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Me causa una entrañable y cálida nostalgia la lectura solitaria de aquellos teóricos magníficos de la denominada “izquierda nacional” que abundaban en los años sesenta y setenta, cuyos libros nos despertaban las pasiones más alegres y nos iluminaban respecto de las contradicciones fundamentales de un país semicolonial.
Una confesión introductoria: siento que escribo a tientas, sin brújulas ni estrellas que me orienten, sin escatimar riesgos ni yerros. Estoy escribiendo desde la mera conjetura, porque las certidumbres escasean en estos tiempos y porque tal vez sea cierto que las expresiones artísticas se han fortalecido y socializado tanto que quizás se hayan convertido en un vallado difícil de sortear por el avance arrollador y espectral del neoliberalismo.
La literatura es una actividad que responde a una multiplicidad de motivaciones que nunca alcanzarán a ser enunciadas por nuestra vocación totalizante. Es una pulsión de vida, un intersticio exquisito de soledad que nos permite jugar tan armónicamente como nos resulte posible con las palabras, un ejercicio de arqueología del lenguaje, un intento de comunicarnos con nuestros semejantes desde la pausa prolífica de la imaginación.
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