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Luis López

Carne al rojo

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Camarada, esto no es un libro; quien toca esto toca a un hombre. Walt Whitman

Cada átomo tiene un perfume. En el caso de Walt Whitman , los átomos son Hojas de hierba. Obra dedicada a la vida. Vida, casi cuarenta años, dedicada a este canto antropocéntrico. A sus adiciones, acabados, borrones. A pulir su densa alma en luminosos poemas fugaces cuyos destellos permanecen donde las imágenes reales lo hacen, en el núcleo del átomo.

Porque Whitman publicó los primeros poemas de su libro en 1955 y ya no hubo nada más. Cada respiración, cada paso, cada latido posterior son un verso, una palabra, una sílaba. Las letras son su residencia perpetua. Gracias a ellas se expresa una voz única. Un meteoro que apura la copa de la conciencia a sorbos gigantes. Como si no hubiese un mañana ni un hoy ni un ayer. Como si el hombre fuese el ser más hermosos sobre la tierra y el tiempo no importase. Porque el alma es inmortal y como tal la celebra. El vigor de la poesía de Whitman es tal, que se considera que la poesía genuina norteamericana nace con él, y los bardos posteriores son continuación de su genio. Nada queda fuera de su alcance. La dimensión vital se contiene en su brillante verso libre.

No es Whitman el prototipo de hombre versado con una educación exquisita. Su caso es paradigmático. Sólo completó la escuela primaria. Sus herramientas para la composición las adquirió en la escuela más famosa del mundo: la calle. Se ganó la vida de muy diversas maneras. Fue carpintero, enfermero de hospitales, director de un periódico, entre otros. Sus lecturas no seguían ningún orden aparente salvo el de su gracia. Su fuerte contacto y unión con la naturaleza hizo el resto.

Este “experimento” en palabras del propio Whitman es la aportación fundacional de la poesía en América del Norte. Así como el blues y el jazz son la contribución musical a la cultura global. Algún día, cuando la que hoy es primera potencia mundial deje de serlo, y la perspectiva del tiempo permita una mirada al pasado, se reconocerán estos tres elementos como parte de la herencia que Estados Unidos donó a la sociedad. Precisamente es dentro del marco de la sociedad, la del siglo XIX, en la que hay que entender esta obra. Es la definición de un hombre y de un país que deja de ser una colonia. Es independiente, tanto uno como otro. Es libre del dominio inglés y quiere demostrarlo cantando.

Walt Whitman ha servido de inspiración durante el pasado siglo XX a mucho escritores. Federico García Lorca le cantó en Oda a Walt Whitman del libro Poeta en Nueva York. Y en otras latitudes literarias tan diversas como T.S. Eliot, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges o Walcott se puede sentir su influencia. “Un gran poema no es el fin, es más bien el principio” escribió. En su caso el principio de la eternidad, donde brilla como un sol en lo alto, con la carne al rojo.

Carne al rojo

Luis López
Luis López
martes, 19 de abril de 2011, 07:39 h (CET)
Camarada, esto no es un libro; quien toca esto toca a un hombre. Walt Whitman

Cada átomo tiene un perfume. En el caso de Walt Whitman , los átomos son Hojas de hierba. Obra dedicada a la vida. Vida, casi cuarenta años, dedicada a este canto antropocéntrico. A sus adiciones, acabados, borrones. A pulir su densa alma en luminosos poemas fugaces cuyos destellos permanecen donde las imágenes reales lo hacen, en el núcleo del átomo.

Porque Whitman publicó los primeros poemas de su libro en 1955 y ya no hubo nada más. Cada respiración, cada paso, cada latido posterior son un verso, una palabra, una sílaba. Las letras son su residencia perpetua. Gracias a ellas se expresa una voz única. Un meteoro que apura la copa de la conciencia a sorbos gigantes. Como si no hubiese un mañana ni un hoy ni un ayer. Como si el hombre fuese el ser más hermosos sobre la tierra y el tiempo no importase. Porque el alma es inmortal y como tal la celebra. El vigor de la poesía de Whitman es tal, que se considera que la poesía genuina norteamericana nace con él, y los bardos posteriores son continuación de su genio. Nada queda fuera de su alcance. La dimensión vital se contiene en su brillante verso libre.

No es Whitman el prototipo de hombre versado con una educación exquisita. Su caso es paradigmático. Sólo completó la escuela primaria. Sus herramientas para la composición las adquirió en la escuela más famosa del mundo: la calle. Se ganó la vida de muy diversas maneras. Fue carpintero, enfermero de hospitales, director de un periódico, entre otros. Sus lecturas no seguían ningún orden aparente salvo el de su gracia. Su fuerte contacto y unión con la naturaleza hizo el resto.

Este “experimento” en palabras del propio Whitman es la aportación fundacional de la poesía en América del Norte. Así como el blues y el jazz son la contribución musical a la cultura global. Algún día, cuando la que hoy es primera potencia mundial deje de serlo, y la perspectiva del tiempo permita una mirada al pasado, se reconocerán estos tres elementos como parte de la herencia que Estados Unidos donó a la sociedad. Precisamente es dentro del marco de la sociedad, la del siglo XIX, en la que hay que entender esta obra. Es la definición de un hombre y de un país que deja de ser una colonia. Es independiente, tanto uno como otro. Es libre del dominio inglés y quiere demostrarlo cantando.

Walt Whitman ha servido de inspiración durante el pasado siglo XX a mucho escritores. Federico García Lorca le cantó en Oda a Walt Whitman del libro Poeta en Nueva York. Y en otras latitudes literarias tan diversas como T.S. Eliot, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges o Walcott se puede sentir su influencia. “Un gran poema no es el fin, es más bien el principio” escribió. En su caso el principio de la eternidad, donde brilla como un sol en lo alto, con la carne al rojo.

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