Será difícil explicar a todos esos niños que asistieron a la manifestación del pasado sábado con el lema “la familia sí importa” que el concepto de familia ha cambiado y que nadie tiene derecho a negar ese nombre a otras parejas y niños que desde el amor construyan su proyecto común de convivencia y futuro. Quien va a hacerles entender en sus contextos educativos que no deben temer o rechazar lo diferente, que la diferencia no puede conllevar desigualdad, que los homosexuales son personas normales con otra opción sexual por la que no pueden ser discriminados, que la igualdad de derechos ante la ley debe primar sobre criterios morales subjetivos y que aceptar plenamente la diversidad enriquece la sociedad y la caracteriza como democrática.
Esos niños manifestados y sus familias sí que serán un obstáculo cierto para la integración social y el desarrollo emocional de los hijos de parejas gays, condenados a afrontar las soberbias miradas de desconfianza y recelo de quienes no les considerarán familias “normales”. Esos otros niños les harán percibir como algo antinatural o ridículo que tengan dos padres o dos madres y les harán tomar conciencia a lo largo de toda su vida de no estar homologados con los códigos prevalentes. Así, la educación –familiar o social-, que debería ser la enseñanza de la amplitud del mundo a través de valores de encuentro, se convierte en el instrumento de la patria potestad para graduar cuales son los umbrales de prejuicio o marginación que los niños deben aplicar.
Lo curioso de la no-aceptación por parte de algunos sectores de los nuevos modelos de familia, es que existen pocas familias perfectas; ni siquiera sabemos qué es una familia “normal” o “perfecta” hoy y es más que probable que la heterosexualidad poco o nada ayude a su perfección; instintivamente sabemos que en el dominio casi infinito de la patria potestad lo único verdaderamente relevante son los vínculos afectivos entre los miembros de la familia y la enseñanza de la felicidad, que tiene mucho que ver con el crecimiento en libertad personal, calidad emocional y valores abiertos. Por ello, lo que sí cabe garantizar por parte del Estado e Instituciones para reforzar la familia es precisamente la constatación de afectio maritalis de la pareja a través de su opción en igualdad al contrato matrimonial. Además el Estado deberá velar por el análisis exhaustivo y personalizado de los requisitos psicológicos y aptitudinales para la adopción, que lamentablemente no es posible aplicar siempre que se engendra una vida, y también por hacer efectivos los derechos y medidas encaminados a la conciliación de vida personal y laboral, vivienda, empleo, educación y salud.
Aunque nuestro mundo cada vez sea cada vez más amplio y la evolución haya impulsado la cultura de la tolerancia y la diversidad, el acervo de “integración de la pluralidad” es aún muy frágil; así se demuestra con el creciente rechazo a la inmigración, con el auge de los nacionalismos, con las “guerras de civilizaciones”, con la vigencia de la violencia contra la mujer, o con la pretendida discriminación de parte de la sociedad a los nuevos modelos de la familia. Y es que en pleno siglo XXI los ojos de la sociedad siguen convirtiendo en presbicia el derecho natural, la tradición o la religión, para sacralizar códigos que perpetúan el status ideológico o social de la clase preponderante, y que hacen de las miradas de los niños herederas de la segregación a colectivos “distintos”; en ésta tarea discriminadora, es duro para muchos cristianos contemplar como, una vez más a lo largo de la historia, la iglesia oficial se aleja de humanismo y justicia social, para alinearse con la desigualdad y la homofobía que nacen de inquisidores conceptos de naturaleza, desviación o pecado. Al parecer les fue fácil controlar la indignación con la guerra de Irak o abstenerse en reclamaciones por el 0,7 de ayuda al desarrollo, pero que dos gays puedan casarse es lo más grave en 2000 años de historia.
Y es que para vivir en una sociedad mejor y pese a quien pese, no basta con aceptar lo distinto, hay que encumbrarlo como valor de pluralidad y enriquecimiento; hay que limpiar la mirada de las generaciones futuras de estigmas segregadores y de prejuicios y hay que entender que igualdad de derechos significa igualdad de acceso a instituciones: no hay otra forma de interpretar el artículo 14 de la Constitución.