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Antonio Pérez Omister

Los mercaderes del templo

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Resulta muy significativo que el único episodio ‘violento’ que se atribuye a Jesús en los Evangelios sea, precisamente, el que se recoge en el pasaje que narra su agrio enfrentamiento con los mercaderes del Templo, y en el que, látigo en mano, expulsa a los cambistas que lo habían convertido, según Él, en una “cueva de ladrones”. Jesús amonesta vehementemente a los usureros por ejercer sus actividades fraudulentas en las inmediaciones del recinto sagrado del Templo de Jerusalén que, dicho sea de paso, funcionaba en la Antigüedad como un auténtico banco central en la Judea ocupada por Roma.

Los préstamos y todas las transacciones comerciales de entonces, estaban reglamentadas por los sacerdotes del Templo, y para que éstas fuesen válidas legalmente, debían estar selladas por los escribas saduceos. Esto no sólo fue así en Judea; en el antiguo Egipto, en Babilonia y en otras culturas del Próximo Oriente, los templos cumplían también la función de bancos centrales, y los sacerdotes que los servían, actuaban como administradores de los mismos. En Egipto, eran los sacerdotes de Amón en Tebas, los que ejercían las mismas tareas que en Judea desempeñaban los fariseos en el Templo en tiempos de Cristo. Además de por las constantes disputas religiosas, saduceos y fariseos mantenían una encarnizado enfrentamiento por obtener mayores parcelas de poder en la administración del Templo-Banco. Incluso en la Roma pagana, el templo de Júpiter Capitolino albergaba el Tesoro del Estado, y su custodia estaba confiada a la casta sacerdotal por considerarse un asunto “sagrado”.

La antiquísima y relativamente misteriosa institución de la Banca está documentada desde tiempos inmemoriales, muy anteriores al cristianismo, pues se han encontrado tablillas de arcilla con apuntes contables en los valles iraquíes donde se desarrolló la civilización mesopotámica, y entre los ríos Éufrates y Tigris donde floreció la cultura babilónica. En España, durante la Edad Media, los banqueros tenían su oficina en los puestos que se les otorgaban en las ferias de ganado, al aire libre o bajo los soportales de las iglesias, siguiendo la tradición judeocristiana. Dicha oficina era muy sencilla, pues se trataba de un banco y un tablón a modo de mesa de operaciones; ese tablón es lo que se conocía como la banca, de ahí el nombre. En ella se contaba el dinero, se hacían los pagos y los cobros y todo tipo de negocios y operaciones bancarias. En el antiguo reino de Castilla, cuando un banquero era denunciado por usura o prácticas ilícitas, las autoridades de la ciudad le expulsaban de las inmediaciones de la iglesia donde se reunía el gremio, y rompían su banca, el tablón que utilizaba como mesa de trabajo en sus transacciones, y de ahí proviene el término ‘bancarrota’.

En las postrimerías de la Edad Media, el prestamista o banquero adquirió pronto un papel primordial en el desarrollo de la economía de los pueblos, pues sus recursos financieros permitían afrontar empresas para las que de otra manera no se podía reunir la financiación necesaria. No obstante, su prestigio económico aumentó en paralelo a su desprestigio social, pues la incipiente Banca no tardó en corromperse cayendo en la práctica habitual de la usura –el cobro abusivo de intereses- que, básicamente, ha perdurado hasta nuestros días y que constituye, en esencia, la razón de ser de la banca privada.

