Yo he visto mucho cine. Y cuando uno ha visto mucho cine desarrolla, casi sin darse cuenta, una especie de inmunidad muy difícil de franquear contra aquellas películas que tratan de hacerle cambiar su percepción sobre determinados aspectos de la vida. De ahí que sean muy inusuales las ocasiones en la que alguna lo consigue. Y más si no pretende hacerlo, como el caso que nos ocupa. Shutter Island, la magnifica pieza sobre la locura y sus recovecos, filmada con pulso exquisito por un Scorsese en estado de gracia, ha conseguido sumergirme en el laberinto de una mente enferma con tanta eficacia que, a la salida del cine, tras toparme con un tipo que le hablaba a una farola, en lugar de pensar el clásico “está pallá” pensé en qué estaría pensando él que estaría pensando la farola. La respuesta seguro que daba para otra película, pero difícilmente contaría ésta con unas hechuras tan sublimes como la de la última perla del director de Toro Salvaje.
Porque Shutter Island no es sólo un descenso al infierno de la sinrazón. Es también un paseo por los laberínticos corredores de la maestría narrativa de la mano del mejor y más docto de los Virgilios posibles. El tío Marty destapa el tarro de las esencias y, a través de un sentido del peliculerismo tan amplio y gozoso como olvidado, nos ofrece fotogramas con aroma a Samuel Fuller (Corredor Sin Retorno), a las series B de Val Lewton (Bedlam, Isle of the Dead), a Alfred Hitchcock (Vértigo, Psicosis), a Robert Wiene (El Gabinete del Doctor Caligari), a Fritz Lang (todos sus “Mabuses”), a Stanley Kubrick (El Resplandor) al primer Roman Polanski (El Quimérico Inquilino) o incluso a los dos David más abstrusos del cine: Lynch (Mulholland Drive) y Cronenberg (Spider). Todo ello sazonado por una cierta inspiración comiquera (los Batman ambientados en el psiquiátrico de Arkham) y una querencia casi daliniana por los sueños y sus ramales de salida hacia la realidad. De este modo, lo mejor del pasado y del presente se estrechan la mano en Shutter Island para dar lugar a una obra imprescindible e imperecedera donde, por una vez, hasta las secuencias alucinatorias y los efectos digitales tienen sentido dramático, algo no demasiado habitual en estos días.
Por supuesto, la película no es perfecta, y hay que reconocer que sí, que todos los que han reseñado que su tramo final peca de excesivamente explicativo y dura demasiado tienen toda la razón del mundo. Media horita menos no le hubiera sentado nada mal al montaje final. Pero aún así la luz de ese inicio soberbio e inmersivo como pocos (demostrando con cada plano que las tres dimensiones no son un requisito imprescindible para involucrar al espectador en una historia), con su consiguiente crescendo plástico y narrativo (¡Qué pedazo de banda sonora! ¡Qué portentosa fotografía! ¡Qué atmósfera!), purga con creces todos los pecados, ya sean excesos (alguna que otra digresión innecesaria), o carencias (se echa de menos un poco de espacio para el respiro), del conjunto. Shutter Island marca de este modo, o al menos parece hacerlo, el renacimiento de un gran cineasta a quién la última década podría haberle sentado mejor. Sin duda, la película más interesante de Scorsese desde Al Límite. Y con dudas, desde Casino.