Con Félix Grande, Premio Nacional de las Letras Españoles, recorrí buena parte de Andalucía con sus poemas y bonhomía a lomos de la amistad. Un día se nos fue, pero dejó sus escritos de los que tan sólo nombro dos: el poemario “Las rubáiyátas de Horacio Martín” y la novela “La balada del abuelo Palancas”, dos auténticas obras de arte.
Seductor de nacimiento, Félix fue un hombre que pasó por este mundo haciendo el bien. No vengo aquí para ensalzar su obra literaria o su vida, para ello existen insignes críticos y biógrafos que han realizado excelentes trabajos sobre ambos aspectos.
Lo recuerdo con su mujer Paquita Aguirre -Premio Nacional de Poesía-, paseando por “ese lugar donde el viento silba nácar”, La Antilla, Lepe, dejando a su paso el aroma de la sencillez, hecho que solamente es realizado por los auténticos genios, camino de casa Bruno, para deleitarnos con unas tortillitas de camarones, o por San Fernando, en compañía de Paco Basallote, en una cena en la Venta de Vargas en el reservado dedicado al Camarón de la Isla deleitándonos con su relato al maestro de los haikus y al que esto escribe sobre un pequeño encontronazo entre el joven Camarón y Manolo el Caracol.
Cuando nos sentábamos a tomar algo, el camarero siempre preguntaba por las bebidas que íbamos a consumir y Félix, bebedor de cerveza, siempre decía lo mismo: “Por favor, yo una caña pero me la trae usted cuando sirva la comida”.
Eso lo aprendí de él y lo sigo haciendo, especialmente con la rubia bebida; y es que si te la ponen antes que la tortillita de camarones o ya te la has bebido la cerveza o ha perdido la corona de su blanca espuma.
“Las cosas a su debido tiempo, José”, me decía Félix con su sabia parsimonia y esa voz con la que endulzaba el ambiente más agrio que podía existir.
Esa enseñanza de Félix la intento llevar a la práctica en todos los aspectos de mi vida; sin embargo, existen momentos en los que unos se acelera en demasía. Ayer fue, uno de ellos pues no llegué a contar hasta tres y me equivoqué con algunos amigos.
Hoy pido perdón.