En vísperas de los grandes descubrimientos geográficos protagonizados por españoles y portugueses, se habían creado ya estrechos vínculos entre las monarquías europeas y las principales familias de banqueros del continente. Ya en el siglo XVI, se habían generalizado los préstamos a los soberanos europeos para sufragar, tanto las guerras continentales, como las expediciones a ultramar. Inmediatamente esos ‘préstamos’ se extendieron también entre la nobleza, los terratenientes e incluso las ciudades o burgos que contrataban con los banqueros el arriendo de impuestos, o su participación en las Deudas del Estado, como por ejemplo, en Venecia y Génova, donde se estableció un Fondo de Deuda Pública con la participación de los grandes mercaderes de aquellas dos ciudades que se lanzaron a la especulación con estos sólidos valores, convirtiéndose en los banqueros preferidos de las Coronas de Aragón y de Castilla. El sistema empleado por los banqueros venecianos y genoveses fue, inicialmente, el de recaudar los impuestos del Estado.

Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros de entonces, cuando los reyes acudieron a ellos en busca de dinero para financiar sus campañas militares y sus expediciones de conquista, no fue desdeñable ni de fácil solución. A un particular, si no devolvía el capital más los intereses del crédito, se le podían embargar sus bienes aplicándole la ley, pero ¿a un rey? Lo más probable era que si un banquero pretendía presionar a un rey moroso se encontrase con que su deudor ordenara a sus alguaciles que le detuviesen y que le cortasen la cabeza, o que le arrojasen a la hoguera, como fue el caso de los tristemente célebres Templarios, los precursores inmediatos de la banca moderna internacionalizada. Algo parecido les sucedió a los judíos en España cuando la reina Isabel de Castilla llegó a la pragmática conclusión de que, era mucho más ‘rentable’ expulsarles, que abonarles los préstamos recibidos durante la guerra de Granada.

El moderno capitalismo comienza en Gran Bretaña con la revolución industrial del siglo XVIII, y coincide en el tiempo con la fundación de las principales castas de banqueros en Europa, en especial las dinastías Rothschild, Baring, Warburg, Lazard, Selignam, Schröder, Speyer, Morgan, etcétera. Un hecho trascendental en la formación del cártel de banqueros europeos de entonces fue la creación del Banco de Inglaterra en 1694, ya que la Corona necesitaba canalizar las ganancias obtenidas con el boyante negocio del comercio de esclavos y del opio a través de la Compañía de las Indias Orientales, hacia actividades más ‘decentes’ que consolidasen el prestigio del Imperio, favorecieran su expansión y la supremacía de los intereses británicos a escala mundial. Entre otras cosas, el Banco de Inglaterra se creó para financiar las guerras coloniales de conquista de territorios en ultramar, como las dos guerras del Opio contra China, la ocupación de la India, las guerras continentales europeas, las guerras napoleónicas, o las distintas revoluciones que en 1848 estallaron en varios países europeos, como Francia y Alemania, rivales comerciales directos de Inglaterra. Pero también la guerra austro-prusiana en 1866, la franco-prusiana de 1870-1871, las revoluciones rusas de 1905 y 1917, la guerra ruso-japonesa de 1905, ó las dos guerras mundiales del pasado siglo XX. Sólo por citar los conflictos más destacados en los que jugó un papel primordial la banca internacional, siempre con los Rothschild, Rockefeller, Morgan y Warburg a la cabeza.

En poco tiempo, todas las cortes europeas asistieron al nacimiento de una influyente categoría de cortesanos y consejeros que no provenía de la tradicional nobleza y la aristocracia de rancio abolengo, sino de la Banca. Son lo que aún hoy se conoce en Europa como la “nobleza negra” descendiente de especuladores, prestamistas y usureros que obtuvieron sus títulos nobiliarios hace unos doscientos cincuenta años coincidiendo, precisamente, con la internacionalización de la Banca a través de la financiación de las guerras europeas.

