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Robert J. Samuelson

El enredo de la alta velocidad

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El entusiasmo de la administración Obama por la alta velocidad ferroviaria es un ejemplo desalentador de la incapacidad del gobierno de aprender de los errores del pasado.Desde 1971, el gobierno federal ha invertido a fondo perdido casi 35.000 millones en subsidios a la corporación ferroviaria norteamericana Amtrak con escasa rentabilidad pública. A lo sumo, hemos logrado a cambio reducciones nimias - invisibles y estadísticamente insignificantes - de la congestión, el consumo de combustible o la emisión de gases de efecto invernadero. Lo que se está prestando principalmente es un transporte público subsidiado a una pequeña horquilla de la población. En un país donde 140 millones de personas se desplazan a diario para trabajar, Amtrak transporta a 78.000 pasajeros al día. El viaje medio está subvencionado alrededor de 50 dólares.

Habida cuenta de esto, pensaría que ni siquiera el más necio de los políticos ampliaría los subsidios al ferrocarril, sobre todo teniendo en cuenta los casi 11 billones de déficit presupuestario federal que se proyectan de aquí al año 2019. Pero no, la administración ha convertido los trenes de alta velocidad en una de las principales prioridades. Ya ha propuesto gastar 13.000 millones de dólares (8.000 incluídos en el paquete "de estímulo" mas 1.000 millones anuales durante cinco años) como señal de la red de trenes de alta velocidad que circularán a lo largo de 10 "corredores", incluyendo Filadelfia a Pittsburgh y Houston a Nueva Orleans.

La Casa Blanca promete fabulosos beneficios. El tren de alta velocidad "aliviará la congestión que asfixia nuestras carreteras y sofoca nuestros cielos", afirma el Vicepresidente Joe Biden. Una red de alta velocidad eliminaría una cantidad de emisiones de dióxido de carbono "equivalente a sacar de nuestras carreteras 1 millón de vehículos", añade el presidente. Aliviar la congestión. Luchar contra el calentamiento global. Reducir las importaciones de petróleo. La imagen mental es seductora. La opinión pública está dispuesta. Muchos estadounidenses adoran los trenes y califican las redes de ferrocarril de otros países (por ejemplo, los trenes rápidos de España entre Madrid y Barcelona, que viajan a una media de 250 kilómetros por hora) de prueba de la inferioridad tecnológica norteamericana.

Sólo hay una pega: la imagen es un espejismo. Los costes del tren de alta velocidad serán colosales y los beneficios de cara a la opinión pública escasos.

La red del Presidente Obama podría no construirse nunca. Sus dudosos inversores privados anticiparán los fondos y una vez que los funcionarios del gobierno admitan la totalidad del importe de la inversión, se echarán atrás. En un reciente informe, la Oficina de Responsabilidad Pública (GAO) citaba un amplio abanico de gastos de construcción, desde 22 millones cada kilómetro y medio hasta 132 millones de dólares por cada uno. El economista de Harvard Edward Glaeser calcula que 50 millones de dólares por cada kilómetro y medio es una cifra plausible. Una red de 400 kilómetros costaría 12.500 millones y 10 sistemas, $ 125.000 millones.

Eso tan sólo sería el comienzo. Los precios de los billetes estarán subvencionados por fuerza, de lo contrario nadie viajará en los trenes. ¿Quedarán justificadas todas las subvenciones por los beneficios públicos - menor congestión, menos accidentes de tráfico, menos emisiones de gases contaminantes? En un análisis remitido a un blog, Glaeser daba por sentadas generosas congeturas hacia los trenes ("Personalmente, yo casi siempre prefiero el tren a la conducción") y seguía concluyendo que el gasto supera con creces el beneficio. Considere la afirmación que hace Obama de apartar de circulación el equivalente a 1 millón de vehículos. Aun si se cumpliera (dudoso), ello representaría menos de la mitad del 1 por ciento de los 254 millones de vehículos matriculados en 2007.

Lo que funciona en Europa y Asia no tiene porqué funcionar en Estados Unidos. Incluso en el extranjero, los trenes de viajeros están subvencionados. Pero los subsidios están más justificados porque la orografía y las políticas energéticas son diferentes.

Las densidades de población son mucho mayores, y las densidades elevadas favorecen el tren con conexiones directas entre los centros urbanos densamente poblados y los núcleos financieros. En Japón, la densidad ronda los 880 habitantes por cada 2,5 kilómetros cuadrados; 653 en Gran Bretaña; 611 en Alemania y 259 en Francia. Por el contrario, la abundancia de suelo en los Estados Unidos ha conducido a casas, oficinas y fábricas periféricas. La densidad de población es de 86 habitantes por cada 2,5 kilómetros cuadrados. Los trenes no pueden recoger a la mayoría de los viajeros potenciales donde residen y trabajan y llevarlos a donde quieran ir. Los automóviles sí.

