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Borja Costa

Ghato Pateiro (Sanguijuelas)

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Mi hijo tenía tan solo dos años y medio por aquel entonces, pero después de haber estado sin poder verlo durante un período excesivamente largo, todo el tiempo perdido se nos echaba encima como una deuda imperdonable, y, dado que entre el momento de mi ausencia y el de mi regreso la muerte me había rondado con demasiada insistencia - ora en forma de hielo y bañeras de hospitales, ora en los riesgos surgidos de la necesidad de pernoctar en los transportes públicos -, el hecho de conseguir transmitirle a mi hijo quién era su padre se convirtió en una necesidad urgente. La verdad sea dicha, a algunos la vida nos sonríe regalándonos, aparte de la habilidad para la supervivencia, un hijo maravilloso con el que la comunicación resulta asombrosamente sencilla, y eso hizo que apenas cumplidos sus tres años de edad, el pequeño Jorge consiguiera que los niños de medio Retiro madrileño prestaran la debida atención al grito de “¡Ghato Pateiro!”. Un canto de guerra como cualquier otro, con la peculiaridad de que este era realmente nuestro.

De Ghato Pateiro no hay realmente mucho que decir. Tatarabuelo de mi hijo, fue uno de tantos hombres que tuvo que salir por pies de Galicia ante la llegada de las tropas nacionales; hombre de simpatías comunistas que calló y cayó, para siempre y finalmente, en tierra asturiana. Cualquier otra información al respecto resulta bastante más que dudosa y los testimonios familiares no son demasiado ilustrativos (valga el hecho de que el único retrato fotográfico que se conserva hoy de él sea el que se encuentra en diferentes publicaciones que recogen, o especulan, la historia de este hombre). Lo que sí está claro es que Ghato Pateiro es uno de los numerosos ejemplos de las personas que en su día sufrieron lo indecible, quizás más de lo que ellas mismas querían, por ser consecuentes con sus ideales – y no callarse ni estos ni lo que sobre ellos fuera necesario decir.
Evidentemente, la primera noticia que tendrá mi hijo de que las tripas de su héroe revolucionario abandonaron antes el cuerpo de lo que el alma lo hizo, habida cuenta de la dureza de la herida recibida, todavía tardará mucho años en llegarle. Era demasiado pequeño y lo sigue siendo, a mi entender, como para oír un mínimo atisbo de ciertas barbaridades. Pero para lo que creo que no debería de existir una edad mínima recomendada, más allá que la del mínimo entendimiento necesario, es para explicarle a un niño que hay personas que son capaces de luchar por todo aquello en lo que creen con absoluta honestidad.

Yo lo hago cada día, y, como parte de la lección, procuro explicarle que los verdaderos esfuerzos se realizan de una manera individual; que protestar continuamente y de forma más o menos justificada indistintamente hacia entes casi abstractos como un Jefe de Gobierno está muy bien, siempre y cuando no permita con su pasividad la corrupción en sus entornos más cercanos; básicamente, que luchar por la conservación de las focas árticas mientras no se hace nada por lo que se está muriendo al lado de uno (un perro, un toro, un ser humano, pero al lado) es una actitud sobradamente idiota, aunque luchar por ellas es de una legitimidad incuestionable. Que una persona que ataca continuamente al Presidente de su Comunidad, aunque sea de una manera justificada, mientras no hace nada por ayudar a su vecino, no es más que un cobarde más cobarde aún que el que no lucha por nada, porque al menos este tiene el valor de dejar bien claro que mover un dedo no es lo suyo.

Día a día, le enseño que hay mucha gente que defiende la existencia de linajes, castas, razas, que proclaman a los cuatro vientos su supuesto legado diferenciador. Que se olvide de esto: nadie es hijo de un pueblo; que uno tan solo es hijo de sus propios actos, y que afortunadamente esto es así, porque precisamente nuestro pueblo caería en una depresión clínica grave si tuviera que hacerse responsable de lo que hoy habita nuestra tierra: gente que aunque esgrime viejos cuentos como el de ser herederos de ciertos héroes ideológicos, tan solo son como las mismas sanguijuelas que eternamente, desde tiempos inmemoriales, devoran la tierra en silencio y quieren hacer suya la sangre que no les pertenece.

