En esta sociedad de los medios, en la que las guerras se han convertido en algo parecido a un videojuego de consola, es difícil encontrar un resquicio para el pensamiento libre y la crítica pura.
Los mayores desastres, las más graves catástrofes y cruentas batallas, sólo han llegado hasta nosotros a través de esa pequeña caja que todo lo transforma en ficción. Acostumbrados a una insensibilidad provocada por miles de horas de violencia programada, pocos son los que aún se alteran al ver cuerpos flotando tras el Tsunami o niños muriendo de hambre en cualquier parte del mundo.
En este contexto, uno de los más ignominiosos episodios de nuestra historia reciente, ha quedado reducido a la anécdota tras ser transformado en una mera imagen que, hoy día, se imprime en pegatinas, camisetas y demás objetos a la venta.
El hongo atómico de Hiroshima no ha escapado tampoco de las garras del marketing.
Por todo ello cuando nosotros, consumidores del mundo libre, oímos hablar del fracaso de la Conferencia de Desarme de Ginebra o del Tratado de No Proliferación nuclear, ni nos inmutamos. ¿Acaso se hizo el suficiente merchandising con ellos? Yo, de momento, no he visto ningún grupo musical que en la portada de su disco utilice aquellos reclamos. Ni siquiera una mísera camiseta o pegatina.
Y es que ya se sabe, lo que vende, vende. Lo que no, se tira a la basura del olvido y se trafica con el deshecho que genere para, al menos, sacarle algún provecho e Hiroshima no iba a ser ninguna excepción. Eso sí, un día al año, no vaya a ser que nos acusen de mercaderes, dedicaremos cinco minutos a recordar las ciento sesenta mil personas que murieron en el acto y los cientos de miles de personas que aún sufren las consecuencias de aquella perversión ideada por el genio humano. El resto del año, a vender camisetas.