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Kathleen Parker

Una ramita de verbena

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WASHINGTON - Uno de los temas consistentes del Presidente Obama en torno a la educación viene siendo el deseo de que todos los niños se crucen con un maestro que toque las cuerdas y cambie su vida.

Cada vez que expresa alguna variante de ese pensamiento, sospecho que miles o millones se acuerdan brevemente de la persona que tuvo esa distinción en su vida. El maestro que abrió la mente. O, en mi caso, el que extendió una rama de verbena imaginaria, sostenida en la nariz, e inhaló profundamente en un gesto de solidaridad con William Faulkner.

Esa escena que acabo de describir tuvo lugar en mi clase de inglés de undécimo, hace bueno, unos cuantas primaveras. Fue mi profesor durante apenas tres meses, pero cambió mi vida en un abrir y cerrar de ojos. Me acordaba de él el lunes cuando - si me permite la gracia - recibía el Premio Pulitzer al comentario.

En tales ocasiones, se espera de una que reconozca a aquellos que han ido ayudando por el camino. Pero también en estas ocasiones, una es dada a distraerse un poco y es incapaz de acordarse del nombre propio, y no digamos de aquellos merecedores de distinción. Me gustaría corregir las circunstancias con uno que destaca y que, a la sazón, celebra sus 50 años de docencia.

Aparecí por la clase de James Gasque a la altura del marzo del curso escolar por razones que tendrán que esperar otro día. Baste decir que no conocía a nadie y que había llegado de un instituto pequeño del interior de Florida en donde, por alguna razón, nadie se había molestado en enseñar el orden de la oración.

Por tanto, mis compañeros del Instituto Dreher iban muy por delante de mi cuando el Sr. Gasque me sacó por fin a la pizarra a identificar alguna parte de una oración que había escrito. De espaldas a la clase tiza en mano, estaba listo para escribir mis instrucciones.

Todo hijo de vecino conoce la sensación de indefensión cuando una multitud de compañeros de clase espera una respuesta que desconoces. Lo que quiera que dijera fue absolutamente ridículo, supongo, porque todos mis compañeros de clase se troncharon.

No he olvidado ese momento, ni el siguiente, durante todos estos años. Mientras trataba de imaginar la forma de enroscarme en posición fetal debajo del pupitre, el Sr. Gasque me tiró un salvavidas edulcorado, de los de color mandarina, de los de la época de Shirley Temple.

Se giró en redondo. No hay pirueta de bailarín perfectamente ejecutada capaz de rematar el giro perfecto ejecutado por el Sr. Gasque ese día. De pronto, frente a la clase, enrojecía como un tomate y su voz temblaba de rabia.

"No. Os. Riáis. Nunca más. De ella. Nunca.", dijo. "Sabe escribir mejor que cualquiera de vosotros en cualquier momento".

No es posible describir mi agradecimiento. El tiempo se paró y yo colgaba lánguidamente de una nube algodonada, mientras mis compañeros se ahogaban en el silencio atónito. Todavía cuelgo, como esos tontos tiempos verbales que con el tiempo terminé conociendo. Probablemente nadie más que yo recuerde el acto de caballerosidad paterna del Sr. Gasque, pero yo me aferré a esas palabras y a la idea de que lo que dijo podía ser cierto. Ese día empecé a intentar escribir igual de bien de lo que él dijo que yo era capaz. Todavía lo intento.

Todos los dones aún mayores regalados por el Sr. Gasque pertenecen a todos los que alguna vez se sentaron en su clase. Esa rama de verbena, un símbolo recurrente de la obra "Los invictos", sigue presente en mi cabeza porque también simboliza la gran pasión del Sr. Gasque por la docencia y la literatura que reverenciaba.

Durante mis 12 semanas más o menos en su clase, devoramos "Los invictos" y "De ratones y hombres", de John Steinbeck. Recuerdo cada palabra y cada sensación.

"Siempre quise inclinarme desde mi espalda encorvada y arrancar una rama de verbena", dijo, inhalando profundamente. Exhalando e inclinando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y pareció quedarse dormido en un mundo con aroma a limón en el que el de la verbena es el olor del valor. Cerré los ojos y le seguí.

Un par de décadas más tarde, habiéndome mudado de vuelta a Carolina del Sur, fui a buscar al Sr. Gasque con una maceta de verbena. Él no se acordaba de mí, pero al oír mi relato, me pidió que hablara para su clase. Después, con las mejillas surcadas de lágrimas, me entregó dos folios de papel de bloc de notas - mis deberes de "Los invictos".

Obama tiene razón en lo que dice del poder de los docentes. Gracias, Sr. Gasque.

