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Sergio Brosa

Autoridad escolar y democracia

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Dice la sabiduría popular que lo cortés no quita lo valiente. Lo podríamos aplicar a la compatibilidad entre el respeto por el “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia” (RAE: Autoridad 3) y la práctica democrática en la gestión de un centro de enseñanza.

Desde aquellos colegios de los años 50, fundamentalmente religiosos, pero los laicos también, en los que la autoridad del profesor venía representada por la chasca, aquel pequeño artilugio de madera con el que el profesor daba chasquidos asimilados a órdenes tales como: silencio; en fila; salir al patio, etc., hasta el desmadre en la urbanidad de los colegios de hoy, hay un largo camino de relajación de la autoridad mal entendida, por la entrada de una práctica democrática no menos mal entendida.

Es del todo compatible la autoridad con la confianza, pero ambas están reñidas con el compadreo en su acepción despectiva.

Las Escuelas Layetania que forjó en los años 50 y posteriores aquel ilustre pedagogo que fue su director, José Pereña Moros, sería hoy una institución educativa, no tan sólo modélica sino también vanguardista.

En efecto, las clases eran mixtas y no más de doce a quince alumnos en cada una; sentados en mesas de cuatro, dándose frente dos a dos. El profesor no tenía un lugar determinado y cada uno se sentaba en una silla como las de los alumnos, en el sitio que a cada uno le era más cómodo. Si había que atender a la pizarra se giraban las sillas de los que estuviesen de espaldas a ella para que todos los alumnos le dieran frente. El hecho de que el profesor careciera de tarima no fue nunca un obstáculo para que fuese respetada su autoridad. Y no tenían chasca, por supuesto; tenían el ascendente profesional y humano que es lo que genera autoridad.

La enseñanza en las Escuelas Layetania era libre, lo que suponía que había que aprenderse todo el diseño curricular como se llama ahora al conjunto de asignaturas o materias a desarrollar, pues no había exámenes trimestrales liberadores de materia y se examinaban los alumnos a cara o cruz, en el instituto de enseñanza media que les correspondía por distrito o matrícula, una vez finalizado el curso ordinario en tales institutos.

Pero ese era tan sólo un aspecto desventajoso en relación a los alumnos “oficiales”, pues el señor Pereña se ocupaba, junto con todo el profesorado, de que sus alumnos desarrollasen plenamente todas sus posibilidades y capacidades como persona y ese era el punto fundamental del colegio. Y así salieron de la escuela alumnos que luego han sido ilustres actores, músicos, diseñadores y hasta el maestro apuntador del Gran Teatre del Liceu, de Barcelona. Y también médicos, economistas y arquitectos entre otras profesiones y oficios.

Y todo ello se desarrollaba dentro del respeto, la autoridad y la confianza entre profesores y alumnos. Y se practicaba la democracia en clase siempre que la ocasión lo permitía, como para elegir el motivo de la decoración navideña o la función a representar el día de Carnaval.

La vuelta a la democracia en España, luego del paréntesis de 40 años de dictadura, llevó a muchos sectores de población a confundir autoridad con imposición arbitraria. Urbanidad y buenos modales con ser facha. Y que todo debe tratarse siempre desde la óptica democrática, lo que es un error.

Un club deportivo, pongamos por caso, ha de gestionarse por cauces democráticos. Pero un equipo deportivo no es una democracia. El entrenador selecciona al equipo titular y no se hace por votación entre la plantilla. La estrategia la define el entrenador, no el equipo por votación mayoritaria.

Así, la confusión entre autoridad, respeto, confianza y democracia ha deteriorado el sistema educativo en los colegios que ahora se trata de corregir con tarimas, trato de usted y hasta no sé si vuelta a la chasca.

La normativa de los colegios auspiciada por la autoridad política, ha desterrado afortunadamente, los castigos corporales: en buena hora. Pero la relación entre profesores y alumnos se ha ido degradando en un afán de confraternización imposible entre docentes y discentes. Porque confraternizan los iguales: profesores entre sí y alumnos entre sí; horizontalmente pero no verticalmente. Profesores y alumnos pueden ser amigos pero no son camaradas o compañeros. Cada uno ha de saber donde está y su responsabilidad con respecto al otro y cada uno respecto al propio centro educativo y a la sociedad que lo costea en gran medida.

Pero no únicamente se ha degradado la relación entre alumnos y profesores sino también entre estos mismos; la dirección de los centros públicos se hace rotativamente entre profesores que se convierten así en meros administradores que no directores. El director ha de ser un profesor sobresaliente y actuar como responsable de la aplicación normativa del centro y no un mero distribuidor de horas de clase.

Tampoco los profesores son los dueños de los designios de los centros educativos en los que trabajan.

Carece de sentido también que cada responsable político de educación o enseñanza, deba promover su propio programa o ley educativa.

Un vistazo a como funciona el sistema educativo en Francia, nos daría una gran lección.

