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Antonio Pérez Gómez

La Copa del mundo por el barro

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Hace pocas fechas pude ver personalmente la Copa del Mundo, o al menos la copia oficial que hace la FIFA para que le conserve temporalmente cada selección ganadora, en el tour que lleva recorriendo el preciado trofeo por toda España. Estuve a centímetros de ella. Es maravillosa, de una belleza hipnótica, y lo más alucinante de ella son los cientos de millones de seres humanos que andan tras de ella. La de millones de euros que se gastan las naciones en conseguirla, la de miles de futbolistas que se dejan la piel para poder tocarla en la final. Es un totem, un fetiche, un objeto telúrico reconocible por media humanidad que atrae con una magia invisible.

Nosotros, por primera vez en la historia (y quien sabe si única) la merecimos este verano pasado. La merecimos y la ganamos. Ole ahí. Por primera vez en las ultimad décadas (segunda, si contamos la Eurocopa) los jugadores que conforman la selección olvidaron a su Barça, su Madrid o su Almería. Fueron una selección, no una suma de jugadores de diferentes equipos. Por primera vez no fueron catalanes, vascos, asturianos o gallegos, en permanente guerra entre sí. Fueron españoles, olvidándose de sus peculiaridades. El orgullo, la raza, el carácter y la fuerza común, unidos a la gran calidad que atesoran, fueron las claves del éxito.

Todo ello se ha olvidado. Todo ello parece enterrado. Todo ello se diluyó en el recuerdo. Es cierto que en los partidos de clasificación dentro de nuestro flojísimo grupo, se está dando la cara. Pero los tres amistosos que hemos jugado desde que ganamos la Copa, estamos manchando nuestra imagen como nunca antes había sucedido a otra selección campeona. En eso estamos haciendo historia.

Todo comenzó con un vergonzoso amistoso que Villar se sacó de la manga para mayor gloria de su tesorería. Jugamos en México cuando aún no había empezado ni la pretemporada. Era un partido especial para los manitos, que nos recibieron con el cariño y la garra que se recibe a una antigua metrópoli. La imagen fue patética. Solo un postrero gol nos salvó de caer derrotados con justicia contra una selección menor. Meses después, Argentina nos invitó a jugar en Buenos Aires. Una vez más, llegamos con cara de pardillos, de no saber de qué va la cosa, de decir “vamos a salvar este trámite cuanto antes, que tengo cosas que hacer”. Del Bosque colaboró no poniendo a los habituales, y protegiendo a los jugadores del Barça y Madrid (“Para que no se enfaden demasiado”). El ridículo fue de espanto. La humillación, mayúscula. Nos esperaron 11 hombres que nos dieron hasta en el cielo de la boca. 11 tíos que no saben lo que es ir “a la contemplativa”, y que intentaron ganar la Copa del Mundo en un día, a nuestra costa. 4-1, coñeo mundial y para casita calentitos.

Y lo de anoche en Lisboa, el despipote. De Bosque, ese león aguerrido, ese dechado de personalidad, le dio un ataque de vergüenza torera y puso en liza esta vez a los mejor de cada casa. A los campeones. Y fue peor. Ojalá hubiera puesto a los menos habituales. Tendríamos excusa. Vimos a la España de otras épocas. No a la “Roja”, sino a la “sonrojante”. A la España histórica, a la pandilla de ridículos payasos sin hombría ni vergüenza que tienen la mente “en sus cosas”, en sus equipitos, en sus clásicos y en sus precauciones para no lesionarse de cara al partido que todos los imperios mediáticos y los vendedores de humo y los hacedores de merchandising han aupado de nuevo a la categoría de partido del siglo: el Madrid-Barça de dentro de dos semanas. Resultado: 4-0 ante nuestros vecinos, esta vez ni el del honor.

Sí, ganamos la Copa del mundo, pero la estamos arrastrando por el barro. Leyendo los periódicos internacionales, uno descubre que somos el hazmerreir de la prensa internacional. El coste en imagen y en orgullo es incalculable. No me imagino ninguna otra selección que haya querido y cuidado menos a su título de campeones del mundo que a esta selección española.

