Cuando llegué a Cataluña, entendí mejor aquello de que “quien pierde las raíces pierde la identidad”. Siempre desde otros países me había sentido de mi tierra, que para mí es la Andalucía universal, representada visualmente en la Plaza de la Contratación; una plaza sobria, apenas enmarcada por una hilera de naranjos y, sin embargo, un enclave único en el mundo que permite apreciar los Reales Alcázares a la izquierda, los callejones del barrio judío detrás y la Catedral imponente al frente, y comprender así, la identidad mestiza, mora, hebrea y cristiana de Sevilla y su pasado de cercano mar fenicio y Guadalquivir como puerta del nuevo mundo.
La memoria histórica, es una proyección territorial y espacial de la propia memoria sentimental y personal. No hay identidad sin memoria ni pasado sin raíces. Así lo entendí cuando llegué desde una doble condición: la de quien inicia en un lugar con su bagaje de raíces y nostalgias a cuestas y la de quien intenta acceder a una nueva cultura en un territorio distinto que se abre con un patrimonio infinito y luminoso a desentrañar.
“Mi patria es mi marido” decía la maravillosa Mercedes Sampietro en la película de Aristarain “Lugares Comunes”, en una sublimación de la universalidad sentimental o afectiva de los nómadas del mundo, que parecía reclamar la búsqueda de una referencia patriótica íntima y a la vez abierta de su credo.
Claudio Magris, en su libro “Utopía y desencanto” analiza como una de las más patentes contradicciones de nuestro siglo, la concurrencia de los procesos de globalización, universalización o unificación -como la unidad Europea-, con la reivindicación de las identidades particulares o locales, que a veces niegan con furia el contexto más amplio, estatal, nacional o cultural que comprenden.
Los ponentes constitucionales, tuvieron que enfrentarse al duro escollo de la regulación de nuestro Estado compuesto en el Titulo VIII; hicieron un gran esfuerzo integrador que conlleva que la unidad de la Nación española, constituyente y soberana, es compatible con naciones culturales, reconocidas y organizadas en Comunidades Autónomas, articuladas por la igualdad de derechos y la solidaridad, y con la excepcionalidad de los derechos especiales derivados de los propios hechos diferenciales.
Como señala uno de los ponentes, Gregorio Peces Barba, la referencia explícita a “nacionalidades” en la Constitución, significa también su reconocimiento como “nación cultural” o “comunidad nacional”, si bien, insertas en la nación Española y con igualdad jurídica en todo el Estado.
Si se dice, como creo yo, que “España es una nación de naciones dentro de un mismo Estado”, muchos no aceptarán que en España hay distintas naciones y otros muchos no aceptarán que somos, por historia y convivencia, parte de un mismo Estado.
Ojalá, la tolerancia y la convivencia fuesen siempre nuestra visión sentimental de la patria, y no tuviésemos que reivindicarla oponiéndola, sino integrándola.
Ojalá pudiésemos responder a preguntas sobre nuestro patriotismo como Mario Benedetti, cuando le consultaron sobre la fidelidad: “fiel sí, pero sin fanatismos”.