Autoridad escolar y democracia

Sergio Brosa
Sergio Brosa
lunes, 21 de septiembre de 2009, 06:16 h (CET)
Dice la sabiduría popular que lo cortés no quita lo valiente. Lo podríamos aplicar a la compatibilidad entre el respeto por el “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia” (RAE: Autoridad 3) y la práctica democrática en la gestión de un centro de enseñanza.

Desde aquellos colegios de los años 50, fundamentalmente religiosos, pero los laicos también, en los que la autoridad del profesor venía representada por la chasca, aquel pequeño artilugio de madera con el que el profesor daba chasquidos asimilados a órdenes tales como: silencio; en fila; salir al patio, etc., hasta el desmadre en la urbanidad de los colegios de hoy, hay un largo camino de relajación de la autoridad mal entendida, por la entrada de una práctica democrática no menos mal entendida.

Es del todo compatible la autoridad con la confianza, pero ambas están reñidas con el compadreo en su acepción despectiva.

Las Escuelas Layetania que forjó en los años 50 y posteriores aquel ilustre pedagogo que fue su director, José Pereña Moros, sería hoy una institución educativa, no tan sólo modélica sino también vanguardista.

En efecto, las clases eran mixtas y no más de doce a quince alumnos en cada una; sentados en mesas de cuatro, dándose frente dos a dos. El profesor no tenía un lugar determinado y cada uno se sentaba en una silla como las de los alumnos, en el sitio que a cada uno le era más cómodo. Si había que atender a la pizarra se giraban las sillas de los que estuviesen de espaldas a ella para que todos los alumnos le dieran frente. El hecho de que el profesor careciera de tarima no fue nunca un obstáculo para que fuese respetada su autoridad. Y no tenían chasca, por supuesto; tenían el ascendente profesional y humano que es lo que genera autoridad.

La enseñanza en las Escuelas Layetania era libre, lo que suponía que había que aprenderse todo el diseño curricular como se llama ahora al conjunto de asignaturas o materias a desarrollar, pues no había exámenes trimestrales liberadores de materia y se examinaban los alumnos a cara o cruz, en el instituto de enseñanza media que les correspondía por distrito o matrícula, una vez finalizado el curso ordinario en tales institutos.

Pero ese era tan sólo un aspecto desventajoso en relación a los alumnos “oficiales”, pues el señor Pereña se ocupaba, junto con todo el profesorado, de que sus alumnos desarrollasen plenamente todas sus posibilidades y capacidades como persona y ese era el punto fundamental del colegio. Y así salieron de la escuela alumnos que luego han sido ilustres actores, músicos, diseñadores y hasta el maestro apuntador del Gran Teatre del Liceu, de Barcelona. Y también médicos, economistas y arquitectos entre otras profesiones y oficios.

Y todo ello se desarrollaba dentro del respeto, la autoridad y la confianza entre profesores y alumnos. Y se practicaba la democracia en clase siempre que la ocasión lo permitía, como para elegir el motivo de la decoración navideña o la función a representar el día de Carnaval.

La vuelta a la democracia en España, luego del paréntesis de 40 años de dictadura, llevó a muchos sectores de población a confundir autoridad con imposición arbitraria. Urbanidad y buenos modales con ser facha. Y que todo debe tratarse siempre desde la óptica democrática, lo que es un error.

Un club deportivo, pongamos por caso, ha de gestionarse por cauces democráticos. Pero un equipo deportivo no es una democracia. El entrenador selecciona al equipo titular y no se hace por votación entre la plantilla. La estrategia la define el entrenador, no el equipo por votación mayoritaria.

Así, la confusión entre autoridad, respeto, confianza y democracia ha deteriorado el sistema educativo en los colegios que ahora se trata de corregir con tarimas, trato de usted y hasta no sé si vuelta a la chasca.

La normativa de los colegios auspiciada por la autoridad política, ha desterrado afortunadamente, los castigos corporales: en buena hora. Pero la relación entre profesores y alumnos se ha ido degradando en un afán de confraternización imposible entre docentes y discentes. Porque confraternizan los iguales: profesores entre sí y alumnos entre sí; horizontalmente pero no verticalmente. Profesores y alumnos pueden ser amigos pero no son camaradas o compañeros. Cada uno ha de saber donde está y su responsabilidad con respecto al otro y cada uno respecto al propio centro educativo y a la sociedad que lo costea en gran medida.

Pero no únicamente se ha degradado la relación entre alumnos y profesores sino también entre estos mismos; la dirección de los centros públicos se hace rotativamente entre profesores que se convierten así en meros administradores que no directores. El director ha de ser un profesor sobresaliente y actuar como responsable de la aplicación normativa del centro y no un mero distribuidor de horas de clase.

Tampoco los profesores son los dueños de los designios de los centros educativos en los que trabajan.

Carece de sentido también que cada responsable político de educación o enseñanza, deba promover su propio programa o ley educativa.

Un vistazo a como funciona el sistema educativo en Francia, nos daría una gran lección.

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