Los profesores de Lengua procuran enseñar a los alumnos en la escuela las normas que regulan el correcto uso del lenguaje, medio común por el que el emisor y el receptor pueden llegar a entenderse. Lo hacen como sin duda su lamentable formación les permite..., y fracasan, claro, por más que a menudo suspendan al alumno sus exámenes no por carencia de conocimientos, sino por faltas de ortografía o cosas por el estilo. Desconocen estos magistrales dómines que la ortografía sólo es una parte del lenguaje escrito, y que hay otras muchas reglas —signos de puntuación, semántica, orden en la oración, etc.— que convierten sus propios enunciados en esos mismos exámenes en auténticos y solemnes atropellos a la lengua común. En fin, que si enseña el que no sabe, así tenemos los lectores y escritores que tenemos.
Crecidos esos niños que han aprendido el lenguaje escrito justo como no debe ser, ocupan sus puestos laborales y, como no puede ser de otro modo, imprimen a su quehacer la impronta de su ignorancia, derivando con el paso del tiempo en argots, jergas, jerigonzas e idiomas marginales con sus propios códigos, como el Cheli, el judicial, el administrativo y desvaríos por el estilo, hoy institucionalizados hasta el extremo de haber recibido las bendiciones de la Real Academia de la Lengua, ese antro de favores con que el poder del Estado premia a sus cinturas predilectas y paga favores políticos. Así, está la cosa: "Ni están todos los que son, ni son todos los que están", transliterando el emblema del memorable psiquiátrico de Ciempozuelos.
El grado de incultura general, así, desde el propio profesor de Lengua a las más altas instituciones sociales y políticas —no nos metamos con nuestras glorias literarias y nuestros medios de comunicación para no lastimar lo más sensible—, es de tal magnitud que, a veces, ni siquiera usamos el mismo medio para que emisores y receptores nos entendamos, dando la sociedad en una suerte de Babel en la que cada cual habla o escribe de lo que quiere y quien escucha entiende lo que le da la gana. Si un escrito o un mensaje hablado contiene más allá de un par de centenares de voces -vulgares, a mayor abundancia-, la mayoría de los lectores/oyentes cree por lo común que está leyendo sanscrito o que ha captado la señal de la televisión o la radio islandesa. Ande, vaya usted a un ciudadano medio —y no le cuento a un abogado, juez, político, administrativo del Estado, etc.—, y háblele usted de prosodia, semántica o del simple uso de la coma, y verá qué le cuentan. Como para partirse de risa.
Si no fuera trágico sería cómico que uno tenga un conflicto judicial porque abogados y jueces ignoran que una coma tiene una función específica dentro de la oración (o del texto), o que reciba uno en casa una carta de cualquier Administración y precise contratar los servicios de un experto desencriptador para saber qué demonios le quieren decir en ese abigarrado texto. Cosa, por otra parte, harto difícil o laboriosa, porque ni siquiera el mismo que lo escribió sabe qué demonches ha querido decir, sino que le basta con que por desesperación el ciudadano acepte por bueno cualesquiera sean los desafueros aplicados, ya sean estos que le metan la mano en la cuenta por el artículo 33, le choriceen sus haberes en un porque sí, o, simplemente, que le condenan a galeras porque el tribunal no sabe leer y no entiende que una coma, en ocasiones, sirve para separar las partes disímiles de una relación, considerando en su lugar que todas y cada una de ellas forman parte de lo mismo, cual si se tratara de sinónimos o de reinterpretaciones de lo mismo.
Recuerden el famoso telegrama (éstos no usan comas, sino sólo puntos) que llegó al penal justo antes de ejecutar una sentencia a muerte, que decía: “Libertad imposible ejecución”. Le ejecutaron, claro, porque el diligente funcionario de turno entendió: “Libertad imposible: ejecución”, dando por sentado que habían rechazado la petición de clemencia presentada por los abogados del convicto. Sin embargo, lo que el emisor trató de decir fue: “Libertad: imposible ejecución”, porque habían encontrado pruebas fehacientes que demostraban la inocencia del reo. La importancia del lenguaje, como se ve, va mucho más allá de lo que por parte de algunos necios pudiera ser considerado un capricho, ésos que a los que su falta de inteligencia les empuja de decir: “pero me se entiende, ¿no?” Y no; no se les entiende.
Sin embargo, vivimos en la sociedad que vivimos, y, poco a poco, distanciándose del lenguaje común, han ido naciendo los argots, las jergas y jerigonzas, limitando la capacidad de comprendernos. El orbe jurídico tiene su propio idioma, por completo ajeno al de los ciudadanos, todo él atiborrado de horrores semánticos y ortográficos, como tienen su propio idiolecto los políticos, las Administraciones y toda esa caterva de endiosados ganapanes que creen que la petulante rimbombancia de su jerigonza les proporciona un viso esplendoroso, cuando en realidad el resultado de sus escritos es un descomunal rebuzno. Léase también algunos de nuestros más afamados escritores, algunos de los cuales, para colmo de desventuras, son jurados de Premios Literarios. Para tirarse de los pelos, vaya.
|