La Copa del mundo por el barro

Antonio Pérez Gómez
Antonio Pérez Gómez
viernes, 19 de noviembre de 2010, 08:10 h (CET)
Hace pocas fechas pude ver personalmente la Copa del Mundo, o al menos la copia oficial que hace la FIFA para que le conserve temporalmente cada selección ganadora, en el tour que lleva recorriendo el preciado trofeo por toda España. Estuve a centímetros de ella. Es maravillosa, de una belleza hipnótica, y lo más alucinante de ella son los cientos de millones de seres humanos que andan tras de ella. La de millones de euros que se gastan las naciones en conseguirla, la de miles de futbolistas que se dejan la piel para poder tocarla en la final. Es un totem, un fetiche, un objeto telúrico reconocible por media humanidad que atrae con una magia invisible.

Nosotros, por primera vez en la historia (y quien sabe si única) la merecimos este verano pasado. La merecimos y la ganamos. Ole ahí. Por primera vez en las ultimad décadas (segunda, si contamos la Eurocopa) los jugadores que conforman la selección olvidaron a su Barça, su Madrid o su Almería. Fueron una selección, no una suma de jugadores de diferentes equipos. Por primera vez no fueron catalanes, vascos, asturianos o gallegos, en permanente guerra entre sí. Fueron españoles, olvidándose de sus peculiaridades. El orgullo, la raza, el carácter y la fuerza común, unidos a la gran calidad que atesoran, fueron las claves del éxito.

Todo ello se ha olvidado. Todo ello parece enterrado. Todo ello se diluyó en el recuerdo. Es cierto que en los partidos de clasificación dentro de nuestro flojísimo grupo, se está dando la cara. Pero los tres amistosos que hemos jugado desde que ganamos la Copa, estamos manchando nuestra imagen como nunca antes había sucedido a otra selección campeona. En eso estamos haciendo historia.

Todo comenzó con un vergonzoso amistoso que Villar se sacó de la manga para mayor gloria de su tesorería. Jugamos en México cuando aún no había empezado ni la pretemporada. Era un partido especial para los manitos, que nos recibieron con el cariño y la garra que se recibe a una antigua metrópoli. La imagen fue patética. Solo un postrero gol nos salvó de caer derrotados con justicia contra una selección menor. Meses después, Argentina nos invitó a jugar en Buenos Aires. Una vez más, llegamos con cara de pardillos, de no saber de qué va la cosa, de decir “vamos a salvar este trámite cuanto antes, que tengo cosas que hacer”. Del Bosque colaboró no poniendo a los habituales, y protegiendo a los jugadores del Barça y Madrid (“Para que no se enfaden demasiado”). El ridículo fue de espanto. La humillación, mayúscula. Nos esperaron 11 hombres que nos dieron hasta en el cielo de la boca. 11 tíos que no saben lo que es ir “a la contemplativa”, y que intentaron ganar la Copa del Mundo en un día, a nuestra costa. 4-1, coñeo mundial y para casita calentitos.

Y lo de anoche en Lisboa, el despipote. De Bosque, ese león aguerrido, ese dechado de personalidad, le dio un ataque de vergüenza torera y puso en liza esta vez a los mejor de cada casa. A los campeones. Y fue peor. Ojalá hubiera puesto a los menos habituales. Tendríamos excusa. Vimos a la España de otras épocas. No a la “Roja”, sino a la “sonrojante”. A la España histórica, a la pandilla de ridículos payasos sin hombría ni vergüenza que tienen la mente “en sus cosas”, en sus equipitos, en sus clásicos y en sus precauciones para no lesionarse de cara al partido que todos los imperios mediáticos y los vendedores de humo y los hacedores de merchandising han aupado de nuevo a la categoría de partido del siglo: el Madrid-Barça de dentro de dos semanas. Resultado: 4-0 ante nuestros vecinos, esta vez ni el del honor.

Sí, ganamos la Copa del mundo, pero la estamos arrastrando por el barro. Leyendo los periódicos internacionales, uno descubre que somos el hazmerreir de la prensa internacional. El coste en imagen y en orgullo es incalculable. No me imagino ninguna otra selección que haya querido y cuidado menos a su título de campeones del mundo que a esta selección española.

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