Pero los banqueros de entonces, como todos los millonarios hechos a sí mismos, no eran unos incautos. Supieron reconocer inmediatamente la oportunidad que se ofrecía ante ellos y decidieron diversificar las apuestas. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de forma más discreta al menos a uno de sus más directos enemigos, otro aspirante al trono, un monarca extranjero, o incluso el mismo enemigo al que éste se enfrentaba en la guerra para la que había pedido el dinero. De este modo, en caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada, y en el tiempo pactado, se podía interrumpir su financiación a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo el crédito que necesitase para destruir a su rival. De paso, se fidelizaba también al enemigo del rey. Poco a poco, las guerras se internacionalizaron –como hoy la economía- y se hizo preciso financiar a terceros y cuartos elementos en discordia, involucrando a varios países en las contiendas, como se ha venido haciendo en todas la guerras europeas que han sacudido el continente desde la Guerra de los Treinta Años de 1618-1648; la Guerra de Sucesión española de 1700-1714; las napoleónicas de 1800-1815; o las dos guerras mundiales, la primera de 1914-1918, y la segunda entre 1939-1945. Todas ellas han sido auténticas Guerras Europeas. Los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial se iniciaron, exactamente, con una década de depresión económica a escala mundial que se inició en 1929, con el desplome de Wall Street en unas circunstancias, jamás del todo aclaradas, y no muy distintas de las que se dieron en septiembre de 2008. En ambas ocasiones, la ruina de muchos, significó el enriquecimiento de una selecta élite.

En aquellas primeros conflictos armados internacionalizados, a veces era precisa la intervención de más de dos contendientes para obtener los beneficios y resultados deseados, por eso, desde hace ya tres siglos, la ascensión de la Banca ha estado directamente ligada a su participación en la financiación de todas las grandes guerras europeas, y sus protagonistas, los patriarcas de la Banca internacional, han demostrado estar dotados de una ambición sin límites, y de una falta de escrúpulos infinita. Para ellos no hay más ley que la del mercado; todo lo demás es superfluo.

Aquella doble estrategia de apoyar al monarca y a sus enemigos, ya fuesen éstos internos (revolucionarios) o externos (otros Estados) se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX, éstas adoptaron además una pose cosmopolita y progresista, al tiempo que una proyección social y un interés exagerado en asumir las deudas de los distintos Estados europeos; exactamente lo mismo que están haciendo ahora en Irlanda, y que pretenden hacer también con España. Por todo esto, a aquellos especuladores decimonónicos, se les acabó conociendo como los “banqueros internacionales”. Su propósito era harto sencillo entonces, como lo sigue siendo ahora: influir en la política y en el gobierno de las naciones, en su provecho y beneficio.

Desde la remota Antigüedad, la forma más eficaz de gobernar una sociedad ha sido a través de la guerra. Sin embargo, los antiguos monarcas no disponían de grandes ejércitos, porque la guerra, por otra parte, ha sido siempre una empresa onerosa. Así que en el siglo XVIII, coincidiendo con la conversión de la Gran Banca en una nueva e influyente casta social, se crearon los ejércitos nacionales y el servicio militar obligatorio. Con mayores ejércitos, se podían hacer mayores guerras, y a mayores guerras… ¡mayores beneficios!, para la Banca, no para los que combatían y morían en ellas, claro está.

Así, de las guerras medievales entre señores feudales, se pasó a las grandes guerras entre dos o más Estados-Nación de los siglos XVIII y XIX, y ya en los inicios del siglo XX, antes de globalizarse la economía, se mundializó la guerra, un excelente negocio para las grandes familias de banqueros que prestaron dinero indiscriminadamente a todos los bandos en conflicto y que hicieron un negocio redondo con ello. De lo que se trató básicamente durante las conferencias de Paz de Versalles en 1919, al término de la Primera Guerra Mundial, fue de qué forma iban a devolver los Estados beligerantes los créditos recibidos. Familias de banqueros como los Warburg y los Rothschild, por citar dos ejemplos, tuvieron a algunos de sus miembros representando los intereses de Francia y Gran Bretaña, mientras otros hacían lo propio con Alemania y Austria, las grandes derrotadas. De hecho, Alemania ha terminado recientemente, hace poco más de un mes, de saldar la deuda contraída durante la guerra de 1914-1918.