Las distancias también son importantes. América es grande, los viajes son más largos. Más allá de los 600 ó 700 kilómetros, los trenes de alta velocidad dejan de poder competir con el avión. Por último, Europa y Japón imponen una mayor carga fiscal a los vehículos privados, empujando a la gente a los trenes. En agosto de 2008, apunta la Oficina de Responsabilidad Pública, la gasolina en Japón costaba 6,50 dólares 3,7 litros. Lo americanos consideran un escándalo que 3,7 litros cuesten 4 dólares. Las propuestas de endurecer los impuestos de los combustibles (defendidas por muchos, entre los que me cuento) terminan en agua de borrajas.

La mitología del ferrocarril de alta velocidad no está sólo desinformada, es anti-social. Los gobiernos ya están sobrecargados en todas sus instancias. Agravar el peso con nuevos despilfarros en forma de subvención estrangularía el gasto en necesidades más vitales - escuelas, policía e (irónicamente) transporte público. El tren de alta velocidad podría acaparar fondos destinados a sistemas de transporte públicos que, según un estudio realizado por Randal O'Toole, del Cato Institute, tienen enormes atrasos de mantenimiento: 16.000 millones en Chicago, 17.000 millones en Nueva York, 12.200 millones en Washington, DC; 5.800 millones en San Francisco. Cualquier sistema ferroviario de alta velocidad debe ser financiados a nivel local: los estados deberían decidir sus prioridades de transporte público.

Todo esto suena familiar, porque es Amtrak en estado puro: el triunfo de las fantasías sobre la realidad. Los mismos argumentos falsos esgrimidos para justificar la existencia de la corporación pública Amtrak (menor congestión del tráfico, menos contaminación, etc) se reciclan. Las pruebas y la experiencia no cuentan. Obama y Biden explotan ideas preconcebidas populares en lugar de reconocer el fracaso. Los enredos pasan a ser respetables. Una Casa Blanca tan frívola a la hora de suscribir un gasto incierto no puede esperar credibilidad cuando profesa preocupación por el futuro fiscal y los enormes déficits presupuestarios.

El enredo de la alta velocidad

Robert J. Samuelson
Robert J. Samuelson
domingo, 23 de agosto de 2009, 06:58 h (CET)
El entusiasmo de la administración Obama por la alta velocidad ferroviaria es un ejemplo desalentador de la incapacidad del gobierno de aprender de los errores del pasado.Desde 1971, el gobierno federal ha invertido a fondo perdido casi 35.000 millones en subsidios a la corporación ferroviaria norteamericana Amtrak con escasa rentabilidad pública. A lo sumo, hemos logrado a cambio reducciones nimias - invisibles y estadísticamente insignificantes - de la congestión, el consumo de combustible o la emisión de gases de efecto invernadero. Lo que se está prestando principalmente es un transporte público subsidiado a una pequeña horquilla de la población. En un país donde 140 millones de personas se desplazan a diario para trabajar, Amtrak transporta a 78.000 pasajeros al día. El viaje medio está subvencionado alrededor de 50 dólares.

Habida cuenta de esto, pensaría que ni siquiera el más necio de los políticos ampliaría los subsidios al ferrocarril, sobre todo teniendo en cuenta los casi 11 billones de déficit presupuestario federal que se proyectan de aquí al año 2019. Pero no, la administración ha convertido los trenes de alta velocidad en una de las principales prioridades. Ya ha propuesto gastar 13.000 millones de dólares (8.000 incluídos en el paquete "de estímulo" mas 1.000 millones anuales durante cinco años) como señal de la red de trenes de alta velocidad que circularán a lo largo de 10 "corredores", incluyendo Filadelfia a Pittsburgh y Houston a Nueva Orleans.

La Casa Blanca promete fabulosos beneficios. El tren de alta velocidad "aliviará la congestión que asfixia nuestras carreteras y sofoca nuestros cielos", afirma el Vicepresidente Joe Biden. Una red de alta velocidad eliminaría una cantidad de emisiones de dióxido de carbono "equivalente a sacar de nuestras carreteras 1 millón de vehículos", añade el presidente. Aliviar la congestión. Luchar contra el calentamiento global. Reducir las importaciones de petróleo. La imagen mental es seductora. La opinión pública está dispuesta. Muchos estadounidenses adoran los trenes y califican las redes de ferrocarril de otros países (por ejemplo, los trenes rápidos de España entre Madrid y Barcelona, que viajan a una media de 250 kilómetros por hora) de prueba de la inferioridad tecnológica norteamericana.

