una escuela donde probablemente la educación, tan diferente a la educación actual, podría ser cualquier cosa menos eso. O si no juzguen ustedes. Por que, ¿qué tiene de especial este contrato? El papelito no tiene desperdicio. Comienza diciendo: “Este es un acuerdo entre la señorita (fulanita de tal), maestra y el Consejo de Educación de la Escuela (tal), por la cual la señorita (fulanita de tal) acuerda impartir clases durante un periodo de ocho meses” a partir de un determinado día de septiembre de 1923. Dicho Consejo acordaba pagar a la susodicha señorita la cantidad de (*75) mensuales, no quedando claro con el asterisco la moneda de la que se trata. Ella por su parte y esto es lo hilarante, irrisorio, irreverente, amargo y ridículo, acordaba cumplir catorce cláusulas a saber: “Una.- No casarse.” El contrato quedaría automáticamente anulado si la señorita contraía matrimonio. “Dos.- No andar en compañía de hombres. Tres.- Estar en casa entre las 8 y las 6 de la mañana, a menos que sea para atender su función escolar. Cuatro.- No pasearse por las heladerías del centro de la ciudad. Cinco.- No abandonar la ciudad bajo ningún concepto sin permiso del presidente del Consejo de Delegados. Seis.- No fumar cigarrillos.” Por supuesto también se anulaba el contrato si encontraban a la maestra fumando, ¿premonitorio de nuestra actual ley antitabaco? “Siete.- No beber cerveza, ni vino, ni whisky. Ocho.- No viajar en coche o automóvil con ningún hombre, excepto su padre o hermano. Nueve.- No vestir ropas de colores brillantes. Diez.- No teñirse el pelo. Once.- Usar al menos dos enaguas. Doce.- No usar vestidos que queden a más de cinco centímetros por encima de los tobillos. Trece.- Mantener limpia el aula.” Para ello, debía barrer el suelo del aula una vez al día, fregarlo una vez por semana con agua caliente, limpiar la pizarra y encender el fuego a las 7 de la mañana para que estuviera caliente a las 8, hora de la llegada de los niños. La cláusula final o catorce remataba cual irónica puntilla: “No usar polvos faciales y por supuesto no maquillarse ni pintarse los labios.”

Para nada se explicaban allí las materias a impartir, ni el método, ni la organización de los recreos, ni las vacaciones, ni de la ratio, ni de los trienios, ni una sola frase acerca de los alumnos, salvo la indicación de que la maestra era la responsable de que en la escuela no pasasen frío. Y una, que ha visto cómo en los años setenta una compañera de primaria, compañera por cierto que nunca supo muy bien leer ni escribir, era la “encargada oficial” de encender el brasero de carbonilla madrugando y removiendo cenizas en las mañanas frías, se cree a pies juntillas todas estas cláusulas.

Curiosamente, ese mismo septiembre de la firma del contrato, España se hallaba inmersa en la dictadura militar de Primo de Rivera, donde se habían prohibido los partidos políticos, quedando abolidas las libertades, siendo muy comunes los actos de represión contra el movimiento obrero. Menos mal que aquí para esas maestras y otras venideras se estaban consiguiendo las primeras mejoras laborales como el seguro de enfermedad o el descanso en domingo.

La educación anda revuelta, pero mejor no mirar mucho hacia atrás o nos encontraremos amargos y ridículos fósiles que se burlarán de nosotros mismos.

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