Los derechos no pueden ser selectivos, ni atendiendo al lugar donde se apliquen ni a quiénes se les apliquen. De no ser así, serán lo que sea, menos derechos. Y no es así ni mucho menos. Nuestra sociedad es manifiestamente incapaz, por debilidad o malentendida generosidad, de aplicar los principios que defiende. Le tiembla el pulso, quedándose su discurso progresista de civilidad en algo tan absurdo como ridículo.
Parece ser que la mujer tiene derechos en nuestra sociedad..., excepto si pertenece a una minoría étnica, en cuyo caso puede ir enmascarada por imposición de su marido, de su religión o de lo que sea. Incluso si es una niña. También en nuestros ámbitos está prohibido taxativamente que los niños trabajen hasta la mayoría de edad..., siempre que no lo hagan en el cine, la música o la publicidad, en cuyo caso todo está de perlas y se les puede robar la infancia como si tal cosa. No en vano somos la cultura más salvajemente infanticida de la Historia..., pudiéndonos cebar con los infantes incluso desde antes de que hayan nacido. La Ley, además de no cumplirse y, en consecuencia, vulnerarse legalmente la Constitución, se transgrede continuamente para que haya por todos nuestros rincones violaciones permanentes de los Derechos Civiles, propiciados o consentidos por parte de las autoridades que debieran garantizarlos —o así lo juran—, no siendo infrecuente que mujeres ataviadas de burkas —¡incluso ante los tribunales de Justicia!— estén sometidas al esclavismo (consentido o no), o los niños sean objeto de predación laboral por parte de los padres, los cineastas y los publicistas, y siempre con el consentimiento y la inacción del Gobierno y las autoridades competentes, todos esos necios a los que se les llena la boca de tan vacuos como grandilocuentes postulados, ese infame haced lo que no digo pero no hagáis lo que hago.
Y esto en lo nacional, claro, que en lo internacional somos tan blandi-blup que ataviamos a nuestros representantes femeninos con velos, tocas y mantillas cuando van a países con culturas diferentes. Esto es, hacemos el juego en casa y fuera de casa a los que según nuestros principios vulneran los Derechos Civiles. Y uno se pregunta, claro: ¿qué clase de sociedad estamos construyendo fuera y dentro si ni siquiera somos capaces de aplicar aquello en lo que creemos?... Hueco, todo está hueco. Pero nuestra cultura está conformada por contradicciones. Imposible será así, sin convicción ni firmeza, obtener otro resultado que agravios permanentes a los que sí creemos e nuestros principios, además de convencernos poco a poco de que nuestros políticos son simple y sencillamente una estafa, unos vivos, un nuevo tipo de amos mentirosos y ávidos de vivir a pata suelta a costa de los demás.
Proyectándolo, sucede así a nivel nacional e internacional, e incluso esos mismos políticos que defienden sociedades de gran civilidad no tienen empacho en negociar con dictadores, criminales que han obtenido el poder de sus países en base a sangre y fuego, o aun con quienes aplican a sus sociedades principios que consideramos perversos. Nos ponemos el velo, una sonrisa de plástico y nos sentamos a charlar con el sangriento matarife, compartimos mesa y mantel (tal vez cama) con el radical ayatolá que veja a la mitad de su población, y hasta negociamos suministros con el amparador o promotor del terrorismo que utilizan algunos de nuestros países para establecer la cultura del miedo con que nos manejan y someten.
Según nuestros principios todos tienen derecho a todo; pero en realidad no lo tienen. Ni en cuanto a los derechos ni en cuanto a lo demás. Por ejemplo, los demás países pueden pretender comer cada día, soñar con televisores o con la escolarización de sus niños —con reservas y según dónde—, pero pueden conculcar los derechos que consideramos inalienables o no pueden tener las armas que el Imperio tiene. Millones de seres de esos otros mundos nos miran con envidia por el sistema que tenemos, pero sólo les llega de nosotros la destrucción -Iraq, Afganistán, etc.- y hasta el sostenimiento contranatural de los criminales que los someten. Mal rollito, desde luego. Parece ser que no se ha comprendido todavía que los problemas han dejado de ser locales y que los males que nos afligen abarcan a toda la especie, desde la economía al clima, pasando por la administración de los recursos naturales. El progreso y las comunicaciones han acelerado la Historia, y todo es ya de todos, estamos en el Aleph, y, o nos salvamos todos, o todos perecemos. La cosa de los derechos no es, pues, cosa de unos sí y de otros no, sean mayorías o minorías o estén éstos en el Este o el Oeste, en el Norte o en el Sur, como no lo son las demás cuestiones. Sólo falta que creamos en ello y nos apliquemos a implantarlos. No; no los ciudadanos, sino los que se llenan la boca de grandes palabras huecas: nuestros políticos, que son los que pueden impedir que las mujeres sean maltratadas permanentemente por religiones o Estados, que los niños trabajen y que la injusticia dicte que las potencias pueden hacer lo que los demás Estados no pueden. Basta ya de cinismo. Tal vez, de ser consecuentes, nos creeríamos que nuestras Fuerzas Armadas van a misiones humanitarias por esos mundos de Dios; pero tal y como sucede en este momento, con estos niveles astronómico de cinismo, a lo único que podemos creer que van es a quitarles lo que tienen, incluso sus Estados.
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