Luego, cuando Jesús amonesta a los cambistas, aquellos primitivos banqueros, está cargado de razón para hacerlo. Por todo esto, y visto lo visto, me resulta difícil entender cómo puede ser que desde sectores que se definen a sí mismos como católicos, se pueda apoyar algo tan monstruoso como la banca privada, y un sistema estrictamente mercantilista de libre comercio que soslaya, o transgrede, todas las enseñanzas contenidas en los Evangelios. Si además de hacerlo como textos exclusivamente litúrgicos, interpretamos las Escrituras como un código deontológico de comportamiento para los cristianos, y hombres de bien en general, resulta sumamente difícil conciliar los modernos conceptos neoliberales, con las sabias y piadosas enseñanzas contenidas en los Evangelios.
Dado que Dios nos otorgó el libre albedrío para que fuésemos capaces de discernir entre el Bien y el Mal, no podemos escudarnos en el desconocimiento para vulnerar Sus leyes alegando desconocimiento. Todos sabemos que el actual sistema económico es perverso e intrínsecamente maligno, y que sólo está enriqueciendo a unos pocos a costa de la ruina de naciones enteras.
Como decía al principio de mi artículo, reconozco mi incapacidad para interpretar los designios de Dios, pero dado que sí dispongo de libre albedrío para discernir entre el Bien y el Mal, creo que el actual sistema mercantilista es manifiestamente maligno. Y creo firmemente que todos los hombres de bien, ya sean éstos creyentes, o no lo sean, deben condenarlo sin paliativos.

Los mercaderes del templo

Antonio Pérez Omister
Antonio Pérez Omister
jueves, 2 de diciembre de 2010, 08:25 h (CET)
Resulta muy significativo que el único episodio ‘violento’ que se atribuye a Jesús en los Evangelios sea, precisamente, el que se recoge en el pasaje que narra su agrio enfrentamiento con los mercaderes del Templo, y en el que, látigo en mano, expulsa a los cambistas que lo habían convertido, según Él, en una “cueva de ladrones”. Jesús amonesta vehementemente a los usureros por ejercer sus actividades fraudulentas en las inmediaciones del recinto sagrado del Templo de Jerusalén que, dicho sea de paso, funcionaba en la Antigüedad como un auténtico banco central en la Judea ocupada por Roma.

Los préstamos y todas las transacciones comerciales de entonces, estaban reglamentadas por los sacerdotes del Templo, y para que éstas fuesen válidas legalmente, debían estar selladas por los escribas saduceos. Esto no sólo fue así en Judea; en el antiguo Egipto, en Babilonia y en otras culturas del Próximo Oriente, los templos cumplían también la función de bancos centrales, y los sacerdotes que los servían, actuaban como administradores de los mismos. En Egipto, eran los sacerdotes de Amón en Tebas, los que ejercían las mismas tareas que en Judea desempeñaban los fariseos en el Templo en tiempos de Cristo. Además de por las constantes disputas religiosas, saduceos y fariseos mantenían una encarnizado enfrentamiento por obtener mayores parcelas de poder en la administración del Templo-Banco. Incluso en la Roma pagana, el templo de Júpiter Capitolino albergaba el Tesoro del Estado, y su custodia estaba confiada a la casta sacerdotal por considerarse un asunto “sagrado”.

