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Cómo el Emirato de Córdoba estuvo a punto de sucumbir a causa de una política paternalista en materia de inmigración

De migraciones e invasiones

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El emirato de Córdoba se estableció en el año 756, cuatro décadas después de la rápida conquista musulmana de la península Ibérica. Inicialmente, la zona conquistada se constituyó en una provincia dependiente del Califato omeya y sus gobernantes fijaron la capital en Córdoba, recibiendo del califa de Damasco el título de valíes o emires, cuyo equivalente era el de reyes en los territorios cristianos.

En aquel momento la población musulmana peninsular estaba formada por los árabes (asiáticos) instalados en las ciudades, los bereberes (norteafricanos) ubicados en las zonas rurales, y la élite militar descendiente de los sirios que habían conformado el grueso de las tropas invasoras. Estas etnias se enfrentaron entre sí para hacerse con las mejores tierras y sumieron al Emirato en constantes algaradas que solían desembocar en guerras civiles.

En el 750, los abasíes derrocaron a los omeyas en el Califato de Damasco (Siria) y ordenaron el asesinato de toda la familia Omeya. Seis años más tarde, en 756, Abderramán I –que había escapado al fatídico destino de los omeyas logrando huir de Damasco– desembarcó en Andalucía y se proclamó emir tras conquistar Córdoba, y en 773 se independizó de los nuevos califas abasíes, que habían trasladado la capital del Califato a Bagdad (Iraq). Esta independencia fue sólo política, ya que los emires hispanoárabes mantuvieron la unidad espiritual vinculada al liderazgo religioso representado por el Califato.
Durante el reinado de Alhakén I (796–822) las disputas entre árabes y bereberes no cesaron, lo que permitió la reorganización de los reinos cristianos en el norte, al tiempo que se sucedían las sublevaciones muladíes por la política pro árabe del nuevo emir. Los muladíes eran cristianos que se habían convertido al islam, y a menudo también tenían conflictos con los mozárabes, cristianos que vivían en los territorios musulmanes pagando impuestos, pero que seguían fieles a su religión.

A su vez, alentados por la proximidad geográfica, los norteafricanos continuaron llegando a la Península y se unían a estas disputas por las tierras, constituyéndose en los terceros en discordia. Estas revueltas llegaron a poner en serio peligro al recién nacido y semiindependiente Emirato cordobés.

Los árabes asiáticos no querían cultivar la tierra. Constituían la nobleza entre aquellos primeros invasores y favorecieron la llegada de inmigrantes musulmanes procedentes del norte de África, a la vez que hacían proselitismo ofreciendo tierras a los cristianos (muladíes) que adoptasen la religión mahometana. Al mismo tiempo, concertaban acuerdos con artesanos, comerciantes y campesinos cristianos (mozárabes) a los que permitían vivir en sus tierras a cambio del pago de impuestos, y porque ello facilitaba el tráfico comercial con las tierras del norte que permanecieron bajo control de los cristianos, que desconfiaban de los musulmanes, y preferían comerciar con los cristianos, aunque las mercaderías procediesen de la Andalucía musulmana.

El resultado fue que, en menos de cuarenta años, ya no había más tierras que repartir y el conflicto estuvo servido. Los muladíes se sintieron estafados al ver que los infieles mozárabes disfrutaban prácticamente de los mismos derechos sin haberse convertido al islam. Los norteafricanos no acababan de encontrar su sitio entre unos y otros, y sufrían los desaires de los elitistas árabes que les trataban peor que a los conversos.

Con el paso del tiempo, esto generó un cierto resentimiento entre los norteafricanos que, finalmente, a mediados del siglo XI, protagonizaron la invasión almorávide, esta vez estrictamente africana y llevada a cabo con la intención, no tanto de conquistar los reinos cristianos peninsulares, como de convertir en vasallos a los orgullosos reinos de taifas hispanoárabes.

Una inmigración descontrolada, puede tener efectos tan demoledores como una invasión en toda regla. En algunas ciudades españolas ya se han dado los primeros conflictos interétnicos que podrían acabar en graves enfrentamientos si el problema no es atajado de raíz.

El emir de Córdoba debería haber previsto que ya no quedaban más tierras en España para repartir entre los recién llegados, y hoy alguien debería decir a los inmigrantes que ya no hay trabajo aquí para ellos, y que deben ir pensando en regresar a sus países.
Las políticas paternalistas suelen tener un desenlace trágico, a veces muy distinto al del loable propósito que las inspiró. Un problema socioeconómico, como el del desempleo, podría derivar en un terrible conflicto social de consecuencias previsiblemente dramáticas.

