¿Saben ustedes esa sensación de que, por fin, se cierra un ciclo que debió haber terminado hace mucho tiempo? Pues esa es la sensación que me recorre todo el cuerpo, cada vez que me deleito viendo como Fraga no jura, esta vez, el cargo de presidente de la Xunta.
Y es que, para qué andarnos con rodeos. A pesar de que, en nuestra judeocristiana sociedad, sea tradición conceder una cierta veneratura a aquellos que sobrepasan los setenta, me niego a dar tregua alguna a quien es exponente privilegiado de los miles –y me quedo corto– de españoles, fascistas desde siempre, que tras la muerte de Franco se levantaron demócratas de toda la vida.
Don Manuel, que es así como le llaman, ha recibido estos últimos días el reconocimiento más profundo de los mismos medios que, renglón seguido, no dudan en calificar de extremista y separatista al nuevo gobierno de Galicia. Precisamente, una de las frases más repetidas por estos medios es la de que Fraga es un animal político. Curiosamente, estoy de acuerdo aunque, sin duda alguna, seguro que en un sentido bastante diferente.
Fraga era, hasta ahora, la constatación más clara de que el franquismo aún no había sido superado en España. Sus actitudes, sus palabras y reproches, sus formas, maneras y políticas eran, como presidente de la Xunta, calcadas a las de aquel ministro fascista que un día dijo «¡La calle es mía!».
En efecto, ahora más que nunca, la calle es suya. Tan es así, que los ciudadanos gallegos han decidido desalojarle del poder y arrojarle, a pesar de seguir siendo el candidato más votado, al mismo lugar del que, con tanta energía, declaraba ser propietario.
Adiós, señor Fraga. Adiós. Adiós a las bermudas en Palomares; Adiós a las atrocidades de Vitoria; Adiós al antiguo régimen y a la Galicia anclada en un pasado en blanco y negro.
Bienvenido, señor Touriño.