La antiquísima y relativamente misteriosa institución de la Banca está documentada desde tiempos inmemoriales, muy anteriores al cristianismo, pues se han encontrado tablillas de arcilla con apuntes contables en los valles iraquíes donde se desarrolló la civilización mesopotámica, y entre los ríos Éufrates y Tigris donde floreció la cultura babilónica. En España, durante la Edad Media, los banqueros tenían su oficina en los puestos que se les otorgaban en las ferias de ganado, al aire libre o bajo los soportales de las iglesias, siguiendo la tradición judeocristiana. Dicha oficina era muy sencilla, pues se trataba de un banco y un tablón a modo de mesa de operaciones; ese tablón es lo que se conocía como la banca, de ahí el nombre. En ella se contaba el dinero, se hacían los pagos y los cobros y todo tipo de negocios y operaciones bancarias. En el antiguo reino de Castilla, cuando un banquero era denunciado por usura o prácticas ilícitas, las autoridades de la ciudad le expulsaban de las inmediaciones de la iglesia donde se reunía el gremio, y rompían su banca, el tablón que utilizaba como mesa de trabajo en sus transacciones, y de ahí proviene el término ‘bancarrota’.

En las postrimerías de la Edad Media, el prestamista o banquero adquirió pronto un papel primordial en el desarrollo de la economía de los pueblos, pues sus recursos financieros permitían afrontar empresas para las que de otra manera no se podía reunir la financiación necesaria. No obstante, su prestigio económico aumentó en paralelo a su desprestigio social, pues la incipiente Banca no tardó en corromperse cayendo en la práctica habitual de la usura –el cobro abusivo de intereses- que, básicamente, ha perdurado hasta nuestros días y que constituye, en esencia, la razón de ser de la banca privada.

En vísperas de los grandes descubrimientos geográficos protagonizados por españoles y portugueses, se habían creado ya estrechos vínculos entre las monarquías europeas y las principales familias de banqueros del continente. Ya en el siglo XVI, se habían generalizado los préstamos a los soberanos europeos para sufragar, tanto las guerras continentales, como las expediciones a ultramar. Inmediatamente esos ‘préstamos’ se extendieron también entre la nobleza, los terratenientes e incluso las ciudades o burgos que contrataban con los banqueros el arriendo de impuestos, o su participación en las Deudas del Estado, como por ejemplo, en Venecia y Génova, donde se estableció un Fondo de Deuda Pública con la participación de los grandes mercaderes de aquellas dos ciudades que se lanzaron a la especulación con estos sólidos valores, convirtiéndose en los banqueros preferidos de las Coronas de Aragón y de Castilla. El sistema empleado por los banqueros venecianos y genoveses fue, inicialmente, el de recaudar los impuestos del Estado.

Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros de entonces, cuando los reyes acudieron a ellos en busca de dinero para financiar sus campañas militares y sus expediciones de conquista, no fue desdeñable ni de fácil solución. A un particular, si no devolvía el capital más los intereses del crédito, se le podían embargar sus bienes aplicándole la ley, pero ¿a un rey? Lo más probable era que si un banquero pretendía presionar a un rey moroso se encontrase con que su deudor ordenara a sus alguaciles que le detuviesen y que le cortasen la cabeza, o que le arrojasen a la hoguera, como fue el caso de los tristemente célebres Templarios, los precursores inmediatos de la banca moderna internacionalizada. Algo parecido les sucedió a los judíos en España cuando la reina Isabel de Castilla llegó a la pragmática conclusión de que, era mucho más ‘rentable’ expulsarles, que abonarles los préstamos recibidos durante la guerra de Granada.

El moderno capitalismo comienza en Gran Bretaña con la revolución industrial del siglo XVIII, y coincide en el tiempo con la fundación de las principales castas de banqueros en Europa, en especial las dinastías Rothschild, Baring, Warburg, Lazard, Selignam, Schröder, Speyer, Morgan, etcétera. Un hecho trascendental en la formación del cártel de banqueros europeos de entonces fue la creación del Banco de Inglaterra en 1694, ya que la Corona necesitaba canalizar las ganancias obtenidas con el boyante negocio del comercio de esclavos y del opio a través de la Compañía de las Indias Orientales, hacia actividades más ‘decentes’ que consolidasen el prestigio del Imperio, favorecieran su expansión y la supremacía de los intereses británicos a escala mundial. Entre otras cosas, el Banco de Inglaterra se creó para financiar las guerras coloniales de conquista de territorios en ultramar, como las dos guerras del Opio contra China, la ocupación de la India, las guerras continentales europeas, las guerras napoleónicas, o las distintas revoluciones que en 1848 estallaron en varios países europeos, como Francia y Alemania, rivales comerciales directos de Inglaterra. Pero también la guerra austro-prusiana en 1866, la franco-prusiana de 1870-1871, las revoluciones rusas de 1905 y 1917, la guerra ruso-japonesa de 1905, ó las dos guerras mundiales del pasado siglo XX. Sólo por citar los conflictos más destacados en los que jugó un papel primordial la banca internacional, siempre con los Rothschild, Rockefeller, Morgan y Warburg a la cabeza.

