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Por la boca muere el pez

Ángel Ruiz Cediel
Ángel Ruiz Cediel
jueves, 22 de abril de 2010, 05:02 h (CET)
Hay asuntos que requieren, especialmente de quienes tienen acceso a las tribunas sociales, una gran dosis de comedimiento. El anticlericalismo, es uno de ellos; y otro, la Guerra Incivil del 36 y aún la II República. Hay más, probablemente, pero éstos dos, en particular, abren manifiestamente heridas que pueden empujarnos a los españoles a repetir experiencias fraticidas o, cuando menos, a transmitir a las nuevas generaciones los odios ancestrales de los que todavía, por una generación más al menos, somos depositarios. No viene mal un poco de paciencia inteligente cuando se tratan los asuntos de la Historia, pues que ésta se asienta con el tiempo y puede ser contemplada desde allí con mayor imparcialidad y coherencia. Ver o hablar con el hígado, que sería hacerlo cuando aún la sangre nos enfanga, nunca es recomendable.

Nuestra actual generación, que es la que en estos momentos maneja las riendas del país, tiene el deber moral de amortiguar todos los rencores que aún laten en nosotros, si bien heredados, pues que pocos o ninguno vivimos los episodios más cruentos de estos asuntos, sino de forma indirecta. No es de recibo, pues, que nos atribuyamos el deber de vengar o compensar lo que de ninguna manera nos corresponde, por más que, por ejemplo, quisiéramos mucho a nuestro abuelo, asesinado en aquellos nefastos días. Sin duda, también hubo otros hombres, mujeres y niños que entonces pagaron con su vida por lo que no debían, pero así es el discurrir de la Historia, que uno vive lo que le toca a su tiempo y a nosotros, por suerte, no nos tocó aquello. Un prudente respeto a estos dolores que no vivimos sino como actores secundarios no es en absoluto un acto de traición a la memoria o a los seres queridos, sino, mejor, un acto de generosidad hacia nuestros descendientes, quienes no tienen por qué heredar tan turbio bagaje o ser depositarios de experiencias tan sangrientamente traumáticas.

En otro orden, no tan distante de éste, nadie en su sano juicio vería ni medio bien que se tildara de corruptos a todos los policías porque un policía lo haya sido, o que a todos los maestros se les considerara pedófilos porque un dómine haya tenido una conducta tan aberrante. ¿Por qué, entonces, sí se condena a la Iglesia Católica en pleno porque haya algunos sacerdotes (entre millones de ellos) que se han conducido de manera abyecta?... Gústeles o les desagrade a los enemigos de ese opio del pueblo que es la religión, a los anticlericales, el saldo de los religiosos y religiosas católicos con la sociedad en su conjunto ha sido y es extraordinario positivo, incluso lavando las muchas y graves faltas que la alta jerarquía de la curia romana ha perpetrado a lo largo de la Historia. Son tantas y tan grandes sus bondades y aciertos que considero innecesario descollarlas aquí, aunque podría recordar a los desmemoriados que prácticamente todo cuanto puedan saber sobre la Grecia clásica o Roma se lo deben a ellos, por ejemplo y entre otras muchas y grandes cuestiones; pero baste decir que si los sacerdotes y monjas de la religión católica se retiraran ahora mismo de la sociedad, colapsarían al instante los mismos Estados. No es de recibo, pues, que se carguen tintas contra el clero y los files de un credo, y tanto más recurriendo a asuntos ignominiosos tales como la Leyenda Negra de la Inquisición. Cierto es que ésta llegó a juzgar, según fuentes, entre ciento cincuenta mil y trescientos mil casos de supuesta herejía, pero ninguna de esas fuentes les adjudica más de siete mil muertes (o asesinatos, si se prefiere) como máximo, entendiéndose que la mayoría de los historiadores que han estudiado el asunto se mueven en un promedio de tres mil condenas a muerte en toda la Historia de la Inquisición, que no son pocas. Algo terrible, sin duda, pero no tanto si las comparamos, por tener referencias de qué representa esto exactamente, con las decenas de miles que muertes de católicos y anabaptistas que se produjeron bajo el Imperio de Enrique VIII y su hija María, a la que se le dio el título popular de “Bloody Mary” o, si lo prefieren, “María la Sanguinaria” (se llegó a promulgar una ley contra los católicos en el gracioso parlamento -1562- para matarlos, descuartizarlos y quemar sus restos), con los casos de Irlanda (de unos mil sacerdotes sobrevivieron dos), Holanda, Alemania (donde se complacían en desollarlos vivos y echar sal sobre su carne, o donde los metían en sacos, los cosían y los echaban al río), etc. Hellman, Janssen y otros historiadores protestantes, barajan cifras de víctimas producidas por los fundamentalistas luteranos, calvinistas y protestantes entre los católicos y anabaptistas, que se mueven entre cien y doscientas veces los de las achacadas a la Inquisición Católica, y, si bien no es disculpable en absoluto la intransigencia de ésta, no se entiende por qué algunos se ensañan con Cristo y salvan a Barrabás, o sólo condenan a una parte y condonan a la otra. Tiempos bárbaros, sin duda, pero en un orden universal y no exclusivamente católico. Los anticlericales no debieran olvidarlo. Sin embargo, las leyendas negras, a pesar de su falsedad, son las que sobreviven en el espíritu de los necios o los iletrados. Y otro tanto sucede con la Leyenda Negra Española, aunque de esto, tal vez, hable otro día.

Falsedades y leyendas idealizadas por los poco ilustrados que se han instituido como sus verdades, tal y como sucede con los que algunos cándidos creen que acaeció en nuestra Guerra Incivil, pero en la que, según fuentes, si los de un bando fueron unos salvajes, los del otro no les iban a la zaga. Todos somos dueños de nuestro silencio pero esclavos de nuestras palabras, y, cuando la pasión ciega el entendimiento, como en estos casos, es mejor mantenerse al margen y dejar trabajar libremente a los historiadores, para que sea la propia Historia la que emita su juicio sereno e indoloro. En ambos casos que menciono, los laboriosos historiadores han trabajado arduamente y han puesto a nuestra disposición ingente cantidad de datos sobradamente documentados y de títulos accesibles por cualquiera sin que corra la sangre; pero algunos políticos y los enfermos del odio se empeñan en intoxicar a la sociedad actual y futura con mentiras y manipulaciones engendradas en un dolor que sólo expertos psiquiatras pueden ayudarles a paliar.

Los que no vivimos esa guerra y no queremos que nuestros hijos vivan algo semejante, recomendamos fervientemente comedimiento a los exaltados, especialmente si están en el gobierno o tienen una tribuna desde la que subvertir la realidad pacífica que nos concierne para instalar nuevamente el infierno entre nosotros. No está de más recordarles que por la boca muere el pez, y que todos somos peces que, por suerte, hoy vivimos tranquilamente en aguas serenas.

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