De migraciones e invasiones

Cómo el Emirato de Córdoba estuvo a punto de sucumbir a causa de una política paternalista en materia de inmigración
Antonio Pérez Omister
jueves, 5 de mayo de 2011, 07:07 h (CET)
El emirato de Córdoba se estableció en el año 756, cuatro décadas después de la rápida conquista musulmana de la península Ibérica. Inicialmente, la zona conquistada se constituyó en una provincia dependiente del Califato omeya y sus gobernantes fijaron la capital en Córdoba, recibiendo del califa de Damasco el título de valíes o emires, cuyo equivalente era el de reyes en los territorios cristianos.

En aquel momento la población musulmana peninsular estaba formada por los árabes (asiáticos) instalados en las ciudades, los bereberes (norteafricanos) ubicados en las zonas rurales, y la élite militar descendiente de los sirios que habían conformado el grueso de las tropas invasoras. Estas etnias se enfrentaron entre sí para hacerse con las mejores tierras y sumieron al Emirato en constantes algaradas que solían desembocar en guerras civiles.

En el 750, los abasíes derrocaron a los omeyas en el Califato de Damasco (Siria) y ordenaron el asesinato de toda la familia Omeya. Seis años más tarde, en 756, Abderramán I –que había escapado al fatídico destino de los omeyas logrando huir de Damasco– desembarcó en Andalucía y se proclamó emir tras conquistar Córdoba, y en 773 se independizó de los nuevos califas abasíes, que habían trasladado la capital del Califato a Bagdad (Iraq). Esta independencia fue sólo política, ya que los emires hispanoárabes mantuvieron la unidad espiritual vinculada al liderazgo religioso representado por el Califato.
Durante el reinado de Alhakén I (796–822) las disputas entre árabes y bereberes no cesaron, lo que permitió la reorganización de los reinos cristianos en el norte, al tiempo que se sucedían las sublevaciones muladíes por la política pro árabe del nuevo emir. Los muladíes eran cristianos que se habían convertido al islam, y a menudo también tenían conflictos con los mozárabes, cristianos que vivían en los territorios musulmanes pagando impuestos, pero que seguían fieles a su religión.

A su vez, alentados por la proximidad geográfica, los norteafricanos continuaron llegando a la Península y se unían a estas disputas por las tierras, constituyéndose en los terceros en discordia. Estas revueltas llegaron a poner en serio peligro al recién nacido y semiindependiente Emirato cordobés.

Los árabes asiáticos no querían cultivar la tierra. Constituían la nobleza entre aquellos primeros invasores y favorecieron la llegada de inmigrantes musulmanes procedentes del norte de África, a la vez que hacían proselitismo ofreciendo tierras a los cristianos (muladíes) que adoptasen la religión mahometana. Al mismo tiempo, concertaban acuerdos con artesanos, comerciantes y campesinos cristianos (mozárabes) a los que permitían vivir en sus tierras a cambio del pago de impuestos, y porque ello facilitaba el tráfico comercial con las tierras del norte que permanecieron bajo control de los cristianos, que desconfiaban de los musulmanes, y preferían comerciar con los cristianos, aunque las mercaderías procediesen de la Andalucía musulmana.

El resultado fue que, en menos de cuarenta años, ya no había más tierras que repartir y el conflicto estuvo servido. Los muladíes se sintieron estafados al ver que los infieles mozárabes disfrutaban prácticamente de los mismos derechos sin haberse convertido al islam. Los norteafricanos no acababan de encontrar su sitio entre unos y otros, y sufrían los desaires de los elitistas árabes que les trataban peor que a los conversos.

Con el paso del tiempo, esto generó un cierto resentimiento entre los norteafricanos que, finalmente, a mediados del siglo XI, protagonizaron la invasión almorávide, esta vez estrictamente africana y llevada a cabo con la intención, no tanto de conquistar los reinos cristianos peninsulares, como de convertir en vasallos a los orgullosos reinos de taifas hispanoárabes.

Una inmigración descontrolada, puede tener efectos tan demoledores como una invasión en toda regla. En algunas ciudades españolas ya se han dado los primeros conflictos interétnicos que podrían acabar en graves enfrentamientos si el problema no es atajado de raíz.

El emir de Córdoba debería haber previsto que ya no quedaban más tierras en España para repartir entre los recién llegados, y hoy alguien debería decir a los inmigrantes que ya no hay trabajo aquí para ellos, y que deben ir pensando en regresar a sus países.
Las políticas paternalistas suelen tener un desenlace trágico, a veces muy distinto al del loable propósito que las inspiró. Un problema socioeconómico, como el del desempleo, podría derivar en un terrible conflicto social de consecuencias previsiblemente dramáticas.

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