En poco tiempo, todas las cortes europeas asistieron al nacimiento de una influyente categoría de cortesanos y consejeros que no provenía de la tradicional nobleza y la aristocracia de rancio abolengo, sino de la Banca. Son lo que aún hoy se conoce en Europa como la “nobleza negra” descendiente de especuladores, prestamistas y usureros que obtuvieron sus títulos nobiliarios hace unos doscientos cincuenta años coincidiendo, precisamente, con la internacionalización de la Banca a través de la financiación de las guerras europeas.

Pero los banqueros de entonces, como todos los millonarios hechos a sí mismos, no eran unos incautos. Supieron reconocer inmediatamente la oportunidad que se ofrecía ante ellos y decidieron diversificar las apuestas. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de forma más discreta al menos a uno de sus más directos enemigos, otro aspirante al trono, un monarca extranjero, o incluso el mismo enemigo al que éste se enfrentaba en la guerra para la que había pedido el dinero. De este modo, en caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada, y en el tiempo pactado, se podía interrumpir su financiación a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo el crédito que necesitase para destruir a su rival. De paso, se fidelizaba también al enemigo del rey. Poco a poco, las guerras se internacionalizaron –como hoy la economía- y se hizo preciso financiar a terceros y cuartos elementos en discordia, involucrando a varios países en las contiendas, como se ha venido haciendo en todas la guerras europeas que han sacudido el continente desde la Guerra de los Treinta Años de 1618-1648; la Guerra de Sucesión española de 1700-1714; las napoleónicas de 1800-1815; o las dos guerras mundiales, la primera de 1914-1918, y la segunda entre 1939-1945. Todas ellas han sido auténticas Guerras Europeas. Los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial se iniciaron, exactamente, con una década de depresión económica a escala mundial que se inició en 1929, con el desplome de Wall Street en unas circunstancias, jamás del todo aclaradas, y no muy distintas de las que se dieron en septiembre de 2008. En ambas ocasiones, la ruina de muchos, significó el enriquecimiento de una selecta élite.

En aquellas primeros conflictos armados internacionalizados, a veces era precisa la intervención de más de dos contendientes para obtener los beneficios y resultados deseados, por eso, desde hace ya tres siglos, la ascensión de la Banca ha estado directamente ligada a su participación en la financiación de todas las grandes guerras europeas, y sus protagonistas, los patriarcas de la Banca internacional, han demostrado estar dotados de una ambición sin límites, y de una falta de escrúpulos infinita. Para ellos no hay más ley que la del mercado; todo lo demás es superfluo.

Aquella doble estrategia de apoyar al monarca y a sus enemigos, ya fuesen éstos internos (revolucionarios) o externos (otros Estados) se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX, éstas adoptaron además una pose cosmopolita y progresista, al tiempo que una proyección social y un interés exagerado en asumir las deudas de los distintos Estados europeos; exactamente lo mismo que están haciendo ahora en Irlanda, y que pretenden hacer también con España. Por todo esto, a aquellos especuladores decimonónicos, se les acabó conociendo como los “banqueros internacionales”. Su propósito era harto sencillo entonces, como lo sigue siendo ahora: influir en la política y en el gobierno de las naciones, en su provecho y beneficio.