Una ramita de verbena

Kathleen Parker
Kathleen Parker
viernes, 16 de abril de 2010, 05:50 h (CET)
WASHINGTON - Uno de los temas consistentes del Presidente Obama en torno a la educación viene siendo el deseo de que todos los niños se crucen con un maestro que toque las cuerdas y cambie su vida.

Cada vez que expresa alguna variante de ese pensamiento, sospecho que miles o millones se acuerdan brevemente de la persona que tuvo esa distinción en su vida. El maestro que abrió la mente. O, en mi caso, el que extendió una rama de verbena imaginaria, sostenida en la nariz, e inhaló profundamente en un gesto de solidaridad con William Faulkner.

Esa escena que acabo de describir tuvo lugar en mi clase de inglés de undécimo, hace bueno, unos cuantas primaveras. Fue mi profesor durante apenas tres meses, pero cambió mi vida en un abrir y cerrar de ojos. Me acordaba de él el lunes cuando - si me permite la gracia - recibía el Premio Pulitzer al comentario.

En tales ocasiones, se espera de una que reconozca a aquellos que han ido ayudando por el camino. Pero también en estas ocasiones, una es dada a distraerse un poco y es incapaz de acordarse del nombre propio, y no digamos de aquellos merecedores de distinción. Me gustaría corregir las circunstancias con uno que destaca y que, a la sazón, celebra sus 50 años de docencia.

Aparecí por la clase de James Gasque a la altura del marzo del curso escolar por razones que tendrán que esperar otro día. Baste decir que no conocía a nadie y que había llegado de un instituto pequeño del interior de Florida en donde, por alguna razón, nadie se había molestado en enseñar el orden de la oración.

Por tanto, mis compañeros del Instituto Dreher iban muy por delante de mi cuando el Sr. Gasque me sacó por fin a la pizarra a identificar alguna parte de una oración que había escrito. De espaldas a la clase tiza en mano, estaba listo para escribir mis instrucciones.

Todo hijo de vecino conoce la sensación de indefensión cuando una multitud de compañeros de clase espera una respuesta que desconoces. Lo que quiera que dijera fue absolutamente ridículo, supongo, porque todos mis compañeros de clase se troncharon.

No he olvidado ese momento, ni el siguiente, durante todos estos años. Mientras trataba de imaginar la forma de enroscarme en posición fetal debajo del pupitre, el Sr. Gasque me tiró un salvavidas edulcorado, de los de color mandarina, de los de la época de Shirley Temple.

Se giró en redondo. No hay pirueta de bailarín perfectamente ejecutada capaz de rematar el giro perfecto ejecutado por el Sr. Gasque ese día. De pronto, frente a la clase, enrojecía como un tomate y su voz temblaba de rabia.

"No. Os. Riáis. Nunca más. De ella. Nunca.", dijo. "Sabe escribir mejor que cualquiera de vosotros en cualquier momento".

No es posible describir mi agradecimiento. El tiempo se paró y yo colgaba lánguidamente de una nube algodonada, mientras mis compañeros se ahogaban en el silencio atónito. Todavía cuelgo, como esos tontos tiempos verbales que con el tiempo terminé conociendo. Probablemente nadie más que yo recuerde el acto de caballerosidad paterna del Sr. Gasque, pero yo me aferré a esas palabras y a la idea de que lo que dijo podía ser cierto. Ese día empecé a intentar escribir igual de bien de lo que él dijo que yo era capaz. Todavía lo intento.

Todos los dones aún mayores regalados por el Sr. Gasque pertenecen a todos los que alguna vez se sentaron en su clase. Esa rama de verbena, un símbolo recurrente de la obra "Los invictos", sigue presente en mi cabeza porque también simboliza la gran pasión del Sr. Gasque por la docencia y la literatura que reverenciaba.

Durante mis 12 semanas más o menos en su clase, devoramos "Los invictos" y "De ratones y hombres", de John Steinbeck. Recuerdo cada palabra y cada sensación.

"Siempre quise inclinarme desde mi espalda encorvada y arrancar una rama de verbena", dijo, inhalando profundamente. Exhalando e inclinando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y pareció quedarse dormido en un mundo con aroma a limón en el que el de la verbena es el olor del valor. Cerré los ojos y le seguí.

Un par de décadas más tarde, habiéndome mudado de vuelta a Carolina del Sur, fui a buscar al Sr. Gasque con una maceta de verbena. Él no se acordaba de mí, pero al oír mi relato, me pidió que hablara para su clase. Después, con las mejillas surcadas de lágrimas, me entregó dos folios de papel de bloc de notas - mis deberes de "Los invictos".

Obama tiene razón en lo que dice del poder de los docentes. Gracias, Sr. Gasque.

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