A tenor de la deplorable peladura de los freakys que se han ido instituyendo como modelos sociales en todos y cada uno de los campos de actividad, y si a esto le añadimos el mercantilismo y mamoneo en que se han convertido cuestiones tan capitales como lo de los libritos escolares (muchas páginas de paja y mucho colorín para obtener mayor negocio las editoriales) y todo eso, pues queda meridianamente claro que al Estado le importa un ardite la educación de los niños, jóvenes, universitarios y posgrados. Vamos, que la calidad de la formación no le inquieta al Estado en lo más mínimo —cosa lógica: ¡quién tira piedras contra su tejado!—, no hay más que ver qué cobra un titulado o qué oportunidades profesionales tiene, y que los estudiantes son empleados continuamente como coartada del Estado para responsabilizarles del fracaso de un sistema que, francamente, no hay esquina por dónde cogerlo sin que pringue.
Los estudiantes, desde maternales a la universidad, tienen la culpa de todo en esta inoperante España de opereta. El Estado, que es el sistema, ha aprendido a aplicarse de forma permanente la eximente completa, repercutiendo su inalienable responsabilidad en anónimos incuantificables como “los estudiantes”, “los padres”, y desvaíos por el estilo. Vamos, que todos son culpables del estrepitoso fracaso escolar y universitario que nos subsume en el fondo del tarro mundial, de la falta de oportunidades y el reconocimiento de nuestros jóvenes titulados, menos el verdadero responsable, el Estado, que es el que tiene en sus manos todo el poder y todos los recursos. Sin embargo, no es así. Es el Estado y es el sistema educativo el que fracasa en pleno cuando lo hace un alumno, y es la sociedad en su conjunto la se puede considerar a la deriva cuando un titulado, después de muchos años de sufrimiento y esfuerzo continuado, no encuentra más horizonte que un degradante y eventual mileurismo... en el mejor de los casos. La sociedad fracasa, porque el Estado, que puede elegir entre potenciar la calidad y la vulgaridad, ha elegido lo segundo: lo mezquino, lo burdo, lo inculto; y lo mismo podría decirse con todo lo demás, pues no cesa de ningunear cualquier actividad que tenga tufo a calidad o talento: basta con ver el elenco político y social en su cumbre, o presenciar unos minutos de televisión. El fracaso del Estado, pues, no es una teoría, sino una realidad escatológica, constatable a todos los niveles, y las chatas mentalidades que lo dirigen están socavando curso a curso y año a año los cimientos de la sociedad, que son los jóvenes que mañana habrán de tomar las riendas del país.
En este sentido, no conviene olvidar a uno de los grupos principales de actores que mucho, muchísimo tienen que ver en todo este desafuero: los maestros. Desde el punto de vista oficial, son gentes cualificadísimas; desde el punto de vista de muchos padres, son personas excelentes a quienes regalan y pelotean con distintos obsequios, gracias a los cuales y a ese trato preferente personal entre papás y profes los niños obtienen notables en vez de suspensos y aún sobresalientes en vez de ceros. Son, visto desde una óptica rigurosamente independiente, los nerones, los calígulas, los herodes que sacrifican a los niños con talento, que suelen ser los más antipáticos, los más inquietos o los más preguntones. Para ellos, para los profes, no; un niño inquieto o preguntón, es un incordio al que hay que acorralar, perseguir, acogotar y marginar, forzándole a que su inteligencia le empuje a la rebeldía y aun al repudio de la asignatura, que es decir a justificar su suspenso, si es que no se aplica éste por el artículo 33, cosa que sucede arbitrariamente de forma continua sin que autoridades, dirección o sistema tengan artificios para detener este dictatorial atentado terrorista en toda regla.
Siendo como es uno de los mayores obstáculos de la formación el Ministerio de Educación y el mismo Ministro de Educación, seguidos muy de cerca por sistemas absurdos diseñados a la medida de las editoriales amigas del partido y de otros intereses espurios, son los maestros los mayores y más enconados enemigos de la calidad de la enseñanza, entre otras cosas porque no tienen ni la formación pedagógica adecuada, ni la continuidad imprescindible en su empleo y están excesivamente regalados con salarios excesivos que no se justifican de manera alguna. De aquellos tiempos de “tiene más hambre que un maestro”, dicho referido a la escasa paga que tenían por lo mucho que trabajaban, hemos pasado en este país de extremos a que tengan jornadas laborales de cuatro a seis horas, más de cuatro meses de vacaciones al año y un poder sobre los niños y jóvenes tan ilimitado que no pueden ni ellos mismos imaginar cuántos talentos frustran por curso y cuánto daño le infligen a su país, al tiempo que en su egocentrismo narcisista se creen que están cuadrando el círculo y salvando al mundo de la ignorancia con su sola presencia. ¿Por qué no tienen una jornada equiparable a la de los demás ciudadanos y, comparativamente a su jornada, sí unos honorarios astronómicos?..., ¿por qué no se los evalúa continuamente a quienes pueden mutilar un país al hacerlo con su futuro, que son los niños o los jóvenes?...
Lejos de todo eso y a salvo de cualquier control, los maestros, esos herodes de los niños y los jóvenes, aplican su infernal y necia dictadura sin más criterio que el que dimana de sus propias vísceras, elevando a los altares del sobresaliente y aun de la matrícula de honor a los memos y pelotas sin más méritos que sus lametones (freakys venideros), mientras mutilan las capacidades de los alumnos con más talentos. No; no creo ni con mucho que todos los maestros en España sean así: debe haber por lo menos uno que sea justo, aunque no sé dónde ejerce.
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