Ghato Pateiro (Sanguijuelas)

Borja Costa
Borja Costa
lunes, 14 de marzo de 2011, 07:42 h (CET)
Mi hijo tenía tan solo dos años y medio por aquel entonces, pero después de haber estado sin poder verlo durante un período excesivamente largo, todo el tiempo perdido se nos echaba encima como una deuda imperdonable, y, dado que entre el momento de mi ausencia y el de mi regreso la muerte me había rondado con demasiada insistencia - ora en forma de hielo y bañeras de hospitales, ora en los riesgos surgidos de la necesidad de pernoctar en los transportes públicos -, el hecho de conseguir transmitirle a mi hijo quién era su padre se convirtió en una necesidad urgente. La verdad sea dicha, a algunos la vida nos sonríe regalándonos, aparte de la habilidad para la supervivencia, un hijo maravilloso con el que la comunicación resulta asombrosamente sencilla, y eso hizo que apenas cumplidos sus tres años de edad, el pequeño Jorge consiguiera que los niños de medio Retiro madrileño prestaran la debida atención al grito de “¡Ghato Pateiro!”. Un canto de guerra como cualquier otro, con la peculiaridad de que este era realmente nuestro.

De Ghato Pateiro no hay realmente mucho que decir. Tatarabuelo de mi hijo, fue uno de tantos hombres que tuvo que salir por pies de Galicia ante la llegada de las tropas nacionales; hombre de simpatías comunistas que calló y cayó, para siempre y finalmente, en tierra asturiana. Cualquier otra información al respecto resulta bastante más que dudosa y los testimonios familiares no son demasiado ilustrativos (valga el hecho de que el único retrato fotográfico que se conserva hoy de él sea el que se encuentra en diferentes publicaciones que recogen, o especulan, la historia de este hombre). Lo que sí está claro es que Ghato Pateiro es uno de los numerosos ejemplos de las personas que en su día sufrieron lo indecible, quizás más de lo que ellas mismas querían, por ser consecuentes con sus ideales – y no callarse ni estos ni lo que sobre ellos fuera necesario decir.
Evidentemente, la primera noticia que tendrá mi hijo de que las tripas de su héroe revolucionario abandonaron antes el cuerpo de lo que el alma lo hizo, habida cuenta de la dureza de la herida recibida, todavía tardará mucho años en llegarle. Era demasiado pequeño y lo sigue siendo, a mi entender, como para oír un mínimo atisbo de ciertas barbaridades. Pero para lo que creo que no debería de existir una edad mínima recomendada, más allá que la del mínimo entendimiento necesario, es para explicarle a un niño que hay personas que son capaces de luchar por todo aquello en lo que creen con absoluta honestidad.

Yo lo hago cada día, y, como parte de la lección, procuro explicarle que los verdaderos esfuerzos se realizan de una manera individual; que protestar continuamente y de forma más o menos justificada indistintamente hacia entes casi abstractos como un Jefe de Gobierno está muy bien, siempre y cuando no permita con su pasividad la corrupción en sus entornos más cercanos; básicamente, que luchar por la conservación de las focas árticas mientras no se hace nada por lo que se está muriendo al lado de uno (un perro, un toro, un ser humano, pero al lado) es una actitud sobradamente idiota, aunque luchar por ellas es de una legitimidad incuestionable. Que una persona que ataca continuamente al Presidente de su Comunidad, aunque sea de una manera justificada, mientras no hace nada por ayudar a su vecino, no es más que un cobarde más cobarde aún que el que no lucha por nada, porque al menos este tiene el valor de dejar bien claro que mover un dedo no es lo suyo.

Día a día, le enseño que hay mucha gente que defiende la existencia de linajes, castas, razas, que proclaman a los cuatro vientos su supuesto legado diferenciador. Que se olvide de esto: nadie es hijo de un pueblo; que uno tan solo es hijo de sus propios actos, y que afortunadamente esto es así, porque precisamente nuestro pueblo caería en una depresión clínica grave si tuviera que hacerse responsable de lo que hoy habita nuestra tierra: gente que aunque esgrime viejos cuentos como el de ser herederos de ciertos héroes ideológicos, tan solo son como las mismas sanguijuelas que eternamente, desde tiempos inmemoriales, devoran la tierra en silencio y quieren hacer suya la sangre que no les pertenece.

 
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