Sólo hay una pega: la imagen es un espejismo. Los costes del tren de alta velocidad serán colosales y los beneficios de cara a la opinión pública escasos.

La red del Presidente Obama podría no construirse nunca. Sus dudosos inversores privados anticiparán los fondos y una vez que los funcionarios del gobierno admitan la totalidad del importe de la inversión, se echarán atrás. En un reciente informe, la Oficina de Responsabilidad Pública (GAO) citaba un amplio abanico de gastos de construcción, desde 22 millones cada kilómetro y medio hasta 132 millones de dólares por cada uno. El economista de Harvard Edward Glaeser calcula que 50 millones de dólares por cada kilómetro y medio es una cifra plausible. Una red de 400 kilómetros costaría 12.500 millones y 10 sistemas, $ 125.000 millones.

Eso tan sólo sería el comienzo. Los precios de los billetes estarán subvencionados por fuerza, de lo contrario nadie viajará en los trenes. ¿Quedarán justificadas todas las subvenciones por los beneficios públicos - menor congestión, menos accidentes de tráfico, menos emisiones de gases contaminantes? En un análisis remitido a un blog, Glaeser daba por sentadas generosas congeturas hacia los trenes ("Personalmente, yo casi siempre prefiero el tren a la conducción") y seguía concluyendo que el gasto supera con creces el beneficio. Considere la afirmación que hace Obama de apartar de circulación el equivalente a 1 millón de vehículos. Aun si se cumpliera (dudoso), ello representaría menos de la mitad del 1 por ciento de los 254 millones de vehículos matriculados en 2007.

Lo que funciona en Europa y Asia no tiene porqué funcionar en Estados Unidos. Incluso en el extranjero, los trenes de viajeros están subvencionados. Pero los subsidios están más justificados porque la orografía y las políticas energéticas son diferentes.

Las densidades de población son mucho mayores, y las densidades elevadas favorecen el tren con conexiones directas entre los centros urbanos densamente poblados y los núcleos financieros. En Japón, la densidad ronda los 880 habitantes por cada 2,5 kilómetros cuadrados; 653 en Gran Bretaña; 611 en Alemania y 259 en Francia. Por el contrario, la abundancia de suelo en los Estados Unidos ha conducido a casas, oficinas y fábricas periféricas. La densidad de población es de 86 habitantes por cada 2,5 kilómetros cuadrados. Los trenes no pueden recoger a la mayoría de los viajeros potenciales donde residen y trabajan y llevarlos a donde quieran ir. Los automóviles sí.

Las distancias también son importantes. América es grande, los viajes son más largos. Más allá de los 600 ó 700 kilómetros, los trenes de alta velocidad dejan de poder competir con el avión. Por último, Europa y Japón imponen una mayor carga fiscal a los vehículos privados, empujando a la gente a los trenes. En agosto de 2008, apunta la Oficina de Responsabilidad Pública, la gasolina en Japón costaba 6,50 dólares 3,7 litros. Lo americanos consideran un escándalo que 3,7 litros cuesten 4 dólares. Las propuestas de endurecer los impuestos de los combustibles (defendidas por muchos, entre los que me cuento) terminan en agua de borrajas.

La mitología del ferrocarril de alta velocidad no está sólo desinformada, es anti-social. Los gobiernos ya están sobrecargados en todas sus instancias. Agravar el peso con nuevos despilfarros en forma de subvención estrangularía el gasto en necesidades más vitales - escuelas, policía e (irónicamente) transporte público. El tren de alta velocidad podría acaparar fondos destinados a sistemas de transporte públicos que, según un estudio realizado por Randal O'Toole, del Cato Institute, tienen enormes atrasos de mantenimiento: 16.000 millones en Chicago, 17.000 millones en Nueva York, 12.200 millones en Washington, DC; 5.800 millones en San Francisco. Cualquier sistema ferroviario de alta velocidad debe ser financiados a nivel local: los estados deberían decidir sus prioridades de transporte público.

Todo esto suena familiar, porque es Amtrak en estado puro: el triunfo de las fantasías sobre la realidad. Los mismos argumentos falsos esgrimidos para justificar la existencia de la corporación pública Amtrak (menor congestión del tráfico, menos contaminación, etc) se reciclan. Las pruebas y la experiencia no cuentan. Obama y Biden explotan ideas preconcebidas populares en lugar de reconocer el fracaso. Los enredos pasan a ser respetables. Una Casa Blanca tan frívola a la hora de suscribir un gasto incierto no puede esperar credibilidad cuando profesa preocupación por el futuro fiscal y los enormes déficits presupuestarios.

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