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La información es poder para bien o para mal

Robert J. Samuelson
Robert J. Samuelson
lunes, 28 de diciembre de 2009, 08:32 h (CET)
WASHINGTON -- Han sido una lección, mis cuatro décadas en el periodismo de Washington: un aniversario que invita a esta reflexión personal. En 1969 llegué siendo un imberbe cronista. El periodismo me atraía porque ofrecía la excusa para conocer de primera mano cómo funcionaban las cosas -- satisfacer mi curiosidad -- y suponía un antídoto a la timidez. Era un permiso para hacer preguntas a la gente. Nunca lamenté mi decisión, en parte porque siempre dudé de poder hacer algo diferente. No era lo bastante despierto para ser ingeniero y habría sido un abogado pésimo, fastidiando la representación de las creencias de los demás. La búsqueda de la verdad parecía una vocación.

Fue un concepto común entre los periodistas de mi generación. Queríamos revelar lo que estaba oculto, distorsionado o confuso. La verdad liberaría a todo el mundo. Mantendría un buen ejercicio de gobierno. Nosotros íbamos a ser los vigilantes y los inspectores de la democracia. Una cosa que aprendí es que estas gratificantes ideas son simplificaciones en el mejor de los casos -- e ilusiones en el peor. La verdad se presenta en variedades infinitas; cada noticia tiene múltiples narrativas. Siempre hay informaciones nuevas, y en ocasiones el hecho incuestionable de hoy respalda o refuta el de mañana.

Empecé con la idea ingenua de que, al exponer y explicar cómo funcionaba el mundo, de alguna forma yo contribuía a un mejor gobierno y una sociedad más cuerda. Lo que descubrí de primera mano es lo que ya sabía de forma intuitiva: la democracia es un proceso caótico, miope a menudo, egoísta y falto de razón. La gente tiene intereses egoístas, creencias y prejuicios que, una vez se asientan, no se pueden desmontar con facilidad -- y mediante la lógica o las pruebas ciertamente no.

La buena información no conduce inexorablemente al buen gobierno. "Nunca subestime la dificultad de cambiar falsas creencias mediante hechos", dijo en una ocasión el economista Henry Rosovsky. La gente desde luego cambia de opinión, pero la experiencia tiene mayor impacto que los argumentos. La Segunda Guerra Mundial convenció a la mayoría de los estadounidenses de que el aislacionismo de las décadas anteriores era un error. La elevada inflación de la década de los 70 (y no los ensayos acerca de los males de la inflación) persuadió a la mayoría de la gente de que la política económica era un despropósito. Y así sucesivamente.

Durante mi época de Washington, la cantidad de información ha crecido, pero su calidad ha descendido. La proliferación de las organizaciones de activismo político, los grupos de interés y los "laboratorios de ideas" --junto a la bonanza de la televisión por cable e Internet -- ha nutrido la oferta de estudios, informaciones sin corroborar, eslóganes y comentarios de blog. El acusado descenso de la calidad plasma la polarización de la élite política, tanto a la izquierda como a la derecha. Más información bruta supera los filtros políticos y filosóficos que separan los hechos y los argumentos que no encajan en los puntos de vista aprobados o que no impulsan "la causa".

(Observe, sin embargo, que la polarización aqueja sobre todo a la élite política, no a la opinión pública en general. Convengo con el politólogo de la Universidad de Stanford Morris Fiorina, que afirma que la mayoría de los estadounidenses son más "pragmáticos" que "ideológicos").

El periodismo ha evolucionado de la misma forma. Cuando yo empecé, la mayoría de las crónicas eran anónimas. Tenían encabezamientos para el autor, como mucho. Con tres cadenas de televisión (ABC, CBS y NBC), la cifra de periodistas televisivos reconocidos era reducida. Lo que había realmente eran "medios de referencia" de cabeceras de prensa, revistas generalistas y cadenas. Su espíritu era la "objetividad", incluso si la mayoría de los editores y los reporteros sabían que era un ideal inalcanzable.

Ahora el periodismo es una ensalada. La diferencia exacta entre el reportero y el activista con frecuencia es borrosa. Parte del periodismo es abiertamente partidista. Casi nadie valora el anonimato. Periodistas y editores se han convertido en promotores multimedia. Bloguean y twitean; participan en la televisión y en la radio. Aunque el ascenso profesional y las tendencias políticas siempre han influenciado el periodismo, su impacto ha crecido. El "mercado de ideas" parece con frecuencia un Derby de demolición -- gana el más agresivo.

Yo no he salido ajeno. Nunca tuve intención de convertirme en columnista, pero redactar una columna era parte de mi trabajo en la revista National Journal en la década de los 70, y la columna más tarde pasó al Washington Post y Newsweek. También participo algo en radio y televisión. Una columna es inherentemente analítica y parcial. Irritado por muchos dogmas progres y conservadores, yo aspiro al "centro sensato". Tanto si tengo éxito como si no, sigo intentando lo que he hecho siempre: explicar cosas a mis lectores y a mí mismo; proporcionar suficiente información para que hasta la gente que rechaza mi punto de vista y mis valores termine sabiendo más.

En una democracia, la información es poder, pero nunca se puede saber si ello nos colocará en mejor o peor posición. La aportación del periodismo, aunque no siempre constructiva, es esencial. En el mejor de los casos, desde luego hacemos las veces de inspectores a todos los niveles: el Watergate no es sino un ejemplo espectacular. Arrojamos luz sobre informaciones cruciales y aclaramos confusiones populares. Pero con demasiada frecuencia, nuestra tendencia conformista y avezada nos hace cómplices de episodios de locura colectiva, engaño o represalias.

A mí me queda el placer personal del descubrimiento y la fe en que la búsqueda sin trabas de la verdad - no importa lo contencioso o inútil del caso - tiene importancia en sí misma. Se llama libertad.

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