Desde la remota Antigüedad, la forma más eficaz de gobernar una sociedad ha sido a través de la guerra. Sin embargo, los antiguos monarcas no disponían de grandes ejércitos, porque la guerra, por otra parte, ha sido siempre una empresa onerosa. Así que en el siglo XVIII, coincidiendo con la conversión de la Gran Banca en una nueva e influyente casta social, se crearon los ejércitos nacionales y el servicio militar obligatorio. Con mayores ejércitos, se podían hacer mayores guerras, y a mayores guerras… ¡mayores beneficios!, para la Banca, no para los que combatían y morían en ellas, claro está.

Así, de las guerras medievales entre señores feudales, se pasó a las grandes guerras entre dos o más Estados-Nación de los siglos XVIII y XIX, y ya en los inicios del siglo XX, antes de globalizarse la economía, se mundializó la guerra, un excelente negocio para las grandes familias de banqueros que prestaron dinero indiscriminadamente a todos los bandos en conflicto y que hicieron un negocio redondo con ello. De lo que se trató básicamente durante las conferencias de Paz de Versalles en 1919, al término de la Primera Guerra Mundial, fue de qué forma iban a devolver los Estados beligerantes los créditos recibidos. Familias de banqueros como los Warburg y los Rothschild, por citar dos ejemplos, tuvieron a algunos de sus miembros representando los intereses de Francia y Gran Bretaña, mientras otros hacían lo propio con Alemania y Austria, las grandes derrotadas. De hecho, Alemania ha terminado recientemente, hace poco más de un mes, de saldar la deuda contraída durante la guerra de 1914-1918.

Luego, cuando Jesús amonesta a los cambistas, aquellos primitivos banqueros, está cargado de razón para hacerlo. Por todo esto, y visto lo visto, me resulta difícil entender cómo puede ser que desde sectores que se definen a sí mismos como católicos, se pueda apoyar algo tan monstruoso como la banca privada, y un sistema estrictamente mercantilista de libre comercio que soslaya, o transgrede, todas las enseñanzas contenidas en los Evangelios. Si además de hacerlo como textos exclusivamente litúrgicos, interpretamos las Escrituras como un código deontológico de comportamiento para los cristianos, y hombres de bien en general, resulta sumamente difícil conciliar los modernos conceptos neoliberales, con las sabias y piadosas enseñanzas contenidas en los Evangelios.
Dado que Dios nos otorgó el libre albedrío para que fuésemos capaces de discernir entre el Bien y el Mal, no podemos escudarnos en el desconocimiento para vulnerar Sus leyes alegando desconocimiento. Todos sabemos que el actual sistema económico es perverso e intrínsecamente maligno, y que sólo está enriqueciendo a unos pocos a costa de la ruina de naciones enteras.
Como decía al principio de mi artículo, reconozco mi incapacidad para interpretar los designios de Dios, pero dado que sí dispongo de libre albedrío para discernir entre el Bien y el Mal, creo que el actual sistema mercantilista es manifiestamente maligno. Y creo firmemente que todos los hombres de bien, ya sean éstos creyentes, o no lo sean, deben condenarlo sin paliativos.

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Gladio (espada en latín), fue el nombre que se le dio a la "red de agentes durmientes desplegados por la OTAN en Italia y preparados para entrar en acción en caso de que los soviéticos invadieran Europa Occidental", y serían la fuerza aliada que permanecería detrás de las líneas soviéticas para facilitar el contraataque.

El diccionario es permisivo, incluye la rigidez en la delimitación de las entradas y salidas; al tiempo que acoge la pérdida de los formatos cerebrales a la hora de regular las ideas entrantes o las emitidas tras elucubraciones varias. A veces no está tan claro si apreciamos más los desajustes o seguimos fieles a ciertos límites establecidos.

 
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